J. G. Ballard: el hombre que arrastraba el desierto
A diez años de su partida
Martes 14 de mayo de 2019
"Ballard no solo representa la locura y la violencia: en cierto modo podemos decir que las venera", escribe Luciano Lamberti en este perfil del escritor inglés. Este año, a una década de su partida, Fiordo publicó La sequía y Letra Svdaca el ensayo El tiempo desolado. ¿Quién era y cómo escribía el autor de Crash?
Por Luciuano Lamberti.
Hay un cuento de J. G. Ballard que funciona como resumen de toda su obra, o por lo menos de esa parte de su obra que caló en el inconsciente colectivo hasta transformarse en una marca de género. “Playa terminal”, se llama, y es del libro homónimo, publicado en 1971. Cuenta la historia de Traven, un personaje que ha perdido a su mujer y a su hijo, y que deambula sin demasiadas motivaciones por una isla donde se han realizado pruebas nucleares. Es un cuento plano, de intensidad y tensión parejas, donde, como en gran parte de la narrativa de Ballard no sucede, en apariencia, nada demasiado importante. Traven deambula por los restos fósiles que han dejado las pruebas nucleares, tomas notas, investiga con curiosidad antropológica el paisaje, que bien podría funcionar como símbolo de su propio corazón arrasado.
Si funciona como resumen, ejemplo práctico, o buena puerta de entrada, es porque el procedimiento de volver del espacio exterior al, como él mismo lo llamó, “espacio interior”, es una marca distintiva en su forma de abordar la ciencia ficción. El espacio exterior como una representación de la mente, el espacio exterior, el planeta tierra, casi siempre devastado por alguna que otra catástrofe (desde sequías hasta inundaciones, con todas las variaciones posibles) como representación de aquello que la ciencia ficción había abordado de una forma lateral: la aventura de la mente. “Esta isla es un estado mental”, le dice Osborne a Traven, y es un buen resumen de la obra de uno de los escritores fundamentales del género.
¿Por qué uno de los escritores fundamentales? Por la inversión de la que hablábamos más arriba (y que le debe haber traído más de un dolor de cabeza a la hora de ubicar sus cuentos en revistas, siempre más papistas que el Papa en su taxonomía acerca de qué es y qué no es ciencia ficción). Porque es dueño de una prosa elegante. Porque dejó una estela bastante profunda detrás suyo. Porque su obra termina formando, como veremos más adelante, un sistema bastante coherente. Porque sí: se anticipó a muchos de los problemas que afectan hoy al hombre de a pie. Porque era punk antes del cyber punk.
J. G. Ballard es uno de esos escritores desdoblados. Por un lado, el real: un hombre de familia, que perdió a su mujer por una enfermedad y tuvo que hacerse cargo solo de sus tres hijos. Por el otro, el que emerge de sus libros, el “autor ideal”, un punk enloquecido que ama la destrucción, que coquetea con las drogas, considera que al sistema no hay que torcerlo: hay que romperlo, tirarlo a la basura, empezar de nuevo. Es como si en su vida hubiera sido un apacible doctor Jekyll y el Míster Hide emergiera solo en el momento de la escritura. Un inglés educado, un padre de familia, versus un punk desquiciado escribe una novela como Crash, llena de perversión, locura y extrañas costumbres sexuales.
Y en este momento, la pregunta de siempre que surge en relación a los escritores y la política, tan hecha, tan gastada, que está a punto de perder su sentido. Ballard no solo representa la locura y la violencia: en cierto modo podemos decir que las venera. Hay una línea muy fina entre denunciar el papel de la tecnología y terminar cumpliendo ese papel en la práctica. Ballard, por ejemplo, adoraba la imagen de los autos destrozados por accidentes de tránsito (incluso armó una exposición) y si bien podríamos decir que la locura de los personajes le pertenece al ámbito de la ficción, sabemos muy bien que tenía que haber algo en la realidad que la sustentara. Ballard denunciaba aquello que amaba perversamente, y su posición política dista mucho de la de un progresista. Está más cerca de la derecha, digamosló desde ahora, o de “eso” que no se puede llamar derecha, izquierda, centro o ni siquiera posición política. “El autor de este libro está fuera del alcance de toda ayuda psiquiátrica”, escribió la esposa de un psiquiatra en una reseña sobre Crash. En una entrevista publicada en el libro Para una autopsia de la vida cotidiana(Caja Negra) Ballard confiesa que le encantó la denominación: “Significaba haber alcanzado el mayor galardón artístico. Que alguien te diga que estás más allá de toda ayuda psiquiátrica, en cierta forma, es el mayor cumplido que uno puede recibir: quiere decir que has alcanzado la libertad absoluta”.
