La opresión del paisaje
Venturini & Alassia
Martes 22 de noviembre de 2016
Sobre los libros de Santiago Venturini y Santiago Alassia escribe Luciano Lamberti: "Ambos practican esa clase de regionalismo inverso, que consiste no en celebrar el pueblo, sino en develar el monstruo que vive en su interior".
Por Luciano Lamberti.
En su Facundo: Civilización o Barbarie, de 1845, Sarmiento sostuvo de una vez y para siempre la tesis de que el paisaje de la llanura moldea el carácter de sus habitantes y les otorga esa cuota de melancolía propia del “ser argentino”. Ese paisaje persiste todavía hoy en los pueblos y pequeñas ciudades de cierta zona del interior, donde el espacio vacío, en vez de otorgar libertad o amplitud, otorga opresión, como si una gran mano invisible estuviera apretando a sus habitantes para que no se vayan. Es el caso de estos dos Santiagos que voy a analizar ahora.
Ambos practican esa clase de regionalismo inverso, que consiste no en celebrar el pueblo (“mire que lindo es mi país, paisano, si usted lo viera como yo lo vi”) sino en develar el monstruo que vive en su interior. Ambos escriben (o pueden ser leídos) con la Antología del Spoon River de Edgard Lee Masters a cuestas, que inaugura una clase especial de representación con ecos en el Antiguo Testamento, no está exenta de humor y de narratividad. Ambos se ocupan de esa particular pesadilla que es el nacimiento, el crecimiento y la vida en “provincias”.
El de Santiago Venturini se llama En la colonia agrícola, es su cuarto libro y acaba de ser publicado por Ivan Rosado. Es un libro que se ocupa casi exclusivamente de experiencias iniciáticas, el mundo visto por un niño que ha dejado de serlo y que hurga en esas viejas fotos familiares para obtener una respuesta a la gran pregunta de cómo ha llegado ser quién era. El pueblo de Venturini es cruel, sureño y gótico, de hermosas imágenes grabadas en sepia: una escena de cacería, una pelopincho, luciérnagas al atardecer, casas en construcción donde los chicos realizan sus primeras exploraciones sexuales. El libro de un descendiente de (imagino) piamonteses que tiene que lidiar con el machismo, la homofobia, el racismo y el alcoholismo de “los mayores”, que no saben educar más que en el odio y la represión. Un mundo de extrema normalidad, hipervigilado y atento a destruir cualquier síntoma de particularidad en los sujetos. El álbum familiar de un huérfano, que ha sido desprendido de la infancia y sueña con volver a ella: “Después salí a machetazos / y me transformé en esto”, dice el último poema. La colonia agrícola a la que alude el título quiere decirnos dos cosas, entonces: la primera es que nada ha cambiado, que los que hoy viven en otro mundo todavía están segando la hierba con sus rudimentarias herramientas de inmigrantes italianos. La segunda, algo shakespereana y algo bíblica, que los hijos, aún sin culpa, cargan con los pecados de los padres.
Otros que cargan con la culpa de sus padres son los personajes (las “voces” más bien) de este nuevo libro de Santiago Alassia, otro hijo predilecto de la Pampa Piamontesa que en Hueco en el mundo (Baltasara Editora, 2015) se ocupa de desmontar el aparato naturalizado de prejuicios y comportamientos un poco dementes que significa vivir en una pequeña ciudad del interior como es Rafaela, aunque esa experiencia se refleje sobre todo en el lenguaje. Porque el suyo es un libro de poesía pura, en gran medida, por más que trabaje por momentos con un registro fotográfico, donde el lenguaje se levanta de su asiento y nos pega una cachetada. ¿Cómo explicar sino, versos como “No soy un niño, me doy mi propio cáncer”? ¿Y este otro: “Dejen de babear sobre el horror como gaviotas”? ¿De dónde salen, de que vericueto mental sin asidero?
Una voz es una ideología, una forma de concebir y habitar este mundo incomprensible. Una palabra como “babacho”, por ejemplo, incluida en el poema “Fanto”, suena piamontesa y argentina a la vez, y sus resonancias son gigantescas. Alassia es actor, y logra darle vida a sus voces, que logran salirse del papel y bailar frente a nuestros ojos. Precisamente la sección del libro llamada “Serie de ciertos hombres”, con su referencia directa al libro de Edgarg Lee Masters, es casi un largo poema dramático, a la manera de Silvio Mattoni, donde los personajes (que imaginamos muertos y enterrados) se lamentan de su propia vida como si la estuvieran viendo en un tapiz. Así como Venturini toma cierta poesía objetivista o narrativa, en la línea de Carver o Pavese, Alassia deposita su fe en la locura del lenguaje, más cerca de Francisco Maradiaga, de Olga Orozoco o de ese titán desiquilibrado del folclore futuro que fue Bustriazo Ortiz.
“(...) la infancia es una madre que abandona”, dice en “El tío”. Es que aquí también se tematizan las relaciones familiares en el marco de la herencia de lo no resuelto, el deber ser contrapuesto a lo que dolorosamente es. En ambos Santiagos, la vida no vivida de los que “fundaron el pueblo” parece rondarlos como un viejo fantasma. “Llegan los colonos” se llama el primer poema del libro de Alassia, y uno se los puede imaginar fundando la misma colonia que habitará el de Venturini: altos y de ojos celestes, con tiradores y sombrero, el largo bigote, las espectrales fotos de la época.
Uno de los Santiagos se centra en el ojo, en las imágenes inexplicables con las que se crea la memoria, en la vida compartida con el lector; el otro en la voz, en la música de las palabras. Ambos llegan al mismo lugar de desnudez que solo los buenos libros pueden alcanzar.