Kafka ilustrado: un libro que convierte al escritor en dibujo
Leé un adelanto
Viernes 18 de mayo de 2018
Robert Crumb y David Zane Mairowitz son el nuevo dúo de la colección de La Marca Editora que reúne un escritor y un artista en un mismo libro. Kafka repasa la biografía del autor de La Metamorfosis con ilustraciones y viñetas alucinantes. Leé un adelanto y repasá una galería.
Por David Zane Mairowitz. Ilustraciones de Robert Crumb. Traducción de Leandro Wolfson.
Durante la mayor parte de su vida, Franz Kafka imaginó decenas de métodos cuidadosamente elaborados para su propia extinción. Los que describe en sus diarios, entre sus mundanas dolencias de constipación y migraña, suelen ser los más impresionantes.
Kafka logró exteriorizar ese terror interior –en cuyo centro se hallaba él, desecho y mutilado–, evocándolo a veces de un modo encantador, en forma de narraciones. No tenía una cosmovisión discernible, que se haya reflejado en su obra, ni una filosofía orientadora, sino sólo esos sorprendentes relatos que extraía de su clima reconocible, misterioso y difícil de señalar con precisión, que permitió que los “carniceros” de la cultura moderna lo convirtieran en un adjetivo.
Ningún escritor de nuestra era, y quizás ninguno desde Shakespeare, fue tan sobreinterpretado y encasillado. Jean-Paul Sartre se lo apropió para el existencialismo; Camus lo consideraba un absurdista; su editor y amigo de toda la vida, Max Brod, convenció a varias generaciones de estudiosos de que sus parábolas eran parte de la elaborada búsqueda de un dios inalcanzable. Sus novelas El proceso y El castillo tratan de la imposibilidad de acceder a la autoridad máxima, y es por eso que el término “kafkiano” se asocia con la infraestructura burocrática anónima que el eficiente imperio austro-húngaro dejó como legado al mundo occidental. De todos modos, es un adjetivo que, en nuestra época, adquiere proporciones casi míticas, irrevocablemente ligado a fantasías de condena y tenebrosidad, ignorando la intrincada broma judía que se forja a través de la mayor parte de la obra de Kafka.
Antes de pasar a ser un adjetivo, Franz Kafka (1883-1924) fue un judío de Praga, nacido en la inveterada tradición judía de cuentistas, aficionados a las fantasías, habitantes de guetos y eternos refugiados. Su Praga, “una pequeña madre con garras”, lo sofocaba, pero, de todos modos, allí eligió vivir toda su vida, a excepción de los últimos ocho meses.
En 1883, año del nacimiento de Kafka, Praga aún formaba parte del imperio de los Habsburgo en Bohemia, donde se mezclaban y convivían, para bien o para mal, numerosas nacionalidades, lenguas, y orientaciones sociales y políticas. Para alguien como Kafka, checo de nacimiento y germanoparlante, que no era enteramente checo ni alemán, adquirir una identidad cultural no era tarea fácil.
No es necesario aclarar que para un judío, la vida en un medio como aquél, era un delicado acto de equilibrio. Se identificaba sobre todo con la cultura alemana, pero vivía entre checos. Hablaba alemán porque se asemejaba al yídish y era el idioma oficial del imperio. El nacionalismo checo se oponía cada vez más al dominio alemán, y los alemanes solían tratar a los checos con desprecio. Y, por supuesto, todos odiaban a los judíos. Incluso, como era de esperar, muchos judíos “asimilados”, como el padre de Kafka, no querían que sus primos pobres de Polonia o Rusia, los “Ostjuden”, les recordaran su condición de forasteros. Muchos de los judíos de buena posición económica se volvieron más tarde sionistas y aprendieron hebreo, rechazando el yídish por considerarla una lengua bastarda. El movimiento sionista, fundado en 1897 por Theodor Herzl, sostenía que los judíos, dispersos por todo el planeta, debían restablecer su hogar en Palestina. En medio de numerosos movimientos nacionalistas y de un antisemitismo desenfrenado, el sionismo de las primeras épocas desempeñó un papel esencialmente protector que atrajo a muchos contemporáneos de Kafka.
Estas luchas dentro de la comunidad judía eran moneda corriente para el joven Kafka, que creció en uno de los guetos más antiguos de Europa.
El “restringido círculo” de Kafka, conocido como Josefov, incluía un conjunto de calles y pasadizos oscuros y laberínticos (Judengassen), que se extendían desde el borde de la plaza de la Ciudad Vieja hasta el famoso puente Karlův sobre el río Vltava (Moldau).
Durante los años de juventud de Kafka, había seis sinagogas en esta zona superpoblada, y edificios barrocos de gran belleza miraban hacia los barrios pobres infestados de ratas.
Cuando caminaba por esas calles, bajo sus pies se hallaban los huesos y espíritus de siete siglos de místicos judíos, eruditos del jasidismo, cabalistas secretos, astrónomos, astrólogos, rabinos locos y otros visionarios que, en aquella época, no solían tener el derecho de vivir fuera del gueto ni de salir de él.