Francisco Bitar y la belleza de la desolación
Por Diego Erlan
Miércoles 29 de agosto de 2018
"Bitar, en sus textos, consigue que la literatura sea una cajita de música, un artefacto sencillo pero alucinante que bien puede adquirir resonancias diversas: despertar la nostalgia o conducirnos al espanto". El texto con el que se presentó Teoría y práctica (Tusquets), de Francisco Bitar.
Por Diego Erlan.
En uno de los textos que integran The Volturno Poems, Francisco Bitar construye esta escena: una pareja, recién mudada, empieza a escuchar de noche una música que viene del patio. Es el sonido de una caja de música que la chica trajo del pueblo de sus padres. Bitar escribe:
“Pensábamos que se había roto
con tantas mudanzas y viajes
por no hablar de los años
que llevaba en tu familia
pero esta noche, mientras dormías,
la cajita se puso a sonar
desde las bolsas de basura.”
En esas pocas líneas ya encontramos varios elementos que son una constante en la literatura de Bitar: una pareja, una casa, un objeto común y corriente a partir del cual el pasado se impone en ese presente, en esa noche, en esas existencias. Más allá de estos elementos, me gustaría también detenerme en ese ritmo con el que Bitar consigue envolvernos, abducirnos en esa neblina formada por un tiempo pasado, por los recuerdos de una familia y con la noche como marco donde se narra una historia entre sueños. Se advierte, además, un pulso narrativo también en el poema como en todos los poemas de Bitar: el impulso por contar una historia, en este caso de una familia donde pasaron cosas –no muchas–, cosas cotidianas como en cualquier familia pero lo que pasa en esos versos es el transcurso de la vida sin demasiada tragedia pero en una constante declinación. Todo, de manera imperceptible, empieza a derrumbarse.
“En la mesa
cada vez son menos
y te parece que al final
quedará la madre
sentada y sola
sosteniendo todavía
lo que era un gran sueño”
Una tensión crece, pero no es una tensión evidente ni dramática. En medios tonos, como si en la base estuviera sonando un bajo que sostiene el ritmo de una historia similar a cualquier otra, sin demasiadas estridencias, las piezas empiezan a cargarse de sentido.
“Cuando entiendo que la música
te empieza a incomodar
me paro de un salto
y salgo al patio en calzoncillos
busco entre las bolsas
y separo de un tirón
la bailarina del mecanismo.”
El desenlace se precipita:
“Es algo duro de ver
cómo las piernas se quiebran
y la música tropieza hasta extinguirse
pero todo es preferible
a que la novela de tu vida
termine por despertarte:
es un sueño para nosotros
ser distintos a nuestros padres
y me gustaría que así
sigan las cosas
al menos por esta noche.”
Bitar, en sus textos, consigue que la literatura sea eso mismo: una cajita de música, un artefacto sencillo pero alucinante que bien puede adquirir resonancias diversas: despertar la nostalgia o conducirnos al espanto.
En el primer relato de Acá había un río, un romance de juventud queda trunco y las vueltas de la vida hacen que el protagonista termine formando familia con una ex. Al final, obsesionado con la reaparición de esa chica diez años después, vuelve a la quinta donde pasaron algunos días, los últimos, antes de la muerte de su padre: encuentra el lugar donde encendieron un fuego, la olla, ahora oxidada y cruzada por telas de araña, donde calentaron la comida, la mesa donde tomaron el vino, el piso donde hicieron el amor. “¿Cómo pudo todo quedar en ruinas?”, se pregunta el narrador. “Bueno, no en ruinas, exactamente, o, en todo caso, no todo. Al menos tiene a su familia, se dice. Las cosas no salieron como él pensaba pero ahora tiene una vida, aunque no sea la suya”. Otra vez las escenas construidas con una profunda carga de sentido. Otra vez el pasado que vuelve para enfrentar a uno de los personajes en un presente bastante diferente al que él imaginaba, con el que él soñaba. Otra vez el fracaso de una vida narrado sin estridencias. Bitar está obsesionado por el fracaso de la pareja y sobre esas ruinas construye su poética. Es la estética del esqueleto. En el despojamiento, en el trabajo minucioso con la elipsis, Bitar construye su singularidad. Y hay que decirlo: aunque escriba cuentos o novelas Bitar nunca deja de escribir poesía.