Comparar la idea de progreso, de bienestar y de poder asociada a la tecnología en la era dorada de la ciencia ficción con la idea de destrucción y vacío implícita en toda la obra de Ballard. No hace falta leer, siquiera, basta ver las tapas de los libros. Lo que en unos son cohetes brillantes que llevarán al hombre a conquistar el espacio o a luchar contra esos comunistas disfrazados de extraterrestres, en Ballard es chatarra industrial, que ni siquiera está muy lejos: acá mismo. Ni siquiera hay espacio para la denuncia o la advertencia en su obra, porque en gran medida transcurre en el presente, el futuro que llegó hace rato y que no presenta fisuras donde atacar. Si la edad dorada miraba hacia afuera, frotándose las manos por las posibilidades infinitas de la exploración espacial, cuando todavía no habíamos llegado a la luna, Ballard ya mostraba el futuro de ese futuro: chatarra. Hierros quemados y retorcidos. El hombre que arrastra en sí el desierto.
En ese sentido, podría considerarse a Ballard una especie de extraño escritor futurista. Pero donde los futuristas adoraban la máquina, la velocidad, el vértigo, la tecnología, Ballard, por razones incluso biográficas, adoraba la destrucción. Sus novelas y cuentos son, en masa, un experimento antropológico: el de quitarle al hombre sus juguetes y ver qué pasa.
De padres miembros de la colonia británica, Ballard nació en Shangai, en 1930. De pequeño, junto a sus padres, vivió la experiencia de un campo de concentración japonés (el “centro cívico de internamiento de Lunghua”), lo que se vería reflejado en su obra posterior El imperio del sol (1984) que se volvió un modesto bestseller cuando Spielberg la llevó al cine en 1987. La experiencia de la guerra, de China bajo los efectos de la devastación, serían el caldo cultivo de toda su obra posterior, y la base que sustentaría su concepción de “el sentido de la vida”: no hay tal cosa. En su adolescencia, Ballard volvió a Inglaterra, inició (y abandonó) estudios de medicina en la universidad de Cambrigde, trabajó como redactor en un periódico técnico y como portero del Covent Garden, antes de incorporarse a la RAF en Canadá como piloto. Sus comienzos universitarios corrieron paralelos al nacimiento de su vocación literaria. En Cambrigde, Ballard empieza a escribir sus primeras obras, con una fuerte influencia del surrealismo y la vanguardia, valor que, atenuado en lo posterior, también lo acompañaría durante toda su obra. En 1960, se mudó con su familia a Shepperton, en los suburbios de Londres, donde resolvió dedicarse por completo a la escritura. El viento de ninguna parte, su primer novela, obtuvo un relativo éxito. El mismo año publicó El mundo sumergido y los cuentos de Playa terminal. En 1964 murió su esposa, Claire, y Ballard tuvo que hacerse cargo solo de la crianza de sus tres hijos. Así y todo, el ritmo no decae. En 1970 publica La exhibición de atrocidades, novela compuesta de relatos, que supuso grandes críticas e incluso un juicio por obscenidad. En el 2006 le diagnostican cáncer y escribe Milagros de la vida, el libro que constituye su despedida.
Acaban de editarse dos libros que ponen al escritor inglés nuevamente en escena, al cumplirse diez años de su partida. Uno es Ballard, el tiempo desolado (Letra Svdaca) un ensayo de Pablo Capanna sobre los temas del escritor inglés. El otro es La sequía, una novela editada por Fiordo y publicada originalmente en 1965.
