La estrategia de lo invisible
Yukio Mishima
Por Christian Kupchik
Miércoles 30 de noviembre de 2016
¿Por qué no se dicen "te amo" los nipones? Sobre La muerte voluntaria en Japón, de Maurice Pinguet que llega a Argentina vía Adriana Hidalgo y en su país fue "celebrado como el equivalente a la historia que Foucault le dedicó a la locura en 1961".
Por Christian Kupchik.
Hacia el fin de una tarde soleada de diciembre de 1968, el cineasta francés Michel Random culminaba un documental sobre Yukio Mishima. Por entonces, el escritor japonés ya era un autor traducido y de gran reconocimiento, que acababa de renunciar discretamente al Nobel a favor de su amigo Yasunari Kawabata. No obstante, era más celebrado por sus participaciones públicas, haciéndose fotografiar desnudo y atravesado por flechas como un San Sebastián oriental, o bien con los ropajes clásicos de un antiguo samurái.
Random no dejaba de percibir detrás de su rostro de rasgos bien definidos, como tallados a mano, a un hombre tranquilo, seguro y al mismo tiempo grave. Al acabar la sesión, Mishima lo invitó a cenar a su casa. La misma se encontraba en los suburbios, a una hora de Tokyo. En el jardín de entrada destacaban un zodíaco de mármol y una estatua de Orfeo con una lira en su mano izquierda. La casa mostraba desde el exterior altas puertas ventanas, balaustradas blancas, palmeras enanas, ánforas y terrazas, que a Random le recordó las espaciosas villas de la Costa Azul. Pero se mostró más asombrado con el interior: la planta baja estaba decorada con muebles de estilo francés del siglo XVIII, con el lujo y refinamiento que sólo los japoneses pueden reproducir. En cambio, la planta alta era larga y espaciosa en un estilo ultramoderno.
El director se sintió un poco contrariado por aquel decorado, toda vez que pertenecía a un personaje renombrado por simbolizar en sus contrastes las virtudes del alma japonesa. Random se vio entonces obligado a preguntar: “¿Cómo explica que en toda su casa no haya nada japonés?
Mishima se limitó a sonreír y respondió: “Sólo lo invisible es japonés.”
Allí reside el secreto que supo descubrir Maurice Pinguet al investigar sobre la muerte en Japón: lo que no está dicho, ni puede ser expresado, ni escrito, constituye la verdadera fuente de donde emana la energía sutil que atraviesa toda la cultura nipona. Las palabras sólo desnudan una realidad compleja, un “estado de las cosas” o “del ser”, pero no alcanzan a expresar la naturaleza de lo real.
Egresado de la Escuela Superior de Letras, Maurice Pinguet (1929-1991) no ha escrito más que un único libro en su vida: La muerte voluntaria en Japón, publicado originalmente en 1984 y ahora felizmente traducido por Adriana Hidalgo Editora. La obra capturó rápidamente la atención internacional, y en su país el estudio que consagró al suicidio fue celebrado como el equivalente a la historia que Foucault le dedicó a la locura en 1961.
Alejado de todo orientalismo mal fagocitado, Pinguet, quien vivió más de dos décadas en Japón, parte del seppuku, la ceremonia que involucraba a los samuráis de la época feudal, para desarrollar una exégesis sociológica, histórica, estructural y psicoanalítica de esta pulsión específica del hombre presente desde la noche de los tiempos y en todas las sociedades.
Claro que en Japón admite otras sutilezas. Ya el título del primer capítulo, El harakiri de Catón, invoca el tono que tendrá todo el libro. Para Pinguet, la cuestión de la “muerte voluntaria” revela una doble problemática: por una parte, el hombre de cara a su destino, y por otra, los juicios determinantes del mundo sobre este acto. Se trata claramente de un problema cultural. La muerte de Catón es el pretexto para un análisis de la concepción tradicional pagana de cara al suicidio, que enlaza el código de honor de los samuráis con la tradición de la antigua aristocracia indo-europea.
Pinguet expone las formas y sentidos dominantes de la muerte voluntaria en Japón a partir de la época de los kufun jidai, antiguas sepulturas entre los siglos III y V, cuando los jefes de los clanes guerreros se hacían enterrar junto a los hombres de su séquito (hábito que fue reemplazado por las figuras de barro Haniwa por influencia del budismo). Y llega hasta el suicidio contemporáneo, ya por incumplimiento o negligencia, pasando antes por su forma perfecta, ritual, codificada, del seppuku, la evisceración, privilegio reservado a los samuráis.
