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La invención de los commodities emocionales

Por Eva Illouz

Capitalismo, consumo y autenticidad. Las emociones como mercancía es una de las novedades de Katz Editores, donde se construye una teoría de los sistemas de consumo. Compartimos un extracto a cargo de su compiladora.

 Por Eva Illouz.

 

Catherine Townsend, que escribe una columna sobre sexo en The Independent, ha documentado en abundancia los dilemas de la sexualidad moderna a través de las historias autobiográficas que publica cada semana. En una de ellas relata sus prolongados preparativos para una muy esperada cita con un hombre, con lo que nos ofrece a los sociólogos una clara oportunidad de entender la conjunción de los sentimientos, la sexualidad y las prácticas de consumo.(1)

 

Una semana antes

Para mi segunda cita con mi nuevo amor, empiezo a esbozar mentalmente mi traje siete días enteros antes del Día Señalado. Como apunto a la vibra “Llévame a casa esta noche”, voy a Topshop y elijo una falda globo negra, corta. Lamentablemente, compruebo que no tengo bragas adecuadas para estrenar. Me parece ridículo cuando oigo a amigos hombres quejarse de tener que desembolsar sumas de tres dígitos cuando invitan a una mujer a cenar, porque las mujeres reciben el golpe desde los preparativos para la cita. Los hombres no tienen que hacer nada más que llegar y sonreír con dulzura vistiendo el mismo traje que llevan al trabajo, después de darse una ducha y quizás aplicarse una gota de loción. Para las mujeres el costo es mucho más elevado, en tiempo y en dinero contante y sonante.

 

Cinco días antes

Me dirijo a Selfridge’s buscando desesperadamente tiradores, y también tacos aguja. Llevo a un amigo, Jonathan, para tener una segunda opinión. De inmediato se me van los ojos hacia unos zapatos Gina con taco aguja y hebilla de strass, tipo chic-dominatriz. “¿Así mato o lo asusto?”, le pregunto a Jonathan, contoneándome como una modelo. “Lo que asusta es esto –dice señalando la etiqueta, £365– ¡Santo cielo! Es la mitad de lo que pagas de alquiler”. Hiperventilando ligeramente, le pregunto si cree que sería mejor invertir en lencería. ¿Puedo justificar gastar £80 en un sujetador? “No hablas en serio. Si juegas bien tus cartas ni se le ocurrirá mirarte los pies. Claro que la lencería”. Por lo tanto, me concentro en un conjunto de bragas y sujetador de Agent Provocateur, de satén rosa con encaje negro, que se acompaña con medias de red y tacos aguja. Me sudan las manos y las rodillas se me vuelven jalea cuando entrego mi tarjeta de crédito y vislumbro el total: £203. “Pero valdrá la pena –dice Jonathan–. Le va a dar un infarto”. Conozco ese sentimiento, porque acabo de incrementar mi deuda, que crece en espiral. Sin embargo, justifico el gasto diciéndome que si hubiera comprado los zapatos Gina habría gastado el doble. De manera que en realidad he ahorrado £162. En la sección de juguetes sexuales de Selfridge’s compro un minifrasco de lubricante vaginal comestible por £4.99 y, como soy prudente, agarro también un paquete de tres condones por £3.55. Transpirando visiblemente, Jonathan se despide. Pero yo estoy en pleno frenesí adquisitivo, y como he decidido apuntar a un look smokey eyes seductor, compro un delineador negro de Benefit Bad Girls y polvos con brillo para el cuerpo de Boots para mi escote realzado con un sujetador push-up. Costo total: £32.

 

Dos días antes

Hago el viaje al salón de belleza para la obligatoria depilación con cera a la brasileña (£30), ya que intentos anteriores de hacerlo yo misma en casa en mis partes bajas produjeron sangre, sudor y muchas lágrimas. Además, está la cuestión de mis pies, que debido a mis hábitos veraniegos parecen haberse transformado en algo apropiado para un personaje de El Señor de los Anillos. Por lo tanto opto por hacerme arreglar los pies (£28), pero me arreglo yo misma las uñas de las manos, “ahorrando” así otras £15. De todos modos, estoy tan nerviosa porque voy a verlo que me las estoy comiendo.

 

Cuatro horas antes

Ha llegado el gran día y lo único que me queda por hacer es cambiarme de vestido frenéticamente, seis veces en total, arreglarme el cabello y el maquillaje y sacar el par de zapatos adecuado, lo que me lleva más de tres horas.