La sequía, uno de los títulos emblemáticos de Ballard, aborda otra vez, desde la distopía, la relación entre el paisaje y los personajes, el hombre librado a su naturaleza ante el fin del mundo. En este caso, el protagonista es el doctor Charles Ransom, recientemente separado de su mujer, que enfrenta el problema en un pequeño poblado llamado Hamilton. Como siempre, hay un “clima Ballard” para contar esta clase de historia, más importante incluso que las historias mismas, y que podría resumirse en la idea de que no es importante lo que pasa, de que no pasa casi nada, de que los personajes no le prestan mayor atención a lo que pasa, o de que lo que pasa es narrado como si fuera intrascendente. Esto tiene especial relevancia en una novela sobre la sequía, si pensamos en la clase de trabajo que Ballard desarrolla sobre el paisaje en relación a sus protagonistas. Personajes secos, sí, cuya motivación para moverse o quedarse quietos nunca está muy clara. Personajes de palabras evasivas o ambiguas. Personajes que no reaccionan cómo deberían reaccionar. Es decir: personajes reales.
Tal como lo había hecho en su excelente ensayo sobre Dick (Idios Kosmos, claves para Philip K. Dick) Capanna realiza en este libro dos operaciones. La primera es la de establecer períodos para la obra de Ballard. La “fase surrealista”, todavía muy apegada a las convenciones del género. La fase “catastrófica”, que va desde la publicación de El mundo sumergido en el 62, donde el narrador explora la relación de los sobrevivientes con el espacio destruido. La fase “nihilista”, con Crash o La exhibición de atrocidades como banderas. La fase “metafísica” (con novelas como Compañía de sueños ilimitada) donde se juegan las indagaciones alrededor del “tiempo, la eternidad y la imaginación trascendente” y la fase “hipermoderna”, en la que entrarían sus libros autobiográficos y realistas.
Además, Capanna detalla dos grandes períodos en la relación de Ballard con el mercado y la ciencia ficción. El primero abarcaría de 1962, donde se publicó El huracán cósmico hasta 1981, en el que sale Hola, América. El segundo, que corresponde a un abandono progresivo de la ciencia ficción y, al mismo tiempo, su entrada en el mainstream literario, arranca en 1984 con la publicación de El imperio del sol, que fue adaptada con éxito por Steven Spielberg, hasta la publicación en el 2008 de su autobiografía (Milagros de una vida). En este movimiento, Capanna lee el agotamiento del género, por un lado, y la persistente condición de outsider de Ballard, que nunca se sintió muy a gusto en él. Capanna se propone, además, un listado de preocupaciones del autor que se repiten de libro en libro, y que llevarían a conformar una suerte de “sentido” total de su obra.
La injerencia de la tecnología, o la tecnología como una “nueva naturaleza”, es uno de los puntos más fuertes. Pero nada más lejos del autor inglés que lo moralizante o las respuestas fáciles. Como en todos los grandes autores, la posición política en sentido amplio de la palabra es ambigua. Cuando muestra a sus personajes en sus perversiones íntimas, Ballard parece compartirlas. No hay un juicio hacia ninguno de ellos. El plácido padre de familia parece estar más cerca de esos personajes destrozados que de un inglés regular. En ese sentido, los temas sobre los que gira, para él, la vida contemporánea, son “el sexo y la paranoia”. La pulsión sexual primitiva, versus la idea de que vivimos en una gran ficción, de que el estado mismo y su “relato” es una ficción, de que el deber del escritor es mostrar, no lo que hay del otro lado, sino las grietas entre las que se cuela la luz.
Si volvemos a la vieja idea acerca de cuánto de lo que un escritor de ciencia ficción “vaticina” se vuelve realidad (la idea del género como anticipo casi visionario de lo que vendrá), Ballard sale demasiado bien parado. El sexo y la paranoia son hoy los dos ejes de la experiencia, que abarcan desde lo subjetivo a la vida en comunidad. La idea de que vivimos en un simulacro lo liga, por supuesto, a Dick, pero donde este último busca un resquicio de humanidad, la religión y el misticismo como respuesta, Ballard no encuentra nada. En su nihilismo, imagina que los personajes destrozan el simulacro y que detrás del simulacro hay otro simulacro, o directamente la nada.
Ballard alcanzó a ver el surgimiento de la internet, cuya forma de percepción parcial, fragmentaria y caótica ya había vaticinado en La exhibición de atrocidades. Cuando le preguntaron al respecto respondió (según figura en el libro de Capanna) que “temía a las tecnologías electrónicas, que a su entender ofrecían poderes casi ilimitados al hombre para jugar con su propia psicopatología”. Otro acierto: internet como un reflejo de la locura colectiva. El mundo en el que vivimos.