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La ciudad vampira

Paul Féval
María Negroni

La autora de La noche tiene mil ojos, quien acaba de publicar El arte del error, señala "un pequeño tesoro escondido en los suburbios de la literatura": Paul Féval y Ann Radcliffe, en las "fronteras de la falsa noche".

Por María Negroni.

La ciudad vampira o la desdicha de escribir historias de terror es un pequeño tesoro escondido en los suburbios de la literatura. Lo escribió Paul Féval (1817-1895), curioso autor nacido en Rennes que sabía apreciar el vicio inglés y extrajo de ese luminoso laberinto obras tan perturbadoras como Los cuchillos de oro, Los trajes negros o el best-seller Los misterios de Londres. Al final de su vida, una conversión religiosa inesperada lo llevó a creer que debía eliminar de su obra cuanto detalle fuera incoherente con su nueva fe y esa mera empresa irrealizable, sumada a algún desastre financiero, lo dejó a merced de la locura. 

De todos sus textos, La ciudad vampira es quizá el más feliz. Allí, Féval exhibe varias audacias. La primera produce vértigo: partiendo del argumento de Los misterios de Udolpho, la célebre novela gótica de Ann Radcliffe (1764-1823), inventa un episodio pseudobiográfico de su autora y le adjudica la génesis de la novela, es decir, no sólo invierte la secuencia lógica temporal según la cual la realidad precedería a la ficción sino que vuelve ficcional la "realidad" que podría haberle servido de inspiración. En un cuarto de espejos, digamos, Ann Radcliffe se vuelve objeto de sus propias maquinaciones imaginarias. 

La segunda agrega, al hallazgo anterior, la causticidad de la parodia. Toda la topografía de la gótica es prolijamente corroída. La autora-personaje, caracterizada como "el heroísmo en persona", enfrenta a un pelotón de apariencias degradadas del Mal. Los vampiros o gules asumen formas ridículas: hay uno que es gallo, militar, abogado y serpiente a la vez. Otro, el jefe a quienes todos rinden pleitesía llamándolo "Amo y Soberano", canta ritornellos en serbio a la vez que añora la flema insustituible de Albión. Al mismo Sir Walter Scott, que incluyó a Ann Radcliffe en sus Biografías de célebres novelistas, se le imputan comentarios falsos sobre la caprichosa memoria y la propensión a distraerse de la escritora británica. 

No faltan, por fin, los ataúdes de hierro, los abusos testamentarios, los castillos embrujados a la luz de la luna y los casos de despojos de identidad, como el de esa doncella que le roba el marido a una condesa, arrancándole noche a noche, uno a uno, sus hermosos cabellos.

Pero el mérito mayor de todos es, en mi opinión, su febril invención de una Ciudad Muerta. Dice Féval: "En la salvaje campiña que bordea a Belgrado, existe una ciudad comúnmente ignorada." Esa ciudad tiene diversos nombres: algunos la llaman "Selene", otros "Sepulcro", "Colegio", "Ciudad Maldita". Es una ciudad toda de duelo, soberbia, construida con jaspe negro y otros materiales de melancólica opulencia. Llena de anfiteatros, duomos, minaretes, jardines con flores pálidas y columnas sostenidas por tigresas en actitudes lascivas. Como si los diversos órdenes arquitectónicos se hubieran insertado unos en otros con salvaje fantasía, uniendo lo desmesurado a lo arcaico, lo frívolo a lo grandioso, lo espléndido a lo triste. 

En ese círculo fatal, en esa orgía de lo promiscuo, como en una gigantesca Babel, los seres que allí habitan, al mismo tiempo muertos y vivos, tan incapaces de reproducirse como de acceder a las ventajas de la muerte, tienen un refugio extraño, un asilo inviolable como la tumba. Es a esta ciudad que llega Ann Radcliffe, en el relato de Féval, con la esquiva misión de inspirarse para poder después escribir Los misterios de Udolpho. 

 

A Radcliffe le hubiera gustado la idea. Se sabe que amaba las costras de oscuridad y las fronteras de la falsa noche, donde es posible compartir los sueños con todos aquéllos que no son inmunes a las magnificencias de las sombras. 

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