Henry James en una jungla fluorescente
Por Matías Moscardi
Viernes 17 de marzo de 2017
"Henry James es tan hábil que la revelación del misterio coincide con su instalación efectiva: el ácido corrosivo de la intriga comiéndonos la chapa del cerebro". Sobre la escritura del autor de Otra vuelta de tuerca y sobre el poder anzuelo de los buenos títulos.
Por Matías Moscardi.
Recuerdo un libro que mi mamá me regaló cuando era chico para un cumpleaños. Las letras del título brillaban en la oscuridad. Había que cargarlo abajo de un foquito antes de apagar la luz. Quizás por eso me gusta tanto demorarme ahí, rumiar los títulos de los libros: repetirlos mentalmente, hasta que adquieran su irradiación fluorescente. Algunos títulos –así me gusta imaginármelos– son como una linterna textual: entramos en un cuarto oscuro a tientas, palpando y situando las primeras frases y párrafos, las suposiciones y expectativas iniciales, las disposiciones de esos desconocidos muebles de lenguaje, todo a la luz del título. Pienso en títulos que me gustan mucho: El sueño eterno, Música para camaleones, El corazón es un cazador solitario. Incluso, cada vez que leo cualquier texto –una novela, un poema, un libro de física, lo que sea– encuentro pequeños sintagmas que imagino como probables títulos de algo: La esperanza trimestral, La luz es para cerrar los ojos, La noche no tiene partes, El silencio soñado o La menor idea, por poner los últimos que anoté. A veces los títulos son mejores que las novelas o los textos que vienen después. Pero lo cierto es que, personalmente, si un título me gusta, me transformo, sin vacilar, en clavadista.
Hay un título de un cuento largo de Henry James que siempre me gustó mucho. De eso quiero hablar. Se llama “La bestia en la jungla” (1902). Hace unos años, la editorial El cuenco de plata puso en circulación una edición hermosa de este cuento en forma de librito, para promocionar un volumen mayor, La vida privada y otros relatos. Como si algo en ese título –“La bestia en la jungla”– le otorgara cierta autonomía, cierta fuerza, para desprenderse e independizarse del conjunto, para existir por sí mismo, incluso como anzuelo con carnada, como un imán poderoso que nos llevará –de manera inevitable, se lo garantizo– a conocer el resto de la familia.
La bestia en la jungla: si ponemos el libro abajo de la luz por un rato y después apagamos todo y nos quedamos en la oscuridad, el título empieza a brillar. ¿Qué tipo de bestia nos espera? ¿Y qué jungla? ¿Será un texto sobre un cazador furtivo que persigue por la selva a una bestia nebulosa y escurridiza, como el capitán Ahab persigue a Moby Dick? ¿Es una novela de aventuras? ¿Por qué en esa bestia que imaginamos invariablemente agazapada, esperando para dar el zarpazo, resuena, anacrónicamente, como predicción o adelanto, el negativo fotográfico de The Catcher in the Rye, ese cazador oculto de Salinger que luego se traduciría como El guardián entre el centeno? ¿Tendrán algo que ver estos textos? ¿O nada? Como vemos, la fluorescencia del título de Henry James lleva en su sangre el pelo erizado de la expectativa y del acecho.
La cosa se pone aún mejor. Estamos en un caserón decimonónico, casi una atracción turística en donde los visitantes se acercan para pasear y perderse, mirar muebles y pinturas, pasar la tarde. Entre ellos está John Marcher, el protagonista. Con este escenario de fondo, tendrá lugar el encuentro entre él y la joven May Batram, pariente pobre de la familia dueña de la casa, que oficiaba casi de guía turística: «¿Acaso no disfrutaba a veces de cierta protección, que ella retribuía ayudando, entre otros servicios, a mostrar el lugar y explicarlo, a tratar con gente aburrida, a responder preguntas sobre las fechas de construcción, los estilos del moblaje, los autores de los cuadros, los sitios favoritos del fantasma?» Henry James es un genio inigualable en este tipo de suspensiones, sugerencias y ambigüedades: es la única vez en todo el texto que aparece mencionado un fantasma. ¡Un fantasma adentro de una pregunta! Aclaro que el cuento no tiene absolutamente nada que ver con fantasmas. Y eso es lo extraordinario: porque la paranoia, la alerta constante, es inevitable teniendo esa Otra vuelta de tuerca (1898) enroscada en el cerebro como antecedente. El título contraataca: ¿la bestia será un fantasma?
Sí y no: casi al comienzo se revela el misterio. Pero Henry James es tan hábil que la revelación del misterio coincide con su instalación efectiva: el ácido corrosivo de la intriga comiéndonos la chapa del cerebro. En otras palabras: el momento en que nos enteramos a qué se refiere con la «bestia» del título coincide con el momento en el cuál no tenemos idea de qué se trata. El misterio es que no hay misterio. Pero el hecho de que no haya misterio es aún más potente que el misterio mismo.
Marcher confiesa que durante toda su vida tuvo y tiene la sensación de que algo terrible está por sucederle: «Bueno, digamos que debo esperarlo, encontrarlo, enfrentarlo, verlo irrumpir de pronto en mi vida; acaso destruya la consciencia de cualquier otra cosa, acaso me aniquile; acaso, por otra parte, se limite a alterarlo todo, atacando mi mundo desde sus raíces y abandonándome a las consecuencias». Ahí tienen a la bestia. Esto nos dice el narrador, literalmente: «Algo (lo que fuere) lo acechaba, en el intrincado laberinto de los meses, los años, como una bestia agazapada en la jungla». En este punto, la palabra «fantasma» –es decir: el espectro de toda interrogación, de toda duda– hace sentir su vibración sísmica en los cimientos del relato. Cualquier cosa, lo que fuere, algo: ahí está la sombra del fantasma, el acontecimiento traumático de un porvenir incierto pero terrible, la bestia que nos devorará.
Pero ¿por qué Marcher está esperando eso? ¿Qué es eso? ¿Es la propia muerte? ¿La del otro? ¿Es la pérdida de un ser querido? ¿O una catástrofe personal? ¿Por qué todavía no ocurrió? La narrativa de Henry James está atravesada, de forma más o menos constante, por una figura vertebral: la del secreto. Siempre encontramos algún personaje que tiene un secreto inconfesable que, como lectores, desconocemos, y que algún otro personaje muere por descubrir. El secreto se vuelve transferible pero no como confesión sino como intriga: queremos saber de qué se trata, con las mismas ansias con la que los personajes desean desentrañarlo. El ansia por conocer el secreto, como quería Borges, nos transforma en un personaje más: estamos en la jungla del relato. Y la que conoce a la bestia es la joven May Batram. Ése es su secreto.
Dejo acá y vuelvo, mentalmente, por enésima y última vez, al título: es un hueco cavado en el corazón del relato. Puedan o no, háganlo. Consigan todos los libros de cuentos que encuentren de Henry James. Vean cómo escribe, con gubia, con punzón, a punta de pala, haciendo pozo tras pozo, agujereando la chapa hasta que no quede nada: un fantasma entre signos de pregunta.