La pulpa japonesa
Las ficciones de Edogawa Rampo
Martes 08 de agosto de 2017
El primer monarca del reino de la pulp fiction japonesa, Hirai Taro, eligió su seudónimo para homenajear a Edgar Allan Poe. "Su obra participa también de esa aventura cuyos ejes son la libertad y la transgresión, en ese cruce sui generis entre la razón y la sinrazón marcado por las fantasías de Poe", escribe Quintín en su cuarta entrega de policiales.
Por Quintin.
Hirai Taro fue el rey de la novela policial japonesa. El título tiene menos que ver con su obra que con el hecho de que desde el final de la Segunda Guerra Mundial se dedicó a limpiar, pulir y darle esplendor al género en carácter de ensayista y antólogo. Es cierto que fue un gran escritor de policiales pero fue también el primer monarca de un reino más importante: la pulp fiction japonesa, ese crisol de géneros que nació de la literatura e imantó al cine, la historieta y hasta los juegos de video. Taro (1894-1965) eligió como seudónimo Edogawa Rampo porque así es como suena el nombre de Edgar Alan Poe cuando lo pronuncia un japonés. Rampo admiraba a Poe como pionero del género de detectives, pero más lo admiraba como Baudelaire, es decir, por ser la vía literaria de acceso a un mundo aterrador al que se accede por vía de la imaginación romántica. Su obra participa también de esa aventura cuyos ejes son la libertad y la transgresión, en ese cruce sui generis entre la razón y la sinrazón marcado por las fantasías de Poe.
Tomemos, casi al azar, El test psicológico, uno de los cuentos de la antología Relatos japoneses de misterio e imaginación, que Taro ayudó a traducir al inglés en 1956 y que lo empezó a hacer conocido en Occidente. Allí, un estudiante pobre asesina a una vieja avara para robarle, pero también para demostrar que es capaz de cometer el crimen perfecto. El asesinato (con obvios ecos de Dostoievski y De Quincey) es muy ingenioso, aunque resulta finalmente desbaratado gracias a la intervención de Kogoro Akechi, el Sherlock Holmes japonés creado por Taro que fue su personaje más popular. La estrategia de Akechi para hacer confesar al culpable y derrotarlo en un duelo de ingenio es pura elegancia deductiva, pero la narración se sostiene menos en la acción de las fuerzas de la ley y en sus procedimientos criminalísticos que en el alma oscura del asesino y su embrollada libido, en su deseo de reivindicación social y de desafío al orden. Los criminales de Rampo son más interesantes que sus perseguidores porque el escritor estaba fascinado con las mentes tortuosas y sospechaba que el mundo interior de los criminales podía arrojar luz sobre una realidad cotidiana que resulta inexpresiva si se la depura de los ensueños de los delincuentes y de los solitarios, del ansia de reivindicación y venganza de los marginales.
Hace un par de meses, Salamandra tradujo El lagarto negro, una novela de los años treinta en la que el detective Akechi se enfrenta a una súper villana que lleva tatuado un lagarto. La lucha entre el Lagarto y Akechi termina en un museo subterráneo en el que la mujer colecciona tanto joyas como seres humanos y la acción, de un dinamismo absoluto, alterna batallas ganadas por uno y otro contendiente. El libro es un festival de cambios de identidad, de disfraces, de engaños, de golpes de mano en los que la figura de la mujer lagarto resulta una heroína trágica poseída por deseos complejos y contradictorios.
Es que la ambigüedad es el sello de la obra de Rampo. Otro libro de publicación reciente se llama El extraño caso de la isla Panorama (Editorial Satori, 2016). Allí Hirosuke Hitomi, un escritor sin suerte y sin destino, otro pobre diablo de la galería de Rampo, se entera de la muerte de un millonario que fue su compañero de colegio y al que siempre se pareció físicamente. Hitomi lo suplanta con la idea de gastar la fortuna del muerto en un proyecto faraónico y delirante: crear un mundo de la nada en una isla remota, una fantasía tecnológica que mejore la creación divina y en la que todo sea perfecto. La isla está llena de ilusiones ópticas y de cuadros vivientes en los que pululan mujeres desnudas y los árboles se disponen siguiendo líneas rigurosas, sin malas hierbas en el suelo. Hirosuke suplanta sin problemas a su amigo simulando que este fue enterrado vivo, pero tiene un problema: la mujer del muerto, que lo reconocerá inevitablemente por su conducta sexual. Entre ambos se libran escenas de atracción y rechazo (similares por otra parte a las de Akechi y el Lagarto) y el relato termina en una orgía de muerte y destrucción.
