La frase perfecta de Kafka
Por Matías Moscardi
Jueves 03 de mayo de 2018
"La literatura, parece decirnos Kafka en ese microsegundo, es un juez perverso que decide quién se queda y quién se va, qué frase sirve y cuál no. Por eso, Kafka se queja de no poder escribir aún cuando escribe mucho: lo que no puede escribir es literatura".
Por Matías Moscardi.
Leemos los Diarios de Kafka: «Cuando escribo indiscriminadamente una frase, por ejemplo, “se asomó a la ventana”, esta frase me sale ya perfecta». ¿Por qué es perfecta la frase de Kafka? ¿A qué se refiere cuando dice que esa escritura es «indiscriminada»? Hay algo enigmático en este breve pasaje, algo condensado ahí, una verdad más amplia y de mayor alcance, algo que parece desbordar la brevedad, la sencillez y la transparencia contundente de este enunciado. Al respecto, en su genial libro sobre Kafka (De Kafka a Kafka, 1981), Maurice Blanchot comenta lo siguiente:
Cuando Kafka escribe al azar la frase: «Se asomó a la ventana», se encuentra, según dice, en una especie de inspiración tal que esta frase ya es perfecta. Es que él es su autor; o, mejor dicho, gracias a ella él es autor: de ella obtiene su existencia, él la ha hecho y ella lo ha hecho, ella es él y él es por completo lo que ella es. De ahí su dicha, dicha sin mezcolanza, sin defecto. Sin importar lo que pudiera escribir, «la frase ya es perfecta». Así es la certidumbre honda y extraña de la que el arte hace una meta. Lo que está escrito no está ni bien ni mal escrito, no es ni importante ni vano, ni memorable ni digno de olvidarse: es el movimiento perfecto mediante el cual lo que dentro no era nada ha surgido a la realidad monumental del exterior como algo necesariamente verdadero (…) porque no sólo es su frase, sino la frase de otros hombres, capaces de leerla, una frase universal.
Vuelve, en la lectura de Blanchot, esa condición indiscriminada que, con su poder alquímico, hace de una frase como «se asomó a la ventana», una frase perfecta. Esa indiferencia que funciona como motor nos lleva a una especie de conclusión: fuera de la literatura, toda frase es perfecta. La literatura, parece decirnos Kafka en ese microsegundo, es un juez perverso que decide quién se queda y quién se va, qué frase sirve y cuál no. Por eso, Kafka se queja de no poder escribir aún cuando escribe mucho: lo que no puede escribir es literatura. La transitividad del objeto literario afecta directamente su escritura: la literatura parece ser refractaria a la escritura de Kafka, expulsiva. ¿No será la pulsión por destruir su obra una última estrategia de defensa ante esa restricción de acceso? Si Kafka inventa algo, acaso sea lo que podríamos llamar una «escritura indiscriminada», indiferente a la literatura, perfecta porque está por fuera, o mejor dicho: porque inventa su propio adentro a riesgos de caer en cierto autismo.
Como sea, lo cierto es que ese subrayado de la frase perfecta, por el resplandor súbito de su exterioridad, nos lleva a pensar en cierta generalidad, es decir, en otras frases para las cuales «se asomó a la ventana» podría funcionar como modelo generador. Por supuesto, no me refiero a las grandes frases, esas que quedan grabadas en la memoria extendida del cerebro: «El pasado era un cuadernillo de notas que se me extravió», escribe Antonio Di Benedetto, para siempre, en Zama (1956). La frase a la que parece referirse Kafka es, por el contrario, podríamos decir, la frase sin atributos, aquella que pasa desapercibida, la que no se subraya y, sin embargo, no sabemos muy bien por qué, activa algo en la lectura. Recuerdo, por ejemplo, que Martín Armada, una vez, en una charla sobre los grandes comienzos de la literatura, recordó esta frase de Edgar Allan Poe: «Permítanme que, por el momento, me llame a mí mismo William Willson». Cotejemos la frase perfecta de Kafka con una frase subrayada al azar en Hermana muerte (1933), de Thomas Wolfe: «Cada momento es fruto de cuarenta mil años. Los días se desgranan en minutos y zumban como moscas que vuelan de nuevo hacia la muerte; cada momento es una ventana sobre el tiempo». El estilo de Thomas Wolfe tiene como eje rector, sobre todo en sus textos breves, cuando su prosa estalla, la frase inventiva, el adjetivo inesperado, la búsqueda de una cadencia rítmica que persigue con afán poético la afirmación, la sentencia. Por eso, leer a Wolfe es, casi, subrayarlo por completo. En cambio, hay otros escritores que abandonan la frase como zona de acción para trabajar un aspecto diferente de la lengua: el poder de magnetizar una historia. Un ejemplo de esto es James Graham Ballard. Creo que no debo haber subrayado más de diez frases en seis o siete extraordinarias novelas suyas que leí. Su poder como escritor está en otro lado. Me pasa algo parecido entre Dashiell Hammett y Raymond Chandler: el primero, organizado, sobrio, cuidadoso en el manejo de la trama; el segundo desmesurado, poético, desprolijo en cuanto al orden de los acontecimientos.
Ahora bien, creo que el que mejor captó la lógica de la frase perfecta de Kafka fue un poeta argentino. No hay poetas kafkianos: Roberto Santoro es el único que conozco. Veamos algunos poemas de Uno más uno humanidad (1972):
VI
al campeón nacional de pesas no le gustan los soldaditos
de plomo
y el presidente ahora se sale con un decreto de duelo
nacional
porque se le murió una araña amaestrada
la gente camina y no piensa en la rima fecal con
sexual
en tanto los porteros han comenzado la huelga porque
no quieren leer más
libros de fenomenología
hoy estuve hablando con dos poetas enemigos míos
dicen que si existiera belgrano pasarían otras cosas
no me siento bien
XII
los escritores comunistas están preocupados
algunos para ser populares reparten su fotografía en
colores con una medallita
y otros ponen nombres de dentífricos y sopas
concentradas
la gente no quiere salir más a la calle
y se empezaron a trabar las puertas de los baños
desde hace tres noches están desfilando tanques
las familias se agarran a trompadas adentro de sus casas
y por televisión sólo pasan lecciones de sánscrito
lo que mata es la humedad
En el polo diametralmente opuesto a los remates de Joaquín Giannuzzi o Fabián Casas, Santoro termina muchos de sus poemas de este libro así: «voy a tomar un café», «no creo que aguantemos mucho tiempo», «nadie entiende nada», «mañana comienza el campeonato de waterpolo», «me dieron ganas de caminar», «la gente está muy asustada». Sin embargo, el poema parece estar afinado en otro lado: en la demencia inverosímil de lo real, el costado surrealista del realismo. Entonces, cuando adviene esa frase final, la frase cualquiera, de pronto adquiere el mismo lustre, el mismo peso específico de la perfección que Kafka encontraba en «se asomó a la ventana».
Mientras escribo esto, me llega un mensaje de un amigo. Dice así: «Me despertó Elvis para que lo saque a cagar». El texto tiene, de inmediato, ese poder despreocupado de la exterioridad literaria: podría ser el gran comienzo de una novela.