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La espera: ¿tiempo perdido o tiempo regalado?

Una reseña de El tiempo regalado

"A diferencia de lo que sucede con sus hermanos, el tiempo y la muerte, mucho más explorados por pensadores de todos los siglos, la espera parece haber quedado relegada a territorios no siempre favorecidos por la filosofía occidental". Virginia Higa lee el ensayo de la alemana Andrea Köhler, publicado por Libros del Asteroide.

Por Virginia Higa.

 

Más de una vez presencié la siguiente escena: un jefe se hace pedir un taxi para las cinco en punto. Cuando este llega, el jefe lo hace esperar una hora y diez minutos mientras habla por teléfono en su oficina con total serenidad. ¿Por qué todos, excepto el que pide el taxi, sienten la incomodidad de ese largo rato de vacío? La anécdota volvió a mi memoria cuando leí en El tiempo regalado, (Libros del Asteroide, en excelente traducción de Cristina García Ohlrich) esta declaración:

“Hacer esperar es privilegio de los poderosos (...) El que nos hace esperar celebra su poder sobre nuestro tiempo de vida”.

Sobre ésta y muchas otras cuestiones ligadas al empleo del tiempo y a la paradoja de nuestro paso transitorio por el mundo trata el breve y encantador libro de Andrea Köhler, escritora y periodista alemana que ha escrito un ensayo literario-filosófico sobre la espera, un fenómeno que atraviesa nuestra existencia desde que en algún momento de la infancia tomamos conciencia del tiempo y empezamos a habitarlo para siempre. “Vivir es esperar algo”, dice Köhler: al otro, la primavera, los resultados de la lotería, una oferta, la comida, al adecuado, la llegada del cumpleaños, una llamada, un diagnóstico, la risa tras el chiste.

Estructurado en seis capítulos a su vez subdivididos en textos breves, llenos de referencias a la filosofía, la literatura y el cine, El tiempo regalado también contiene siete intermezzos líricos (o “interludios de la fantasía”) donde la autora ilustra con pequeñas escenas y reflexiones enunciadas en primera persona algunos de los asuntos que desarrolla en su prosa más ensayística. La espera en el amor, la espera en el cristianismo, la espera como angustia y castigo, la espera como confirmación de la soledad, el sueño como espera y la espera como esperanza son algunas de las ideas que Köhler va tejiendo con hilo tenso y brillante a lo largo del libro.

Ella misma declara, con cierta modestia, que no pretende hacer “un estudio filosófico de la pausa”. Pero resulta curioso, después de leer el ensayo y reconocer las implicancias que este fenómeno tiene para pensar nuestra vida y la historia de la cultura, que la filosofía no le haya dedicado en sus líneas un poco más de espacio a la espera. A diferencia de lo que sucede con sus hermanos, el tiempo y la muerte, mucho más explorados por pensadores de todos los siglos, la espera parece haber quedado relegada a territorios no siempre favorecidos por la filosofía occidental: las vicisitudes del cuerpo y el campo de lo femenino.

La espera se siente en el cuerpo porque allí se materializa la experiencia misma del tiempo. “En la espera algo duele”. Lo sabe cualquiera que haya estado en una (¡ominoso nombre!) sala de espera, o en una parada de colectivo, o se haya desvelado con una llamada (o, más a tono con los tiempos, un mensaje) que no llega. “En el mejor de los casos, la espera será siempre tiempo regalado, aunque la mayoría de las veces sea simplemente tiempo perdido; sin embargo, en la espera el tiempo se convierte siempre en algo palpable”, dice Köhler, y nos da algunas pistas de por qué no está escribiendo sobre el tiempo, esa abstracción, sino sobre su contraparte concreta, encarnada, física.

“La espera pertenecía a las mujeres, y algo de ese núcleo femenino sigue teniendo esta”, dice la autora en el último capítulo.  Y si bien el suyo no es (solamente) un libro sobre las mujeres y la espera, hay dos personajes femeninos que acompañan el inicio y el final de su exposición: Scherezade, que convierte la dilación de su condena en historias de mil maravillas y así triunfa sobre la muerte; y Penélope, que teje y aguarda día y noche el regreso de Ulises, y que “es el personaje en el que por primera vez se hermanan la espera y la narración”. Ambas ponen en práctica una espera activa, creadora, que es imaginaria pero a la vez concreta, y se experimenta vivamente el cuerpo: una urde texto y tela, la otra narra y también hace hijos con el sultán. (“La vida es lo que pasa mientras hacemos otros planes”, es una cita que bien podría haber formado parte de la colección que el libro despliega).

Hay muchas más preguntas que certezas en este ensayo, que es también una de esas obras que como lectores nos sentimos tentados a subrayar de principio a fin, anulando todas las jerarquías (aunque si hay libros que merecen tal homenaje grafómano, El tiempo regalado está sin duda entre ellos). No hay aquí conclusiones ni se llega a ningún lado. Es a la vez un elogio de la lentitud y una llamada de atención, una invitación a pensar ciertos usos y gestiones del tiempo que nos rodean y que se han vuelto invisibles, y a considerar que no toda demora es necesariamente dolorosa. Después de leer este ensayo, me gusta pensar que esos conductores de taxi que se vieron sometido a la espera quizás no hayan concebido ese paréntesis en la aceleración del día como un tormento. Que prendieron el taxímetro y se pusieron a escuchar la radio, y que lograron encontrar en ese rato de transición, en ese “tiempo muerto”, algo más parecido a un regalo.

 

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