 

Media hora antes

Tengo que gastar £15 en un taxi, porque mis zapatos simplemente no son para transporte público, y un paraguas porque olvidé el mío y besarse bajo la lluvia solo funciona cuando la pareja ya está enamorada. Esta noche no quiero correr el riesgo de que nada arruine mis esfuerzos. Al final, decido que el enorme gasto valió la pena –porque me siento realmente hermosa– cualquiera que sea el resultado de la cita. Y el taxi es mi último gasto, porque tengo la regla de jamás pagar nada en la segunda cita, mientras que él gasta alrededor de £300 en cena y copas. ¿No valió la pena? Bueno, pasamos un rato fantástico y ya me llamó para la tercera cita. Solo espero poder permitírmela.

 

Costo

Falda Topshop: £29

Sujetador, bragas y medias de red Agent Provocateur: £203

Maquillaje: £32

Accessorios dormitorio: £8.54

Pedicura/depilación brasileña bikini: £58

Taxi: £15

Emergencia: paraguas y pastillas de menta: £6

Total: £351.54

Tiempo Compras en Topshop: una hora

Compras en Selfridge’s: tres horas

Comprar maquillaje: una hora

Depilación y pedicura: una hora

Cabello, maquillaje y vestirme: dos horas

Total: ocho horas.

 

A continuación el artículo pasa a la voz del hombre, quien también relata el tiempo y el dinero gastados para su cita.

 

La historia del hombre, por Martin Deeson

Treinta y seis horas antes Mientras me estoy vistiendo por la mañana, me pregunto distraídamente qué me pondré mañana por la noche. Pero es solo un pensamiento fugaz. “Probablemente mi mejor traje”, pienso. Me gusta ir de traje a una cita, se ve como que has hecho un esfuerzo y es algo sexy (a condición de que uno se vea como del grupo de los muchachos, no de los banqueros). Y además tengo cinco y nunca llego a ponérmelos para ir a trabajar

 

Siete de la tarde, el día antes

De vuelta del trabajo, pienso otro poco en lo que me voy a poner. Tal vez un traje sea demasiado. Quizás mejor voy de jeans. Pero eso sería demasiado casual. Me reprendo por no entender nada de lo que significa “casual chic”. Nunca ando de casual chic. A menos que lleve mi mejor jean y una chaqueta de traje. Pero entonces me preocupa que eso me haga parecer un banquero tratando de verse informal. Suena el teléfono y empiezo a pensar en otra cosa.

 

Dos horas después

Mientras preparo la cena decido que ciertamente no quiero que parezca que he hecho un gran esfuerzo. Tal vez me ponga el jean que tiene un desgarrón en la rodilla y una camiseta realmente vieja, y así me veré desaliñado, pero interesante. El microondas avisa y dejo de preocuparme y como mi cena. Decido no beber esta noche para minimizar cualquier hinchazón en la cara.

 

Once de la noche

Mientras me cepillo los dientes observo mi cabello en el espejo y decido que necesito lavarlo. Pero mi cabello se ve horrible después del lavado, como una paja rubia. Y si lo lavo ahora estará mojado cuando me acueste y entonces cuando me despierte se verá aún peor. Decido dejarlo. Después de cepillarme los dientes decido cepillarlos de nuevo con la pasta blanqueadora que compré por doce dólares en mi último viaje a Nueva York.

 

Una de la mañana

Al irme a la cama pienso. “No, decididamente me pondré mi mejor traje azul. ¿Pero llevaré camisa y zapatos? ¿O una camiseta y zapatillas? Uf, no sé”. Me duermo.

 

Ocho de la mañana

Despierto, echo una mirada al espejo y decido que debo lavarme el cabello inmediatamente y al diablo con las consecuencias. Resuelvo no usar acondicionador porque hace que mi cabello se vea lacio y muerto: mejor viviré con el efecto paja seca. También uso de nuevo la pasta de dientes blanqueadora y lamento no haberme hecho arreglar y blanquear los dientes por un profesional hace años. Corto algún pelo que asoma de la nariz y me recorto las uñas de los pies anticipando que la cita será un éxito.

 

Ocho y media de la mañana

Después de desayunar decido volver al baño y hacerme una exfoliación facial con una crema que debe tener tres años. Creo que me la dieron en una bolsita de regalos en una fiesta de la revista.

