La diferencia entre dormir parado y dormir tendido
Viernes 23 de octubre de 2015
Un relato del libro Acá había un río, que acaba de editar Nudista.
Por Francisco Bitar.
Foto: Pablo Cruz.
1.
Su padre ha perdido el trabajo. Es una situación extraña y el chico no termina de entenderla. El día, que antes estaba marcado por la salida y el regreso de su padre, ahora se presenta como un período largo y sin alteraciones, salvo por los cambios en la luz.
Con el avance del año oscurece más temprano y el niño siente que, a excepción de Lino, que cada tanto ladra desde el patio, la casa entera duerme la siesta hasta tarde.
2.
En un principio, la cena se sirve a cualquier hora de la noche. Después la cena y la merienda coinciden. Por último, cada uno come la merienda-cena por su lado.
3.
El padre recibe visitas, en general compañeros de la oficina que se cuidan de contar cómo van las cosas por el trabajo.
En ocasiones como esa, la casa parece recuperar el ritmo: la madre sale de compras, hay movimiento en las distintas habitaciones, se sirve la cena a horario.
Las visitas están marcadas por un motivo recurrente: los amigos hacen lo posible por hacerlo reír. Pero el padre no tarda en caer en largos silencios; a veces, incluso, pide permiso para levantarse. Progresivamente la presencia de los amigos mengua.
Queda Godino, un compañero que, a los gritos, se ocupa de hablar pestes del gerente y de su hijo. Su constancia, la de Godino, es elogiable pero también él, con toda su energía y su tezón, desaparece.
4.
Al hijo las necesidades económicas lo tienen sin cuidado. Entiende que es un momento triste y que conviene olvidar cualquier tipo de exigencia. Por lo demás, nunca fue un chico caprichoso: no le importa, por ejemplo, ir a la escuela con la misma mochila de los últimos dos años, tener que compartir a escondidas su comida con el perro.
5.
El alquiler de la casa es demasiado para ellos. Se mudan lejos del centro, a un departamento interno en el norte de la ciudad. El chico tendrá que hacer otros amigos, le han dicho, pero empezar de nuevo está lejos de sus posibilidades y también de sus propósitos. Está decidido: si su barrio de origen queda lejos y no hay dinero para nada, va a dedicarse al vagabundeo.
6.
Un día, a la vuelta de la escuela, la madre dice que el perro tiene que irse. El departamento es chico, no hay plata para alimentarlo.
Por primera vez en todo este tiempo, el chico no tarda en reaccionar, el impacto es inmediato.
Suplica a su madre que no lo haga: él encontrará la manera de mantenerlo en casa. En cuanto a la comida, la calle está llena de sobras —basura, limosnas— que le permitirían sobrevivir. Respecto del espacio que el perro ocupa, Lino podría estar fuera de casa todo el tiempo y entrar solamente para dormir. Ni siquiera vas a notar que está entre nosotros, dice el chico.
Afuera, en la calle, hay un montón de lugar para otro perro suelto, dice.
7.
Esa misma tarde, el chico lleva su plan a la práctica. Recorre el camino de vías y, una vez ahí, pescan con una botella plástica unas mojarras que el perro huele sin entusiasmo. De vuelta, en cambio, Lino mete la nariz en las bolsas de basura y hociquea un par de ellas. El perro se ha alimentado y el chico está contento. No quedan dudas de que el perro puede quedarse. Al día siguiente la escuela pasa rápido, fantaseando con la vida al aire libre que le espera a la salida. Pero una vez que llega a casa, el perro no está.
Su madre ha regalado a Lino.
8.
Poco después, es la propia madre la que desaparece.
9.
Por un tiempo largo, hasta volver a verla, el chico se preguntará por qué la madre regaló al perro cuando su plan era irse de casa. Por lo menos, se dice el chico, nos hubiera dejado a Lino.
Ahora son solo él y su padre desocupado.
10.
A partir de este momento, el chico pasa afuera de casa tanto tiempo como le resulta posible.
Demora la salida de la escuela y, una vez afuera, recorre la zona de bares de donde rescata alguna sobra o levanta la propina que alguien dejó sobre la mesa.
Todas las noches llega con algo de comer, lo deja sobre la mesa y se acuesta en su cama.
Por la mañana encontrará las migas de lo que su padre devoró de madrugada.
11.
Al entrar a casa, se lleva puestas las telas de araña. Antes su madre se dedicaba a limpiarlas o simplemente las corría con su ir y venir, al llevarlas por delante.
Ahora, con el padre todo el día en la cama y él afuera de casa, no hay quien les impida a las arañas tejer y tejer en el espacio oscuro y vacío.
12.
Una noche, al llegar, el chico se asoma a la habitación y encuentra vacía la cama del padre. No espera a tranquilizarse: sale a buscarlo sin perder un solo segundo.
