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La máquina de hacer cosas

Por Ailton Krenak

"Todos nosotros ya fuimos algo más antes de ser personas": uno de los ensayos de La vida no es útil, del líder y filósofo indígena, ecologista y escritor nacido en Minas Gerais, Brasil, novedad de Eterna Cadencia Editora en su colección "Pluriversos".

Por Ailton Krenak.

 

 

 

Las diferentes narrativas indígenas sobre el origen de la vida y nuestra transformación aquí en la Tierra son memorias de cuando éramos, por ejemplo, peces. Porque hubo gente que fue peces, hubo gente que fue árboles antes de imaginarse ser humanos. Todos nosotros ya fuimos algo más antes de ser personas –este mensaje cruza narrativas de nuestros parientes Ainu, que viven en el norte de Japón y de Rusia, de los Guaraníes, de los Yanomami, de los parientes que viven en Canadá y en Estados Unidos–. Quién sabe si hasta los mesopotámicos, ese pueblo muy antiguo, no hayan tenido historias de esta naturaleza. Los amerindios y todos los pueblos que tienen memoria ancestral cargan recuerdos de antes de ser configurados como seres humanos.

Cuando los pueblos originarios se refieren a un pueblo como “una nación que está de pie”, están haciendo una analogía con los árboles y las selvas. Pensando las selvas como entidades, vastos organismos inteligentes. En esos momentos, los genes que compartimos con los árboles nos hablan y podemos sentir la grandeza de los bosques del planeta. Este sentimiento comienza a movilizar a la gente hacia la idea, que ya se ha banalizado, de proteger los bosques. Existen grupos de personas que se unen para proteger un bosque, para crear una reserva natural, y justo aquí un vecino mío, Sebastião Salgado, tiene una chacra que se llama Instituto Terra. Se trata de una pequeña porción de la región devastada del curso medio del río Doce que fue reforestada para mostrar a la gente que es posible restaurar la selva. Cada uno de nosotros –no la economía, no el sistema como totalidad– puede actuar positivamente en este caos y trabajar, por así decirlo, para una auto-armonización.

Pero, en los últimos cuarenta años, la lucha para contener la deforestación se ha convertido incluso en un programa del Banco Mundial, de la onu, y todo se mostró ineficaz. No pudimos frenar la deforestación en el planeta. Los únicos bosques plantados con gran competencia y capacidad de volumen son los de vida corta, que en seis, ocho años son cortados para convertirlos en celulosa. Lo que estoy tratando de decir es que mi elección personal de parar de derribar la selva no es capaz de anular el hecho de que los bosques del planeta están siendo devastados. Mi decisión de no usar un automóvil y combustible fósil, de no consumir nada que aumente el calentamiento global, no cambia el hecho de que nos estamos derritiendo. Y, cuando alcancemos un grado y medio más de temperatura en el planeta, muchas especies morirán antes que nosotros. Ese oso blanco que pasea por el Ártico ya parece un perro perdido. Se está muriendo de hambre, ha cambiado de color, está enfermo, duele ver a ese oso. No creo que fuera una apelación publicitaria usar su imagen para mostrar cómo depredamos la vida en el Ártico.

Fue impresionante, durante la pandemia, cómo aceptamos la convocatoria de quedarnos en casa y mantener distanciamiento social. Salvo algunos excéntricos, todo el mundo que pudo estuvo de acuerdo con ella. Entonces, si somos capaces de escuchar semejante orden, todos al mismo tiempo, de permanecer en casa, ¿por qué no podríamos escuchar la orden de dejar de saquear el planeta? ¿De parar de destruir ríos y bosques? Este es un valor trascendente.