A través de una aproximación psico-sociológica de la situación actual del Japón y sus alteraciones emocionales (el individuo en su familia, en “su” empresa), Pinguet observa la pregnancia particular de la noción de responsabilidad individual. Es cierto que el país del Sol Naciente siempre se vio afectado por una elevada conciencia en lo que respecta a la moral social, el significado del civismo y la civilidad, incluso ante un tema tan sensible como lo es la muerte voluntaria. Está presente y legitimada como clave en todas las formaciones sociales desde la época Yayoi, en la edad de oro de la agricultura, cuando los clanes guerreros se establecen paulatinamente partiendo la sociedad en dos grupos: ellos y los campesinos. Poco a poco estos clanes, de los que emergerá la familia imperial, formarán una sociedad guerrera de jerarquías solidarias, que se expresará fundamentalmente a través del “acompañamiento en la muerte” o funshi. Si bien estas muertes no siempre eran voluntarias, al menos eran consentidas. Se reconocía en este tipo de devoción el poder de la casa de un gran señor. En verdad, señala Pinguet, no hay grandes diferencias de naturaleza entre el código tradicional que surge en la era Kamakura (siglo XII) con la tradición indoeuropea de la Antigüedad. En Japón nunca se privó por principio a nadie de la libertad de morir, por el contrario, se lo juzgó un acto positivo y noble. En tanto que en Occidente, esta libertad individual y pública que exaltó Séneca, la muerte por elección como una de las más bellas pruebas de coraje razonable (tempestiva mors), pasó a ser considerada a partir del cristianismo como un acto de cobardía condenado a distintos niveles (diabólico persecutus furore, lo proclamó el Concilio de Arlés).
Si bien el mundo de la Corte practica y valoriza los hábitos budistas que se introducen en Japón a partir del siglo V, se rinde a los encantos del “mundo flotante” y la paz imperial que se extiende del siglo VI al XI, en un momento se ve roído por las luchas intestinas que sostienen diversos clanes por la conquista de territorios. Los intereses privados amenazan con desmembrar la unidad del Estado encarnados por un emperador sometido por completo al Shogun y su gobierno militar (bakufu). Es en esta época cuando se elabora un código de honor viril, guerrero, el bushido, que viene a establecer una relación privilegiada con la muerte, el sacrificio, el autocontrol de sí y las emociones en la forma acabada, aristocrática, del seppuku. La muerte ritual será así un privilegio, como portar el escudo de armas o dos espadas. También funda la diferencia que opone a los guerreros (nobles) de los campesinos (plebe), a quienes no se concede honor ni posibilidad de movilidad social. Por otra parte, el Estado toleraba la venganza entre clanes rivales a condición que ella tuviera un punto final con el seppuku: “Puedes vengarte a condición de ejecutar luego tu propia muerte.”
Cuando en la era Meiji son abolidos los privilegios de los samuráis y se crea un ejército regular, algunos de los veteranos difunden los antiguos valores. En ciertos casos, los niños absorberán la ambición por heredar los viejos códigos, el control de sí y la devoción, incluido el bushido, aunque en la ocasión al servicio del Estado y la nueva fe nacional. Servir al Emperador sin dispersar sus fidelidades entre los diversos clanes feudales acaba por dar forma al nuevo sujeto japonés. Es así como en la Segunda Guerra mundial un grupo de jóvenes oficiales de la aeronáutica encarnan en la figura de los nuevos samuráis bajo el nombre de kamikazes (viento divino o aliento de los dioses).
Ante este dispositivo de retorno a la tradición, que mezcla los ritos con las estructuras nacionales, ante esta mitificación, los intelectuales se vieron condenados al silencio. La expresión crítica de estas distorsiones sociales no fue permitida en el concierto de la nueva ideología nacionalista y muchos eligieron el suicidio en su forma clásica: la muerte como forma de protesta.
Al pie del fotogénico monte Fuji, se extiende el bosque Aokigahara (conocido también como Mar de Árboles). Las autoridades estiman que un centenar de personas acuden cada año a terminar con su vida, aunque la cifra se estima puede resultar bastante superior a ella. Se suele castigar a La pagoda de las olas (1960) la novela más famosa de Seicho Matsumoto, como responsable de la mala reputación del bosque, debido que la pareja protagonista se suicida allí. Pero la gente de la región sabe que los yurei, fantasmas errantes, se pasean por Aokigahara desde el comienzo de los tiempos.
La palabra “amor” figura en el diccionario como aishitemasu, pero a ningún japonés se le ocurriría expresar “te amo” si no es con una finalidad ofensiva, ya que revela un acto impúdico, cuando no abiertamente obsceno. Si dos seres se aman, no tienen necesidad de una palabra para definirlo: alcanza con la tensión del ser, de la mirada, con un roce u otras formas que encuentran sentido en un nuevo lenguaje, a la vez universal, personal y elocuente.
Algo similar ocurre con la idea de muerte voluntaria sobre la que investiga Pinguet, quien arremete sobre un tejido invisible para poner en evidencia el vínculo siempre renovado con el fin como portador de verdad, estructura y acontecimiento. El autor esboza las modalidades de su repetición, su función recurrente y su posición particular en relación al sacrificio. El harakiri japonés abandona así la amalgama inconexa de interpretaciones a la que Occidente lo había avergonzado para desplazarse sobre la riqueza de sus significaciones.