Lo encuentra en la cartelería de la vuelta que lleva la persiana metálica ya baja.
El padre, apoyado sobre la persiana de metal, parece en plan de hacer la experiencia de vivir en la calle: capaz sea ese su destino. Se lo ve cansado (no borracho) pero se niega a terminar en el piso.
Para aquellos que viven en la calle, la diferencia entre dormir parado y dormir tendido es la misma diferencia que existe entre un pobre y un croto. Y él, su padre, no iba a descender ese último escalón.
A pesar de lo penoso de la escena, esto último, el hecho de negarse a terminar en el suelo, esperanza al hijo.
13.
A la mañana siguiente, sin embargo, mientras mira dormir al padre, el chico ve algo que nunca olvidará: alguien que desde el momento mismo en que se levanta, ya está llorando. Como si viniera con el llanto desde el sueño.
14.
Con todo, no los han echado del departamento todavía. Tienen gas y tienen luz. Si levantan el tubo, todavía hay tono.
Alguien está pagando las cuentas. Como muchas otras veces, el chico piensa: mamá.
15.
Es por eso, porque no han cortado la línea, que una noche suena el aparato.
Habla tal, de tal dependencia en tal ministerio. Ha intentado comunicarse pero sin éxito, quiere contactarse con el padre.
Así llega el día en que el padre se levanta.
El padre atiende y en el curso de la conversación —que el chico escucha de costado pero con sumo cuidado— su voz, la de su padre, después de meses, cambia.
Tengo una entrevista, dice al colgar.
16.
El padre vuelve a trabajar. Lo hace en turnos corridos, sin estabilidad ni garantías y por unas pocas monedas.
Todavía está frágil y acaso vaya a estarlo por un tiempo. Se levanta mucho antes de lo debido y vuelve a casa mucho después de terminar el turno.
De a poco va a recuperar algo de su confianza, lo suficiente como para darse el lujo de tomar unos mates en la vereda sin pensar en nada, viendo pasar los autos y las mujeres con sus perritos.
Hasta que ese día llegue, está prevenido contra sí mismo: deberá trabajar duro y descansar lo justo, acaso menos que lo justo.
Pero es un trabajo. Dios santo, es un trabajo.
17.
Por más que su padre vuelva a trabajar, el chico no renuncia al vagabundeo. A esta altura no quedan dudas al respecto: es parte de su naturaleza.
Conoce por su nombre a los crotos y a los vendedores, sigue el camino de las vías, es amigo de los árboles.
Patea las pelotas que salen de los potreros y que llegan hasta él.
Mira la televisión en las vidrieras de electrodomésticos. Mejora su ajedrez de tanto mirar las partidas en los parques. El padre, que a esta altura es otra vez hombre de una pieza, le dice que ambos, padre e hijo, son almas gemelas, aunque él, su padre, prefiera tomar mate toda la tarde sin moverse de la puerta de casa.
Puede ser, dice el hijo. Al fin y al cabo, si el chico pasa el día entero afuera de casa es porque eso lo deja tranquilo, como quieto por dentro.
En uno de estos paseos es que el chico encuentra a la madre.
18.
No hay nadie ocupando las canchas del Parque Federal. El movimiento es el de una zona recreativa durante una tarde de semana: algunos corredores distanciados unos de otros, unas pocas madres solas con sus cochecitos, adolescentes en uniforme tirados en la hierba.
Al salir de la cinta asfáltica que forma la ciclovía, a poco de cruzar por abajo de un arco de futbol, la reconoce: están a metros de distancia.
El chico no sabe qué provoca en él mayor sorpresa; si el hecho de verla con Godino, o el hecho de que Lino, el perro, esté con ellos. En todo caso, la situación lo supera.
Su madre, en cambio, parece feliz de verlo, lo mismo que Lino que, ni bien lo reconoce, se le viene encima.
Cómo estás, pregunta ella.
Él no sabe qué responder. Se siente como hace casi dos años: completamente desorientado.
Godino, que por primera vez no está gritando, se aparta y llama al perro con otro nombre. El chico se queda mirando.
Que cómo está papá, repite la madre. Sé que consiguió trabajo, agrega. Carlos lo recomendó. El chico no responde: Lino está bebiendo de un charco de agua estancada. ¿Cuál fue el nombre que acaba de escuchar? ¿Colita? ¿Rayita?
No fue fácil, continúa la madre. Pero lo escucho mucho mejor. Todos los días hablé por teléfono con él. Y a vos te veo muy bien, tenía razón tu padre.
El chico no sabría qué decirle. Entiende cada vez menos a los adultos y ahora cree que, cuando sea uno de ellos, tampoco lo hará.
¿No vas a decirme nada?, pregunta la madre. Sí, hay algo que el chico quiere saber. Se vuelve hacia donde está el perro, bajo la sombra del palo borracho y grita:
¡Lino!
***