 

Ocho y cuarenta

Mientras me visto, decido que no puedo de ninguna manera llevar jeans: iré con el traje elegante. De repente entro en pánico preguntándome si el traje no necesita limpieza. Lo saco del ropero y le echo un vistazo. No está mal, aparte de alguna atrocidad pegada a la solapa. Parece wasabi. Por suerte se desprende rascando con la uña. Ahora, ¿qué camisa me voy a poner? La blanca buena. Miro en el ropero. No está. Miro en el canasto de la ropa sucia. Ahí sí está. No hay nada que hacer. Voy a tener que comprarme una camisa nueva en la hora del almuerzo. Me voy a trabajar en bicicleta con la optimista idea de que eso producirá una pérdida de peso instantánea.

 

Una de la tarde, almuerzo

No soy un comprador por naturaleza. Podría ir a la sección de hombres de Selfridge’s pero hay demasiado para elegir y tengo poco tiempo. Decido ir a Kilgour’s en Savile Row y comprar una camisa blanca. Al diablo con el gasto, es una linda camisa que me durará años y vale el dinero extra por la experiencia de comprarla en veinte minutos en Savile Row en lugar de ir a Selfridge’s y pasarme una hora abrumado por tener que elegir. Cuesta £130.

 

Seis y media de la tarde

Llego a casa del trabajo, me doy una ducha y la segunda rasurada del día para evitar el peligro de arañarle la cara a esta chica. Me entretengo con el cabello cinco minutos. Me visto. Llamo un taxi.

 

Costo

Pasta de dientes blanqueadora: $12 (£7)

Camisa nueva: £130

Total: £137

 

Tiempo

Comprar la camisa: veinte minutos

Entretenerme con el pelo: cinco minutos.

Total: 25 minutos.

 

Por más que esté escrito en broma, este artículo contiene muchas percepciones importantes sobre el modo en que las emociones privadas encuentran su camino hacia la cultura del consumo.

Tanto Catherine como Martin parecen operar como actores racionales y a la vez emocionales. Calculan el costo de su cita y la cantidad de tiempo que invirtieron en prepararse para ella, y una vez que ha pasado hacen una estimación general de su valor, en la que valor implica una comparación implícita entre el valor monetario y el valor emocional, y la proporción de su esfuerzo con el retorno emocional. Esto está de acuerdo con la idea de que el capitalismo ha hecho de la racionalidad un rasgo casi omnipresente de la acción humana, en cuanto los individuos modernos se han venido orientando cada vez más por metas, actúan en su propio interés en forma legítima, utilizan sus conocimientos abstractos para tomar decisiones y refinan los medios cognitivos para alcanzar sus objetivos (Carruthers y Espeland, 1991; Illouz, 2007 y 2008; Illouz y Finkelman, 2009; Simmel, 2004 [1900]; Weber, 2010 [1904-1905]; Wood, 2002). Sin embargo, Catherine Townsend y Martin Deeson están igualmente orientados hacia su propio placer y sus experiencias sensuales, sexuales y emocionales. Lejos de anunciar una pérdida de emocionalidad, la cultura capitalista, por el contrario, ha venido acompañada por una intensificación sin precedentes de la vida emocional, con actores que con plena conciencia persiguen y modelan experiencias emocionales por sí mismas (Ahmed, 2010; Illouz, 2007; Hardt y Negri, 2005; Hochschild, 1983). Esa intensificación de la vida emocional se manifiesta de muchas maneras: en el hecho de que la vida personal ha llegado a orientarse por la realización de proyectos emocionales (por ejemplo, “amor romántico”, “superar la depresión”, “hallar paz interior”, “ser más compasivo”), la creciente legitimación de acciones basadas en puras emociones (por ejemplo, abandonar una carrera o un matrimonio porque no provocan suficiente goce emocional) y el empeño en proyectos emocionales como intensidad emocional, claridad emocional o el equilibrio interior por sí mismo (Belk, Guliz y Søren, 2003; Campbell, 1987; Dittmar, 2007; Giddens, 1992; Gill y Pratt, 2008; Hesmondhalgh y Baker, 2008; Holmes, 2010; Honneth, 2004; Hughes, 2010; Hunt, 2012; Lasch, 1979; McRobbie, 1998, 2002; von Osten, 2007; Seidler, 2007; Sennett, 1977). Hasta observadores casuales perciben el hecho de que en la segunda mitad del siglo XX la vida personal y la satisfacción emocional han llegado a ser preocupaciones y actividades centrales del individuo. Un proyecto de vida emocional es central para la identidad, al tiempo que los individuos recurren cada vez más a modos económicos y racionales de pensar y tomar decisiones en una amplia variedad de campos. Ese matrimonio sin fisuras entre opuestos que estructura la individualidad requiere un escrutinio minucioso: ¿cómo debemos entender que las emociones hayan llegado a imbricarse tan perfectamente en modos de conducta racionales promovidos por el dominio cada vez mayor de formas economicistas de pensamiento en diversas esferas de la vida?

