Las víctimas de la espera
Sobre la novela de Shirley Jackson
Viernes 29 de setiembre de 2017
"Hay una maestría teatral, dramática, en los diálogos de Jackson" dice Matías Moscardi frente a la primera novela de esa escritora adorada por Stephen King que acaba de traducir Fiordo. "En el contexto proliferante de películas postapocalípticas, El reloj de sol retorna, desde fines de la década de los cincuenta, como una revisión necesaria del género".
Por Matías Moscardi.
La muerte tiene una relación inmediata con la economía: se llama herencia. El reloj de sol (1958), novela de Shirley Jackson –traducida por primera vez al castellano y publicada recientemente por la editorial Fiordo– empieza, precisamente, con la muerte de Lionel, el hijo de la señora Halloran, única heredera de una enorme y cotizada mansión. La señora Halloran –de la que se rumorea que ha empujado a su propio hijo para heredar la casa– se revela, a la vuelta de la primera página, como un personaje despótico, sin vueltas: quiere echarlos a todos, familiares y personal doméstico; y se los dice en la cara, sin ningún problema. Hasta que una tarde, su hermana, Frances Halloran, la tía Fanny, vuelve agitada de un paseo fantasmagórico por el jardín con un relato estremecedor. Como esa hermosa canción punk de R.E.M: ¡es el fin del mundo, tal y como lo conocemos! Este es nada más y nada menos que el cuadro narrativo de la novela de Jackson.
La tía Fanny, como en una ensoñación shakespereana, ha visto y oído al fantasma de su padre, que con su voz estruendosa e imponente, le comunica la noticia: los que permanezcan en la casa serán los encargados de resetear el mundo, de filmar la secuela de la especie, de hacer las cosas bien, porque «la humanidad, como experimento, ha fracasado». Sin embargo, el mensaje del fantasma nunca queda del todo claro: más cerca de ese oscuro trío de brujas que aparecen al comienzo de Macbeth diciendo que «lo bello es feo y lo feo es bello», la voz del padre habla, por supuesto, con metáforas delirantes. En una palabra, y como dice la señora Willow: «Poesía. Cuando empiezan a recitar poesía, ya no sirven para nada». La poesía es ese mensaje del futuro que mantiene a todos los habitantes de la casa sumidos en la incertidumbre: ¿será cierto que todas las cosas llegarán, inevitablemente, a su fin?
En el centro de la novela de Jackson hay, me atrevería a decir, dos fuerzas que trabajan juntas: el dinero y la creencia. Casi al comienzo, leemos como si se tratara de un verdadero tratado filosófico:
«La cuestión de las creencias es curiosa, pues depende tanto del asombro de la infancia como de la esperanza ciega de la ancianidad; en el mundo entero no hay alguien que no crea en algo. Es posible sugerir y difícil refutar que siempre habrá algo, por exótico que sea, que será creído por alguien. Por otro lado, la creencia abstracta es imposible en términos generales; es la concreción, la materialidad del cáliz, del cirio, de la piedra de los sacrificios, lo que afianza la creencia. La estatua no es nada hasta que llora, y la filosofía no es nada hasta que el filósofo se convierte en mártir. (…) Al ser imposible, la creencia abstracta solo es confiable a través de sus manifestaciones, la verdadera forma del dios se percibe –aunque sea vagamente– contra la materialidad que este desplaza».
Shirley Jackson es contundente: hay una materialidad de la creencia. En El reloj de sol esa materialidad es el dinero. El dinero es psicótico: inventa un mundo para nosotros, literalmente. Essex, uno de los empleados, en un momento, pregunta a cada uno de los personajes qué es la realidad. Entre las respuestas que desfilan aparecen la comodidad, la comida… hasta que después de varias reflexiones, la señora Willow concluye: «lo único que significa la realidad es dinero». Que quede claro: la realidad no es el dinero sino que significa el dinero. En otras palabras: el dinero es el idioma de la realidad, su lenguaje, su motor semiótico. «En fin, lo que necesitamos es dinero, como si hubiera otra cosa en la vida». Paradójicamente, el dinero no sirve de nada en el fin del mundo. Pero ya lo dijo Ezra Pound: con usura no habrá casa de sólida piedra –salvo para la familia Halloran.
En el contexto proliferante de películas postapocalípticas, El reloj de sol retorna, desde fines de la década de los cincuenta, como una revisión necesaria del género: ¿de dónde viene esta idea repetitiva de que el mundo va a acabarse? ¿El fin del mundo es redituable? ¿Quién tendrá el ticket ganador? En la novela de Jackson no hay, por supuesto, ningún final, sino su antesala, la vacilación, la duda: ¿no seremos los actores involuntarios de un teatro montado para acceder al poder, a la herencia, al dinero, es decir, al reino de lo real? «Esperar puede ser muy difícil» dice Miss Ogilvie. La novela transcurre en el tiempo ansioso de la expectación y los personajes son, como reza la dedicatoria de Zama, esas víctimas de la espera: viven en un tiempo pantanoso, de doble filo, ectoplasmático e irreal.
Hay una maestría teatral, dramática, en los diálogos de Jackson. Los que hayan visto El ángel exterminador (1962), de Luis Buñel, encontrarán curiosas coincidencias con la novela. En la película de Buñuel, la aristocracia mexicana se reúne en una tertulia y cuando llegan al fin de la noche, nadie quiere salir primero del caserón. La situación se vuelve ridícula y es llevada al extremo: los personajes se transforman en náufragos, versiones hogareñas de Robinson Crusoe, al punto de que terminan comiendo papel para sobrevivir.
La trama de El reloj de sol es, incluso, más sutil: cualquiera tiene la libertad de irse de la mansión. ¿Qué los retiene? En una de las mejores escenas, un personaje desea, efectivamente, marcharse de la casa: no cree en todas las locuras y pavadas que están circulando sobre el fin del mundo. La señora Halloran, asombrosamente, no opone resistencia a la deserción: por el contrario, hasta le ofrece al desertor un cheque con una suma exorbitante de dinero. Total, en poco menos de un mes, el dinero no servirá de nada. El desertor vacila y termina quedándose en la casa: si la señora Halloran le ofreció tanto dinero para que se vaya, la perorata del fin del mundo tiene que ser cierta. La sugestión fantástica, mítica, del dinero se revela como absolutamente fantástica: es la suma no entregada, eso que no puede cobrarse ni consumirse, el dinero ausente e incluso voluntariamente rechazado, la inexistencia misma de la cifra, aquello que produce la más contundente de las verdades, o un puente entre la economía y eso que Barthes llamaba el efecto de lo real.
Una cosa más. En el medio del enorme jardín de la mansión hay un alegórico reloj de sol que lleva inscripta esta leyenda: «¿QUÉ ES ESTE MUNDO? ¿Qué se desea tener? Un momento estás con tu amor; al siguiente, solo y sin amigos en la tumba fría». Los personajes de la casa están reunidos, se mantienen juntos, pero parecen animalitos tiritando de frío en un rincón, a punto de morir de la más testaruda soledad: «La visión del propio corazón es degradante; la gente no está hecha para mirar hacia dentro. Por eso tenemos cuerpo, para ocultar el alma», reflexiona uno de los personajes. «Los años van ahorcando», dice, al comienzo, otro. La novela es, entonces, el relato del nudo de una soga que rodea, imperceptible, la garganta de todos y cada uno.