Mucha gente dice que lo que nos distingue de otros seres es el lenguaje; el hecho de hablar, tener discernimiento y crear relaciones sociales. Ahora bien, si la principal marca de los humanos es distinguirse del resto de la vida terrestre, eso nos aproxima más a la ficción científica que argumenta que los humanos que están habitando la Tierra no son de aquí. En medio de este tiempo suspendido, lleno de sorpresas, un amigo, con quien me comunico hace mucho tiempo, me dijo: “Sabes, Ailton, muy probablemente esta gente que está aquí en la Tierra haya venido de otras constelaciones, eran androides y tenían un pasado muy negativo, por eso cargan esa enfermedad de las máquinas”. Esto me hizo pensar que los griegos, en algún momento, comenzaron a percibir a la Tierra como un mecanismo, y me pareció aterrador. Pero quizás no sean todos los humanos los que no son de aquí, y esta humanidad esté constituida de muchas piezas. Somos pueblos, tribus, constelaciones de personas esparcidas por la Tierra con diferentes memorias de existencia.

Amigos que trabajan con la historia de la filosofía y la tecnología me dijeron que la desviación de los humanos en su sentimiento de pertenencia a la totalidad de la vida se dio cuando descubrieron que podían apropiarse de una técnica. Actuar sobre la tierra, sobre el agua, sobre el viento, sobre el fuego, incluso sobre las tempestades que una vez se interpretaron como fruto de un poder sobrenatural. En las tradiciones que comparto, no hay poder sobrenatural. Todo poder es natural, y nosotros participamos de él. Los chamanes participan de él. Los chamanes, en sus diferentes cosmogonías, salen de aquí y van a otros lugares del cosmos. Hay un tránsito de terranos (en lugar de terrícolas, porque así, si hay gente que no es de aquí, está incluida) en la Tierra y fuera de ella. Davi Kopenawa, en su libro A queda do céu [“La caída del cielo”], nos habla de este tránsito en la cosmovisión Yanomami. Hay un sujeto que es sobrino del Sol y es pariente de los Yanomami. Me pareció maravillosa la idea de que alguien que sea tu pariente tenga un vínculo con un astro. No en un sentido simbólico, sino real. De alguien que puede negociar con el Sol algo de interés para su casa, porque es un sobrino suyo, un ahijado, un cuñado. Este parentesco de habitantes de la Tierra con seres u organismos que están fuera de ella me ha interesado especialmente en este tiempo de fricción de ideas. Están apareciendo muchas sugerencias de mundos, siempre acompañadas por la idea de que están en choque. Yo no percibo este momento que estamos viviendo como una situación límite, creo que lo que estamos pasando es una especie de ajuste de enfoque en el que tenemos la oportunidad para decidir si queremos o no apretar el botón de nuestra autoextinción, pero todo el resto de la Tierra seguirá existiendo.

No consigo imaginarnos separados de la naturaleza. Incluso podemos distinguirnos de ella en la cabeza, pero no como un organismo. La posibilidad de sobrevivir con este cuerpo en Marte o en cualquier otro planeta dependerá de un aparato tan complejo que será más fácil conseguir máscaras y respiradores y continuar aquí (y mira que ni siquiera nos estamos dando cuenta de eso). Esas increíbles tecnologías que utilizamos hoy, que nos ponen en conexión, tienen una buena dosis de ilusión. Son como un trofeo que la ciencia y el conocimiento nos dieron y que usamos para justificar el rastro que dejamos en la Tierra.

El planeta nos está diciendo: “Ustedes se volvieron locos, se olvidaron de quiénes son y ahora están perdidos pensando que han conquistado algo con sus juguetes”. Pues la verdad es que todo lo que nos dio la técnica son juguetes. El más sofisticado que pudimos conseguir es ese que pone a la gente en el espacio; y también el más caro. Es un juguete que solo alcanza para que jueguen treinta, cuarenta tipos. Y, por supuesto, hay multimillonarios que quieren jugar a eso. Lo que me hace pensar que esta humanidad imaginaria, además de tener una tremenda puerilidad espiritual, no logra hacer crítica de su historia. Historia que, la mayoría de las veces, es una vergüenza. ¿Qué hay para celebrar en el hecho de que podemos hablar en un vivo para tres mil o cuatro mil personas por un aparatito que es producto de una civilización que se está comiendo a la Tierra para hacer juguetes? Simplemente la Tierra es un organismo mucho mayor que nosotros, mucho más sabio y poderoso, y nosotros, su juguete más inútil. La Tierra nos puede apagar sacándonos el aire, ni siquiera necesita hacer barullo.

