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Fragmentos y Frankenstein

Una novela sobre el cuerpo

"¿Puede una serie de anécdotas no hilvanadas y el diario sobre la imposibilidad de estructurarlas ser considerado una novela?" Alrededor de La novela del cuerpo, de Rafael Courtoisie (HUM).

Por Antonio Jiménez Morato.

Para PB, porque todo esto se nos ocurrió durante un viaje en auto.

Siempre me sorprendo al escuchar a alguien denominar una calle por su antiguo nombre. Cuando algún amigo dice que va a bajar por Cangallo, y se refiere a las cuarenta y cinco cuadras que pasaron a llamarse Perón en pleno alfonsinismo, no a la cuadra que enlaza con el Parque Centenario y guarda el nombre como una huella anacrónica de un Buenos Aires que no fue. Algo parecido sucede cuando te dicen que debes encontrarte en Serrano y Paraguay, por ejemplo, o esa persona que aún nombra Scalabrini como Canning, lo que además de una costumbre puede ser leído como un gesto inconscientemente político. En todo caso, las ciudades de esas personas se remiendan con la propia, y al final la cuadrícula deforme que conforma el callejero no es sino una sutura de todas esas ciudades, fragmentarias, que cosidas de cualquier manera vienen a dar en un Buenos Aires frankeinstinizado por el que todos nos movemos.
A veces me da por recordar, cuando pienso en ese cuerpo urbano hecho de trozos que encajan a duras penas, desproporcionado e informe, en otros prometeos fabricados esta vez en la mente de los adolescentes para y durante sus sesiones masturbatorias. Cuerpos que reúnen las partes de diferentes cuerpos que el deseo, inconsciente, o la perversión más ansiosa por verse satisfecha –la perversión no es otra cosa que el deseo conscientemente satisfecho– y que se usan y desechan como pañuelos de papel o cuchillas de plástico, herramientas destinadas a fundirse en unos segundos de placer y para las que ha sido necesario todo un gozoso ritual de ocultamiento y disimulo hasta poder entregarse a los mecanismos del deseo.
Cuerpos desajustados, que funcionan pese a su desperfectos como herramientas necesarias. Casi siempre, por otro lado, no llegan a cobrar presencia sino cuando fungen, de modo pasajero, como escenarios o pulsiones del cuerpo. Cuerpo, materia, del que precisamente son metáfora y sinécdoque, ya que no son sino materializaciones, acaso somatizaciones, de un concepto que necesita encarnarse para su uso, ya sea geográfico ya sea sexual. Todas estas ideas se me vinieron a la cabeza mientras leía un libro, que se ofrece como novela aunque no creo que llegue a ser la materialización de una pese a lo explícito de su cuerpo, y que publicó el año pasado en Uruguay: La novela del cuerpo, de Rafael Courtoisie.
Uno sospecha. Sospecha que la ciudad que tiene en su cabeza sea la ciudad por la que se mueve no ya todos sus habitantes, sino incluso él mismo. Sospecha, también, que esa mujer galvanizada de las sesiones onanistas es una conjetura imposible, pero no por estar hecha de remiendos de otras tantas, sino porque la misma idea de la mujer es una conjetura, y las conjeturas elevadas a una potencia cualquiera se tornan probabilísticamente en quimeras cada vez más improbables. Sospecha, a la postre, que una novela requiera indicar en su mismo título que lo es. O, dicho de otro modo, un género tan proteico y cambiante como la novela, tan inabarcable en sus infinitas realizaciones, al indicar en su título que es una novela no hace sino verbalizar su primera duda. La novela más relevante de la literatura uruguaya del siglo xxi, La novela luminosa, marca de ese modo, desde la explicitación genérica del título, el complejo del que nace: ¿puede una serie de anécdotas no hilvanadas y el diario sobre la imposibilidad de estructurarlas ser considerado una novela? Levrero no lo logra, pero permite que suceda el milagro, y es esa ambición la que convierte al libro en un texto de referencia. Menos acabado que El discurso vacío, sí, pero sostenido en una aspiración de altísimos vuelos: darle cuerpo a lo inaprensible. Courtoisie se plantea algo más concreto, más factible: una novela sobre el cuerpo. No me entiendan mal, no quiero comparar a Courtoisie con Levrero, o quizás sí, con la tranquilidad de que en esa comparación siempre saldrá mal parado el que no es Levrero, y por eso no sirve como indicio alguno de la calidad del texto. Lo que sucede en La novela del cuerpo es que al leerla uno comprende que es una novela sobre los órganos, sobre la fragmentación del cuerpo, sobre sus prótesis y el poder simbólico de cada una de esas piezas, pero que jamás, en ningún momento, destila intención alguna de haber tanteado, meditado, ponderado o reflexionado sobre el cuerpo como mecanismo completo. Lejos del cuerpo sin órganos deleuziano, la novela de Courtoisie versa sobre órganos conflictuados con el cuerpo que los alberga. Y, en fiel correlato, carece en sí de argumento que hilvane las escenas dialogadas sobre la compra de diversos órganos o partes corporales entre sí, o con los fragmentos más o menos ensayísticos del texto. No hay, por tanto, nada que permita hablar del «cuerpo» de esta novela desde una visión mecanicista en la que cada uno de sus órganos cumplan su función dentro de un mecanismo más complejo. No, pareciera más una caja de herramientas, donde cada uno de los destornilladores, martillos, tenazas, etc. esperan amontonados a la llegada de alguien que los necesite para alguna tarea, formando todos un conjunto, el de las herramientas de la caja, que si bien suma un todo conjunto carece de toda organicidad interna. Y eso, que es una característica del texto, puede ser leído como virtud o como defecto dependiendo del punto de vista de cada uno. Habrá lectores que encuentren disperso y deslavazado el conjunto, y requieran de un argumento que atara y justificara la idea de una novela desde una perspectiva más o menos convencional, quizás, como les sucede a tantos espectadores de Suicide Squad les moleste que no haya en sí, una trama unitaria que ate la narración. Por otro lado, otros transitarán las páginas del libro alborozados por esa diversidad y hallarán en su pluralidad de esbozos el sentido real de una novela en los albores del siglo xxi, fragmentaria por necesidad ante las características epocales de nuestro tiempo: imposibilidad de fijar la atención e hiperestimulación más o menos superficial. Siguiendo estas dos posibles interpretaciones la novela será, pues, una novela plenamente corporal, un cuerpo con el que cada uno puede hacer lo que quiera y encontrar satisfacción a la medida de todos sus posibles usuarios. Y al final, una sospecha: ¿qué queda del cuerpo sino tierra, humo, polvo, sombra, nada?

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