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Ficcion

Hombre mirando al sudeste

La literatura y el río

Emecé está reeditando toda la obra de Haroldo Conti.

Por Patricio Zunini.

A Haroldo Conti le gustaba remar: es fácil imaginarlo sentado en la silla del bote, de espaldas a la proa, remando cansino, cruzando arroyos en el arrullo del Delta, yendo en busca de su casa en el Gambado, que hoy es una casa-museo. El río y su lentitud —pero nunca su inmovilidad; sólo aquel que no mira al río desde tan cerca puede suscribir la metáfora de Mallea— se cuela en la cadencia de Conti: compuesta de silencios, velada como un rezo. Sudeste (1962) es su primera novela. Hasta entonces había escrito algunos cuentos y una obra de teatro (“Examinado”). También había escrito el guion de la película “La bestia debe morir”, basada en la novela de Nicholas Blake —en Argentina se publicó en la colección “El séptimo círculo” de Borges y Bioy—, que protagonizó Narciso Ibáñez Menta. Después llegarían otros libros: Alrededor de la jaula, Mascaró, el cazador americano, La balada del álamo carolina.

El delta de Conti es un universo distinto del Paraná de Juanele o del Río de la Plata de Borges. Tiene sus propias leyes, su propia sintaxis. No está claro quién es el protagonista de Sudeste: si el Boga —personaje con nombre de pez—, el río, el paisaje. Forman un ecosistema que tiende a la indiferenciación. Boga, nuestro “héroe pasivo”, como le dice Juan José Becerra en la contratapa de la reedición de Emecé, sale al río y se deja llevar por la corriente, como los camalotes. Es la huida sorda de un Ulises sin motivos. Conti, que fue un seminarista salesiano, pone a su personaje en comunión con la naturaleza.

Los hombres de este río, este hombre que ahora observa las aguas con sus ojos de pez moribundo suspendidos sobre ellas como dos espejuelos del aire, son en todo semejantes a él. Por eso todavía sobreviven. Por eso parecen tan viejos y lejanos y solitarios. No aman al río exactamente, sino que no pueden vivir sin él. Son tan lentos y constantes como el río. Y, sobre todo, son tan indiferentes como el río. Parecen entender que ellos forman parte de un todo inexorable que marcha animado por cierta fatalidad. Y no se rebelan por nada. Cuando el río destruye sus chozas y sus embarcaciones y hasta a ellos mismos. Por eso también parecen malos.

Con una marcada influencia de Faulkner —que por el tiempo en que Conti empezó a pensar la historia estaba siendo traducido insistentemente—, la narración avanza a fuerza de imágenes e imágenes e imágenes que ocultan más de lo que muestran, que adulteran la realidad como una foto quemada por el sol. Es la transmisión imposible de una experiencia mística. Pero sería un error interpretar la contemplación del Boga como sinónimo de aquiescencia. En los intersticios de Sudeste aparece el intelectual comprometido. Los personajes del río, todos, son hombres duros dueños de sus decisiones. Al igual que Rodolfo Walsh, otro enamorado del Tigre —las casas de uno y otro no distaban más de media hora en lancha—, Haroldo Conti fue víctima del terrorismo de Estado. Desapareció el 5 de mayo de 1976.

Sergio Belloti, que con guion de Daniel Guebel llevó la novela al cine, alguna vez dijo: “Conti escribía sin rejas”.

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