El combustible fósil, del cual el mundo depende hoy, ya debería haber sido abandonado en la década de 1990 –todos los informes de la época decían eso–. Desde entonces, ha aumentado de manera impresionante la cantidad de cosas hechas a partir del petróleo. Tenemos, desde finales de 1970, desde principios de 1980, información sobre la destrucción de capas de ozono. ¿Cómo es que te avisan que se está horadando el techo del cielo y lo máximo que puedes hacer es cambiar de heladera? Si le propusiéramos a alguien que ahora tiene veinte, treinta años, que pusiera en cuestión todo esto, esta criatura podría decir: “Pero ahora que me ha llegado el turno, ¿me vienes a decir que se acabó la fiesta?”. Existe un deseo de que esta condición de consumo de la vida se extienda por tiempo indeterminado, sin que la máquina de hacer cosas tenga que ser apagada.

El sistema capitalista tiene un poder de cooptación tan grande que cualquier porquería que anuncia se convierte inmediatamente en una manía. Todos somos adictos a lo nuevo: un auto nuevo, una máquina nueva, una ropa nueva, algo nuevo. Ya se dijo: “Ah, pero podemos hacer un auto eléctrico, sin gasolina, que no contaminará”. Pero será tan caro, tan sofisticado, que se convertirá en un nuevo objeto de deseo. Nosotros sabemos que tenemos que renunciar a las cosas que están arruinando nuestra vida en el planeta, el problema es que la gente quiere renunciar a ellas por otras cosas más nuevas y bonitas. ¿Tendrían el coraje de simplemente instalar un motor eléctrico en ese coche que ya existe? ¿Por qué fabricar un millón de coches más? Estas personas no deben conocer La Habana, porque allá hay autos de 1950, 1947, 1936, de no sé cuándo, y todos se arreglan con ellos. ¿O solo vamos a renunciar cuando ya no podamos agarrar el próximo juguete?

Por otro lado, la ciencia ha avanzado tanto que la gente piensa que ya no necesita morir. La ciencia y la medicina crearon una extensión de la vida con mil dispositivos, pero dejando de lado la elección de la gente de vivir dentro del ciclo de la vida y de la muerte que proporciona la naturaleza. Y, así, fueron ampliando esta posibilidad de que los humanos proliferen en el planeta ocupándolo de manera incontrolable. Continuamos usando todos los artificios de la tecnología, de la ciencia, para respaldar la fantasía de que todo el mundo va a tener comida, todo el mundo va a tener heladera, todo el mundo va a tener una cama de hospital y todo el mundo va a morir más tarde. La gente de hoy quiere nacer en hospitales y luego vivir blindados respecto de la posibilidad de morir. Eso es una falsificación de la vida. Si queremos cambiar nuestros hábitos de alimentación, podríamos pensar también en cambiar nuestros hábitos de nacer y morir. Yo no soy eterno y no quiero eternizarme. La ciencia y la tecnología creen que la humanidad no solo puede incidir impunemente sobre el planeta, sino que además será la última especie sobreviviente y la única en despegar de aquí cuando todo se vaya al tacho. 

Entonces, puede ser que esos últimos que llegaron de otra galaxia y sin invitación a la fiesta en la Tierra sean tan dañinos que terminen con la fiesta de todos y encima se larguen al espacio. Por eso, digo que nosotros somos mucho peor que este virus que está siendo demonizado como la plaga que vino a comerse el mundo. Somos nosotros la plaga que vino a devorar el mundo. Algunos tienen conciencia de eso y gritan desesperadamente. Chico Mendes, por ejemplo, murió gritando. El otro día una autoridad pública aquí en Brasil dijo de él: “¿Quién es este tipo?”. En otras palabras, lo que hizo Chico ni siquiera significa algo para un conciudadano que ocupa un lugar de liderazgo y privilegio en nuestra sociedad y que tenía la obligación de saber quién era. Muchos ya han olvidado quién fue Mahatma Gandhi, mucha gente ya ni siquiera sabe quién fue Martin Luther King. Por eso creo que ese proverbio que dice “una golondrina no hace verano” guarda un secreto muy interesante.

