Ensayos

La invención del desierto

Rimbaud en África

Rimbaud por Negroni

"Rimbaud, el políglota, el hombre que quiere ir a todas partes, como Fausto, el que soñaba con cruzadas y viajes de descubrimiento, el joven de los pies alados, como lo llamó Verlaine, el experto en mutilaciones, el argonauta libre de caminar por su paraíso de la tristeza".

Por María Negroni.

En agosto de 1880 Jean-Arthur Rimbaud tiene 26 años. Acaba de llegar a Adén, un pequeño puerto a orillas del Mar Rojo. Desde donde se hospeda –el Gran Hotel del Universo—puede ver Abyssinia. Lentas lunas siguen a lunas en las noches de piedra del desierto. Atrás, quedó la poesía, ese otro país resquebrajado donde las palabras brillan a veces como antorchas heladas.
Tiene 26 años. Atrás (es un decir) quedaron la madre, Verlaine, Una temporada en el Infierno, ese libro que él llamó su Libro Negro y que es, en sí, una revuelta contra su época, mercenaria y espiritualmente derrotada. La confianza, delgadísima, está puesta ahora en la promesa del anonimato. “Exiliado, –había escrito en Iluminaciones— tengo un escenario donde representar obras geniales”.
Entre Adén y Harar, se extiende el abismo terrible y luminoso de Abyssinia. Once años allí. Una leyenda de silencio líquido atravesando el desierto que huye de las caravanas. A veces, un syq, una fisura en la maison éternelle, una ranura de luz que desemboca en algún templo perdido. Entre esto y el poema, no hay gran diferencia. ¿No vivimos, acaso, en el lenguaje, esa tierra lejana, extranjera?
Rimbaud pareciera invertir el dictum de que la poesía no comienza sino sobre las ruinas del mundo real. En las orillas incandescentes del Mar Rojo intenta vivir la excepción. Desmarcar la vida de “la regla”, cuyo objetivo es siempre organizar la muerte de la excepción. Ser el niño que ve todo en su cabeza como un ciego. Allí resiste, se diría, la tentación de existir. Busca el absoluto de un fracaso. Ha ido tan lejos para estar en el mismo lugar. La huida, como siempre, tiene la forma de un círculo.
Aquí, al menos, está lejos de los venenos estéticos de Europa, ese continente de comienzos abortados, donde se marea y vuelve siempre al lado del abrazo frío de su madre. Aquí los hombres se le parecen: oscuros y tenaces, invaden la noche empujados por un amor implacable hacia la soledad y la ensoñación. Huída y luz se confunden. Las imágenes del desierto se mezclan con las del insomnio y la disentería, el rugido ensordecedor de los puertos con el tumulto de los shouks, la tormenta irreal con el marfil. Lentas lunas siguen a lunas en la blancura de una soledad así. “Luego –escribió—, cuando llegue el amanecer, armados de una paciencia en llamas, entraremos en ciudades espléndidas.”
    Rimbaud, el políglota, el hombre que quiere ir a todas partes, como Fausto, el que soñaba con cruzadas y viajes de descubrimiento, el joven de los pies alados, como lo llamó Verlaine, el experto en mutilaciones, el argonauta libre de caminar por su paraíso de la tristeza, ha llegado, al mismo tiempo que Conrad, al corazón de las tinieblas.
    Un territorio como éste, claro está, no es geográfico, carece de norte y sur (o tiene norte y sur simultáneamente). A orillas del Mar Rojo, asomado a un fin de mundo invisible, Rimbaud vuelve a preguntarse por qué existe. Tiene 26 años. Ha llegado –como el príncipe Rasselas del Dr.Johnson—a su edén-prisión y conoce ya, ávidamente, el verso que un siglo después escribirá Auden: Poetry makes nothing happen. Observa a su alrededor. En su paranoia ambulatoria, se ha vuelto él mismo desierto como una manera de permanecer fiel a su amoralidad, a su vulnerabilidad orgullosa, su desacato a Dios y a los hombres.
Desde el cielo, lo observa una procesión de estrellas desconocidas. Mañana volverá a partir. Después, nada. Hace frío en la noche de piedra del desierto. Hay lunas que siguen a lunas en una tristeza así. Los poemas escritos son huellas en la arena. Señalan pulcramente aquello que extrañamos.

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