La novela dentro de sus condiciones de producción
Urbana, de Fogwill
Miércoles 18 de mayo de 2016
"Libro maldito de la trayectoria de su autor, fue el último de los que se publicaron en la colección Literatura Mondadori y el que apenas llegó, paradójicamente, a distribuirse en Argentina".
Por Antonio Jiménez Morato.
La última vez que estuve en Buenos Aires viví de nuevo la misma escena repetida (no ha sido la primera vez y acaso no sea la última) en que alguien al enterarse de que soy español me diga que podía haberle traído un libro antes de viajar allá. Sirve de poco, me temo, explicar siempre que yo soy español pero no vivo en España. Tampoco parece resultar pertinente a juicio de con quien hablo el hecho de que no nos conociéramos antes de esa conversación. Son detalles intrascendentes a fin de cuentas. Lo verdaderamente importante es que en varias de esas ocasiones el libro que me piden es Urbana de Fogwill. Libro maldito de la trayectoria de su autor, fue el último de los que se publicaron en la colección Literatura Mondadori y el que apenas llegó, paradójicamente, a distribuirse en Argentina. En otro orden de cosas, editado por Interzona tras la edición español, o La experiencia sensible, que sí se vio más por las librerías argentinas, son textos más transitados de Fogwill, pero Urbana sigue a la espera de una reedición que tantos lectores, sobre todo los más jóvenes, esperan con ansia y fervor.
Y cabe, pues, hacerse la pregunta, ¿esconde Urbana misterios que justifiquen esa expectativa más allá de la imposibilidad de leerlo si no es bajo préstamo? No es, en todo caso, una cuestión baladí el hecho de que el libro deba ser leído hoy en Argentina sin intercambio mercantil de por medio. Posiblemente a Fogwill le habría gustado que el más sociológico de sus libros –lo que pudiera ser leído al tratarse de él como una equivalencia del más fogwilliano de sus libros, ya que si algo desplegó como autor fue la mirada del sociólogo curtido en la realización de estudios de mercado e informes estadísticos sobre esa ficción comunal a la que hemos consensuado designar con la engañosa simplicidad de la palabra «sociedad»– haya escapado de modo involuntario a los restringidos senderos del negocio del libro. Hoy, que tantos autores adulan a la librería como institución y al librero como agente de cultura, posiblemente a Fogwill le habría deleitado verse fuera de ese circo absurdo de la autopromoción y el saldo. Más teniendo en cuenta que esta novela pretende, ante todo, tensionar, o al menos plantear preguntas, sobre los mecanismos de la narración, el lugar del autor respecto al libro y el modo en que este afecta al lector. Es, en ese sentido, una novela profundamente patética, usando el significado etimológico de la palabra, ya que en su mismo prólogo –donde Fogwill también ironiza sobre el mismo título de la obra: «Creo que es redundante llamar Urbana a una novela. Hoy toda novela es urbana.»– cuestiona los objetivos de la narrativa contemporánea, profundamente intervenida por el mercado, y se pregunta hasta qué punto ha renunciado a provocar en el lector otra cosa que vaya más allá del entretenimiento:
«Idealmente debía eludir cualquier acontecimiento, pero en tal caso nadie la habría editado y no habría encontrado un lector. Rimando, puede afirmarse que los lectores acuden a la novela sedientos de acontecimientos. Algo ha de estar indicando esto: quizá haya tanta demanda de que en un texto sucedan cosas porque se descuenta que nada sucederá entre el texto y su lector. Pero los editores dominan el arte de administrar la medida justa que puede definirse como la presencia de un máximo de acontecimientos en el texto y ninguno por efectos de la lectura. Con ello consiguen que el lector termine de consumir manteniendo intactas sus cualidades más preciadas: su poder de compra y el hábito que lo llevará a pagar por algún nuevo título de esa colección. Idealmente, un día la industria terminará por librarse de los autores. Mientras tanto, se insiste en narrar como si nada estuviera ocurriendo.»
Y es eso precisamente lo que puede encontrarse en esta novela: un artefacto que se pregunta por sí misma, que cuestiona sus reglas, que mediante digresiones va recordando al lector una y otra vez que esos personajes y sus peripecias no van más allá de ser ficciones, y que la vida está allá fuera, donde acaban el espacio de las dos páginas enfrentadas por las que va transitando. Cada una de las historias de los huéspedes de ese apartotel en torno al que se vertebra el relato –una torre recién construida en Recoleta, con ecos del edificio a punto de concluirse en la calle Bonorino de Los fantasmas de Aira y que más tarde resonará en la comunidad de clase media intelectualizada de la calle Thames de Una belleza vulgar de Tabarovsky– ha sido concienzudamente revestido de detalles que la hacen más real, casi tangible y habitable por el lector, pero al mismo tiempo esa construcción es reiteradamente perforada por las digresiones de un narrador que, usando una lente desarrollada bajo un enfoque sociológico, va mostrando la tramoya de la narración, los trucos con que en la narrativa al uso arma sus ficciones y que al ser expuestos plantean preguntas no ya sobre esta novela o la narrativa costumbrista, sino con la auténtica y última intención de la novela. Género burgués que no puede escapar a sus mismas condiciones de producción: no puede pretender ser otra cosa que un bien de consumo. El problema, parece decirnos Fogwill, no se trata tanto de que haya novelas buenas o malas como que la novela, en sí misma, está pensada para ser siempre la misma, porque el público lector desea consumir un producto ya conocido y exitoso. Son sus mismas condiciones de producción la que impone límites al género.
Y no sólo eso, claro, hay algunas otras propinas, sorpresas insospechadas que tan sólo el paso del tiempo ha permitido calibrar en su justa medida. Al igual que en La luz argentina de Aira, donde entre apagones eléctricos aparecía un Papa argentino, en Urbana se deja ver una Hillary Clinton que maneja como nadie el preshing flesh, la capacidad de dar la mano a todos los asistentes posibles a un mitin electoral. Ojalá Fogwill siguiera vivo, entre pucho y pucho nos tiraría el nombre del próximo presidente de los Estados Unidos. Como un dato lógico y sin importancia, claro.