El doble, la suplantación, los disfraces, los genios del mal, los artistas y científicos locos que pueblan la obra de Rampo remiten a Poe, a Stevenson, a Conan Doyle, pero también al cine alemán de entreguerras, con sus Mabuse, Caligari, Nosferatu, M y a los seriales franceses mudos como Fantômas, es decir, a un mundo inestable, oscuro, en plena progresión hacia las tinieblas evocado por el título de un célebre ensayo de Siegfried Kracauer, De Caligari a Hitler. El auge del militarismo japonés es contemporáneo de los fascismos europeos y no hay duda de que el "ero guru nansensu", el género erótico-grotesco-absurdo de Rampo, funciona en paralelo con una sociedad tradicional y conservadora en camino al desquicio. Pero la ficción de horror japonesa, a diferencia de la alemana —cuyo pico creativo de entreguerras no tuvo herederos después de la caída del nazismo—, continuó fluidamente en el manga y en el cine de género. La obra de Rampo estuvo en el corazón de esa transferencia y varios clásicos de grandes directores del cine japonés de horror están basados en relatos suyos, como El lagarto negro de Kinji Fukasaku, Caterpillar de Koji Wakamatsu o La bestia ciega de Yasuzo Masumura.
El cuento que lleva por título Caterpillar (La oruga) es un excelente ejemplo de un universo en el que impera una violencia desaforada: un héroe de guerra japonés, probablemente de la Guerra de Manchuria (Rampo nunca da pistas concretas sobre la ubicación histórica de sus tramas, ni del contexto político), pierde los brazos, las piernas, la audición, la palabra y la cara le queda horriblemente deformada: es un verdadero gusano viviente. Y además es pobre. La viuda queda a cargo de la criatura, que apenas puede expresarse pero conserva un apetito voraz. La mujer desarrolla un sentimiento de odio progresivo por su marido-oruga y siente cada vez más placer en martirizarlo a golpes y latigazos, hasta que el freak se suicida tirándose en un pozo profundísimo. El sadomasoquismo de La oruga tiene sus correlatos en el voyerismo y el exhibicionismo de otros cuentos (Freud se habría hecho un festín con Rampo), pero un relato como La butaca humana toca extremos de la perversión sexual. Allí, una escritora de novelas policiales recibe una carta de un admirador que le cuenta que es un ebanista pobre y feo pero habilísimo, que diseñó un sillón dentro del que puede ocultarse para gozar de los cuerpos que se sientan sobre él. Rampo se regodea en la lujuria del personaje, quien confiesa que el sillón es el que la escritora tiene en su casa y que la estuvo tocando durante días a través del tapizado.
Finalmente, la aterrorizada escritora recibe otra carta en la que su corresponsal le cuenta que la anterior era solo un manuscrito literario que quería publicar. Esto puede tranquilizar al lector, pero solo hasta cierto punto: una vez más Rampo pasa a través del espejo del miedo y hace que la verdad y la mentira se vuelvan indistinguibles. Hay algo profundamente perturbador, ambiguo, perverso en el manoseo del hombre-silla. Truculencias semejantes son la materia de Moju, la bestia ciega, una novela que trata sobre un escultor ciego y criminal, protegido por su madre, que proclama el tacto como centro del arte (Pablo Maurette podría decir algo al respecto).
Lo que sabemos de la biografía de Rampoes también ambiguo. Sobre todo, después de la guerra, cuando casi dejó de escribir ficciones y se dedicó a los ensayos sobre el terror y la novela policial, así como a fundar y organizar una asociación de escritores del género. Interrumpió así su serie Kogoro Akechi, que en sus últimas entregas esclarecía los crímenes con la ayuda de un conjunto de chicos detectives. Akechi también se dedicó en la posguerra a terminar una investigación sobre la homosexualidad en la literatura occidental y japonesa. Esa profusión de actividades sugiere el perfil de un artista de avanzada, un estudioso que intentaba sistematizar sus descubrimientos. Cualquier relato de Rampo demuestra que su ficción logra pasar de la imagen mental al texto casi sin la mediación ni las trabas de la escritura (que en su caso es, sin embargo, directa y elegante). La dinámica interna de la narrativa de Rampo, su libertad, su constante referencia a lo onírico y a las aristas más intrincadas del deseo son una expresión del viejo sueño del surrealismo. Leyendo a Rampo, se advierte que ese sueño fue a desembocar en el pulp y allí continúa alojado como un gigante escondido en una lámpara a la espera de ser liberado.