Una observación más: en la anécdota recién relatada, los objetos funcionan como puntos de contacto para ese hombre y esa mujer en su plan común de vivir un encuentro emocional, sensual y sexual. La anécdota describe una red en marcha de relaciones entre objetos y emociones de por lo menos tres maneras: los objetos tienen un significado emocional-sensorial construido por una compleja red de industrias fabricantes de imágenes (“Este sujetador es más sexy que otros debido a su forma, color y textura”); los objetos son consumidos en el marco de motivaciones e intenciones emocionales determinadas a su vez por la cultura de consumo (“Quiero una cita ‘llévame a casa’ porque me defino como un ser humano sexual”); finalmente, en el momento del consumo, esos objetos ayudan a crear una atmósfera emocional entre dos o más personas y median entre sus diferentes deseos (“Esta lencería crea una atmósfera romántica sexy entre nosotros, provocará el deseo sexual en él”). En otras palabras, los objetos están entrelazados sin fisuras con los proyectos emocionales de los actores, a corto y a largo plazo. Son puntos de encuentro y de transacción en interacciones emocionales. Si efectivamente ese es el caso, esto requiere una nueva epistemología para explicar cómo es que los commodities producen emociones y cómo las emociones se convierten en commodities, es decir, cómo emociones y objetos se coproducen mutuamente.

De esta observación deriva una tercera más familiar: el consumo explota directamente los elementos centrales de la identidad social: sexo, género, deseo. En su deseo de ser sexualmente atractivos el uno para el otro, Catherine y Martin recurren a guiones de género, a modelos de masculinidad y femineidad, inscritos y desplegados en el proceso mismo de consumir.(2)

Es evidente que el consumo trabaja desde el núcleo mismo de los guiones culturales de la individualidad, conformando las identidades sexuales del hombre y la mujer en forma de estrategias diarias de interacciones, produciendo y reproduciendo el género a través de las experiencias de la seducción y la sexualidad. Lejos de ser una capa falsa superpuesta a la identidad, el consumo trabaja desde el interior del núcleo de las relaciones sociales, la identidad y las emociones. Más precisamente, la cultura del consumo ha organizado las identidades sexuadas y sexuales en torno a una panoplia de experiencias y objetos que marcan a la vez la sexualidad y el atractivo sexual de cada persona. Nunca se dirá demasiado que la cultura del consumo ha reclutado la subjetividad a través de la sexualidad, y que es a través de la realización de significados sexuales que se coproducen las identidades emocional, de género y de consumo, todas juntas.

Estas observaciones plantean a su vez el problema de la posibilidad de autenticidad cuando la identidad se dispara a través de objetos de consumo. Esta cuestión es tanto más aguda porque, como se muestra en este libro, las prácticas económicas de consumo se sienten como “naturales” y auténticas porque están impregnadas de prácticas emocionales. Esa emocionalidad, integrada en las propias prácticas culturales y económicas de consumo, nos lleva a preguntarnos qué significa autenticidad desde un punto de vista normativo: ¿cómo podemos hacer alguna crítica de la textura y la naturaleza de experiencias auténticas o inauténticas? ¿Podemos todavía articular un horizonte para la autenticidad en la cultura contemporánea?

 

(1) Catherine Townsend, “Gender vs. spender: the cost of being single” [Género vs. consumo: el costo de ser soltera], The Independent, This Britain, 30 de septiembre de 2005. Disponible en línea: . 

(2) Para una discusión general sobre la encarnación reflexiva y su relación con las relaciones sociales en la modernidad tardía véase Crossley (2006).

 

 

 

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