Justo esta mañana, recordé una frase de Gandhi, cuando un periodista inglés le preguntó, en medio de los conflictos por la liberación de la India del Imperio Británico: “Hay demasiada gente en el planeta, ¿usted cree que la Tierra puede satisfacer la demanda de todos?”. Él, que siempre fue cuestionado por el pensamiento del Occidente moderno, respondió: “La Tierra tiene suficiente para todas nuestras necesidades. Pero si quieres una casa en la playa, un departamento en la ciudad y un Mercedes Benz, no hay para todo el mundo”. Siempre he admirado la coherencia de Gandhi y las ideas de simplicidad que predicaba.

Hay un libro de David Wallace-Wells, El planeta inhóspito, publicado en Brasil en 2019, que demuestra que todos los intentos del mundo para regular el consumo, la producción y la distribución de bienes son insostenibles. La cuenta no cierra.

El capitalismo nos quiere vender incluso la idea de que podemos reproducir la vida. Que hasta se puede reproducir la naturaleza. Terminamos con todo y luego hacemos otra, nos quedamos sin agua dulce y luego se gana mucho dinero desalinizando el mar, y si no basta para todo el mundo, eliminamos una parte de la humanidad y se deja solo a los consumidores. Una especie de Big Brother que gobierna el mundo al gusto del capitalismo. Algunas personas sugieren que los que saben cómo vivir en el mundo son los ricos, que la pobreza es la responsable de la destrucción del medioambiente. Esa afirmación, además de ser racista y clasista, es asesina. Porque alguien que está en el lugar de los ricos diciendo que los pobres –que son el 80% de la población mundial– están destruyendo el planeta puede terminar sugiriendo también que los pobres ya no necesitan vivir. La verdad es que no necesitamos nada que este sistema nos pueda ofrecer, sino que este nos quita todo lo que tenemos. Cuando aparece un concejal en tu comunidad diciendo que va a sanear algo, hay que desconfiar, porque cuando dicen esto, suelen querer hacernos desaparecer a nosotros. El colonialismo está impregnado en la cabeza del concejal, del alcalde, del gobernador, de toda la gente que tiene el estatus de apretar algún botón, de abrir algún portón. Estos tipos continúan al servicio de la invasión. 

Milton Santos, que era una estrella distinguida en el debate sobre la globalización, dijo que esta tuvo implicancias para la vida cotidiana, la cultura, en la organización del mundo del trabajo e incluso en la idea de riqueza y pobreza, y ponía en cuestión el propio paradigma del capitalismo: sabía que otro mundo no podría ser una repetición de este. Pero, para mucha gente, en la epistemología occidental, la idea de otro mundo es solo otro mundo capitalista, arreglado: agarras este mundo, lo llevas al taller, cambias el chasis, el parabrisas, arreglas el eje y lo pones a andar una vez más. Un mundo viejo y canalla disfrazado de nuevo. Definitivamente, no estoy para contribuir a pagar esta cuenta: para mí, no vale la pena la reparación.

En Esferas de la insurrección, Suely Rolnik dice que el capitalismo ha sufrido una transformación tan grande que se convirtió en necrocapitalismo; que ese capitalismo ya no necesita de la materialidad de las cosas, puede transformar todo en una fantasía financiera y hacer de cuenta de que el mundo es operativo, activo, aunque esté todo mal. Es una distopía: en vez de imaginar mundos, los consumimos. Después de comernos la Tierra, nos comeremos la Luna, Marte y los demás planetas. La misma dificultad que mucha gente tiene para entender que la Tierra es un organismo vivo es la que tengo yo para entender que el capitalismo es un ente con el que podemos tratar. No es un ente, sino un fenómeno que afecta la vida y el estado mental de las personas en todo el planeta. No veo cómo dialogar con eso.

