La hoguera de los libros
¿Los libros te cambian la vida?
Martes 28 de noviembre de 2017
"Uno se pasa unos días con un libro y al terminarlo ya no es la misma persona. ¿No es algo mágico? ¿No debería tratar por lo menos de ser investigado por la ciencia?", escribe el autor de La casa de los eucaliptus.
Por Luciano Lamberti.
¿Los libros te cambian la vida? Sencillamente: sí. No tengo ninguna duda, porque me pasó, porque conocí gente a la que le pasó, porque es una de esas verdades que se han vuelto lugares comunes pero no dejan de ser verdades. Sí: los libros te cambian la vida. Una película, un disco, una novela, son capaces de modificar tu comportamiento y convertirte en otro. De entenderte como nadie te entiende. De hablarte a vos, en vos baja, para siempre. Memorizar un poema y andar con él por la calle te vuelve distinto. Los libros (algunos, por supuesto, no todos, no en la misma medida, no para la misma clase de persona), el rock argentino, la película y el disco The Wall, me cambiaron la vida para siempre. Fueron casi una revelación religiosa, en tiempos en que la religión ya no me revelaba nada. Uno se pasa unos días con un libro y al terminarlo ya no es la misma persona. ¿No es algo mágico? ¿No debería tratar por lo menos de ser investigado por la ciencia? Supongo que esa investigación no conduciría a nada, porque es un terreno, ese, el de misticismo del arte, donde las explicaciones se vuelvan ridículas o absurdas. Sucede o no sucede y se acabó.
Por supuesto que hay acuerdos, pero los libros que te cambian la vida son distintos para cada uno. Es como si el azar, la disposición de una librería de usados, la biblioteca de una tía o de ese “alguien” que te pasa libros que por extrañas razones son exactamente los que tenés que leer en exactamente esa etapa de su vida, te pusiera en las manos un objeto mágico. Listo: estás frito. Te arrancaron los ojos. Te quitaron la inocencia, o te dieron una inocencia nueva, resplandeciente, que llevarás con vos hasta el final.
Pero para eso tenés que ser una clase especial de lector, naturalmente. No el lector que emergió del fango después de haber estudiado Letras, ni el lector escritor que lo hace “pescando” lo que le puede servir (un ritmo, una forma de abordar una escena, una solución para problemas viejos) sino un lector, si se quiere, puro, un lector de trece, catorce, quince años, un lector con evidentes problemas para socializar, un lector que es como una caja abierta, un lector que busca respuestas para los muchos interrogantes que ve en todos lados, un lector desinteresado, un lector con fe, alguien que puede sentarse frente a una hoguera, en mitad de un desierto, vestido con un taparrabos, a escuchar al mago de la tribu.
Entonces los libros que contienen una visión del mundo empiezan a hablar. Uno los escucha y los entiende, pero no solo con la razón sino con todo el cuerpo: son nuevas biblias que se levantan en mitad de una avenida para anunciar la Verdad Revelada, cuyo exponente más simple y claro y directo es: tenés razón. Sí, sí, tenés razón, hay algo mal en el mundo, hemos vivido equivocados, fuimos engañados, los que nos ofrecen es mentira, los pajaritos del campo pueden vivir de lo que recolectan acá y allá. Tenés una nueva mirada y andás satisfecho por la calle y por la horrible horrible escuela secundaria, porque el secreto está con vos, un secreto para el cual no hay otras palabras que esas que se dijeron tan bien en el libro. Tengo catorce años y leo Demian, de Herman Hesse: balazo en la nuca. Tengo quince años y leo, en dos sentadas, Rayuela de Cortázar y Sobre héroes y tumbas de Sábato, sobre todo esa muestra de surrealismo argentino que es el Informe sobre ciegos. Tengo diecisiete y un amigo me pasa Trilce de Vallejo. Alpargatazo espiritual. Tengo dieciocho y con mis amigos nos leemos la trilogía de Henry Miller, Plexus, Nexus, Sexus: ahí está todo. Tengo casi cuarenta años, ya los libros no me cambian la vida, pero el recuerdo de que me la cambiaron me lleva a agradecer con lágrimas en los ojos. Gracias, libros. Ustedes me dieron todo a mí, este torpe miope, y por más que se hayan perdido en una mudanza estarán conmigo para siempre.
Por más que hayan sido reemplazados por Twitter o Facebook, por más que el noventa por ciento de la gente en el subte prefiera mirar su celular (pero ¿no fue siempre así? ¿No fuimos siempre la secta que se reconoce entre sí en la vía pública como si tuviéramos peces grabados en el pecho?) los libros son objetos peligrosos. Lo son ahora y lo seguirán siendo. Es por eso que Platón quería prohibirlos. Es por eso que Ray Bradbury escribió una fantasía donde los bomberos quemaban los libros para evitar el contagio. Es por eso que los nazis y los militares argentinos encendían hogueras con ellos. Porque lo sabían: los libros son peligrosos. Objetos medibles y tangibles que sin embargo pesan mucho más que el número que indica la balanza. Para recuperar esa sensación, para escribir que pueda reventarle la cabeza a alguien, muchos nos convertimos en escritores. Y si hay un lector del otro lado, un adolescente con problemas de acné o el corazón destrozado por un amor imposible, ya nos podemos dar por satisfechos.