En los artefactos de aquel libro encontrábamos siempre personajes que eran nombrados como si habitaran todavía los borradores del autor: él o ella, chico y chica, fulano, mengana y zutano. En definitiva, ¿que convierte en real a un personaje? ¿Un nombre? No. El personaje es lo que hace. Lo importante es la mirada, la particularidad del ojo que mira y cuenta, ese ojo que al imponer su mirada revela un pliegue desconocido del universo. Sabemos que Bitar leyó bien al poeta Juan Manuel Inchauspe y alguna vez, a la poesía de Inchauspe, Bitar aplicó la definición de Eliot al sostener que el único modo de expresar una emoción en forma de arte es encontrando un correlativo objetivo, es decir “un grupo de objetos, una situación, una cadena de acontecimientos que sean la fórmula de esa emoción particular, tales que, cuando los hechos externos, que deben terminar en una experiencia sensorial, son dados, la emoción es evocada de inmediato”. Podemos hacer algo parecido con Bitar: entender que las situaciones que él construye, los objetos que mira, los personajes que transitan su mundo, producen una emoción particular con la que podemos empatizar porque creemos que sólo esos personajes pudieron entendernos, pudieron sentir algo que –pensábamos– sólo era un sentimiento nuestro. “Toda historia, en sus consecuencias, compromete al mundo entero”, escribe Bitar en Teoría y práctica, y desde el título expone un procedimiento: relatos que son una maquinaria donde se amalgaman la teoría y la práctica: contar una historia, pero antes o durante, reflexionar sobre el modo en que esa historia está siendo contada. Eso sucede en “Para Elisa”, “La fuerza que lanzará la flecha hacia delante” y en “Siempre hay explosiones a lo lejos”. En cambio, en “El próximo nivel”, único relato de la sección “Práctica”, Bitar empieza de una escena: dos personajes que se besan, sin previo aviso, como ocurren con los besos clandestinos. Libro tras libro, Bitar crece y afila su mirada hasta volverse único. Entre esas dos partes, Bitar traza un arco que va del derrumbe personal al derrumbe universal y colectivo. ¿Qué queda después del fin? Voces, miradas, las historias recordadas de lo que alguna vez fuimos.
La literatura de Bitar tiene algo objetivista. Y además de Eliot podemos referirnos a Joaquín Giannuzi, quien una vez escribió que la poesía no nace, que está allí, al alcance de toda boca para ser doblada, repetida, citada, total y textualmente. Y en una suerte de ars poética plantea que uno, al despertarse, ve cosas: vio una lámpara en la mesa de luz, una radio portátil, una tasa azul. “Vio cada cosa solitaria y vio su conjunto. Todo eso ya tenía nombre. Lo hubiera escrito así. ¿Necesitaba otro lenguaje, otra mano, otro par de ojos? No agregue. No distorsione. No cambie la música de lugar. Poesía es lo que se está viendo.” Bitar consigue ver el mundo cotidiano y encuentra en esos restos la poesía: sin agregar nada, sin cambiar la música. De ese modo lo revela.
En todo este tiempo hablé de piezas, artefactos, maquinarias. Porque la de Bitar es una literatura que se parece a esos aparatos herrumbrados en el patio de una casa chorizo que vemos todas las mañanas, una visión que nos lleva a imaginar, al amanecer, después de una noche de resaca, cómo funcionó alguna vez, pero ahora, olvidada, esa máquina, en su abandono, nos enfrenta a la inevitable imagen del fin y la destrucción que produce el tiempo. Y esa imagen, sin dudas, nos conmueve, porque la mayoría de las veces la desolación es hermosa. Si tuviéramos que pensar en una imagen para hablar de la literatura de Bitar podría ser esa. No hace falta decir mucho más. Lo vengo diciendo hace tiempo: lean a Bitar. Es lo mejor que tenemos.