Lo que me interesa es el recorrido que hacemos aquí, la búsqueda de una especie de equilibrio entre nuestro movimiento en la Tierra y la constante creación del mundo. Porque la creación del mundo no fue un evento como el Big Bang, sino que es algo que sucede en cada momento, aquí y ahora. El evento propiamente dicho, geofísico, de la existencia del planeta en el cosmos es un evento activo. Todo lo que pensamos que alguna vez existió está sucediendo ahora, si las personas pudieran acceder a esto, podrían sentir que este mundo que nosotros, desde diferentes perspectivas, creemos que existe sigue en transformación. No está inscripto en una línea de tiempo: “En este día el mundo fue creado”.

Creo que nuestra idea del tiempo, nuestra manera de contarlo y verlo como una flecha –siempre yendo a alguna parte– está en la base de nuestra equivocación, en el origen de nuestra desconexión de la vida. Nuestros parientes Tukano, Desana, Baniwa cuentan historias de una época anterior al tiempo. Estas narrativas, que son plurales, también las tienen los mayas y otros amerindios. Son historias de antes de que existiera este mundo y que, inclusive, aluden a su duración. La proximidad con estas narrativas expande mucho nuestro sentido de ser, nos quita el miedo y también el prejuicio contra los otros seres. Los otros seres son junto con nosotros, y la recreación del mundo es un evento posible todo el tiempo.

La experiencia de estar dentro de este flujo nos da claramente la sensación de que la pandemia no es la mayor desgracia del planeta. Si estamos atascados en una concepción de mundo impregnada de mercancías, de control y dominación, por supuesto que moriremos de miedo, pero prueba salir de ese auto, prueba tener una relación cósmica con el mundo. Mucha gente debe pensar que solo los chamanes, o las personas que ya han logrado alguna forma de trascendencia, pueden tener esa experiencia, pero lo que ellos llaman ciencia está ahí constatando todo el tiempo la relación de la Tierra con el sistema solar, entre galaxias. Invoquemos la experiencia de habitar armoniosamente el cosmos: es posible experimentar esto en nuestra vida cotidiana sin rendirse a todo este terrorismo de la modernidad.

Muchos pueblos, de diferentes matrices culturales, tenemos la comprensión de que nosotros y la Tierra somos la misma entidad, respiramos y soñamos con ella. Algunos le atribuyen a ese organismo las mismas susceptibilidades de nuestro cuerpo: dicen que este organismo está con fiebre. Tiene sentido: ¿no estamos hechos de dos tercios de agua y luego viene lo sólido, nuestros huesos, nuestros músculos, nuestra piel? Somos un microcosmos del organismo de la Tierra, solo tenemos que recordar eso. 

Hasta principios del siglo xx, el mundo del trabajo y la producción utilizaban herramientas y medios que no tenían la potencia para agotar los recursos de la Tierra como lo hacen hoy. Desde entonces, han quedado algunas humanidades desparramadas por todo el planeta en condiciones de casi humanos. Como el mundo es todo desigual, terminó quedando gente afuera de este bolsón civilizatorio, personas que no están comprometidas con el consumo planetario. No se convirtieron en consumidores en el sentido de la clientela, eventualmente consumen algo del mundo industrial, pero no son dependientes de él para continuar existiendo. Todavía hay islas de gente en el planeta que recuerdan lo que están haciendo aquí. Están protegidos por esa memoria de otras perspectivas del mundo. Estas personas son la cura para la fiebre del planeta, y creo que nos pueden contagiar positivamente con una percepción diferente de la vida. O escuchas las voces de todos los demás seres que habitan el planeta junto a ti, o haces la guerra a la vida en la Tierra.

 

 

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