Fiordo inaugura su colección de no ficción con un libro sobre el mate
Escrito por Carmen Cáceres
Jueves 31 de marzo de 2022
De Macedonio Fernández a Roland Barthes, Carmen Cáceres piensa alrededor de la bebida típica argentina en su nuevo libro. Un adelanto de Al borde de la boca. Diez intuiciones en torno al mate, novedad que abre en Editorial Fiordo la colección Legua.
Por Carmen Cáceres. Foto de Eduardo Carrera.
Hay bebidas que uno consume toda la vida sin gustarle: el té y el whisky. Bebidas-horas, bebidas-efecto y no bebidas-sabor.
Roland Barthes, Roland Barthes por Roland Barthes (1975)
Puede que nuestra infusión de yerba sea una de esas bebidas que menciona Barthes: la consumimos toda la vida sin saber si nos gusta en realidad. Incluso cuando desarrollamos preferencias entre las distintas yerbas y encontramos el modo de la versión personal, la búsqueda del mate rara vez se justifica en su sabor. Es evidente que las personas que tomamos mate todos los días no lo hacemos para saciar el hambre (fisiológica) sino para saciar el apetito (necesidad psicológica, social). La sed de mate no se satisface con agua caliente mezclada con yerba sino con agua caliente mezclada con yerba de determinada forma y en determinados tiempos. De ahí que el puro cumplimiento del protocolo nos proporcione ya los primeros placeres básicos: asentar las hojas en el recipiente, esperar el agua y disponer el cuerpo para lo que se viene son algunas de las repeticiones que me complacen y acercan cada día a la infusión. Desde la perspectiva del hábito, el mate es un placer sumiso, un placer burgués.
De la boca hacia dentro, en cambio, el placer no es tan evidente. Los sentidos me ponen en relación con el mundo y si tuviese que describir el rol que cumplen durante la ceremonia del mate, diría que la vista interviene para garantizar la delicadeza al cebar: no mojar toda la yerba de golpe, no tirar agua sobre la mesa. Los ojos van y vienen, no se detienen demasiado en el mate, solo controlan su mecánica. El tacto de la mano registra la calidez del recipiente, y la boca percibe el calor primero en los labios apoyados en la bombilla y después en el agua que se abre camino en mi interior. El olfato, siempre un poco relegado, percibe el sutil aroma que desprende la hoja húmeda y complementa el gusto. El oído reconoce el borboteo del agua cuando cae y el aire que sube por la bombilla cada vez que termino una cebadura. Estos sonidos sostienen la estructura de la ceremonia y por lo tanto son indispensables para ordenar su oficio. Por tratarse de un «alimento», podríamos pensar que el gusto cumple la función principal. Da información sobre las variaciones del proceso: al principio, las hojas desprenden una aspereza que se percibe como amargor (y por eso la costumbre indica que el primer sorbo debe tomarlo y escupirlo quien ceba), pero poco a poco la temperatura se estabiliza y las hojas prelavadas van trayendo mates con un sabor vegetal intenso, acerbo y un poco astringente. El sentido del gusto me indica que he llegado, que estoy en lo que se podría llamar «un buen mate», y sin embargo no es aquí cuando siento el mayor placer.
Hay una somestesia del mate, una sensibilidad que percibimos con todo el cuerpo y que no está localizada en ningún órgano en concreto. Si la preparación me proporcionaba los primeros placeres básicos, esta somestesia me brinda el segundo gran placer: el reencuentro, el fin de la abstinencia. En las primeras cebaduras, cuando el sabor es puro calor amargo y recio deslizándose por mi garganta, suelto una o dos exhalaciones como si el cuerpo entero hubiera estado esperando este encuentro, como un abrazo. A medida que voy sumando mates, un velo o presencia árida va quedando adherido al codo de mi garganta, anestesiando en parte su percepción. Las hojas se oxidan en el recipiente, mi mente se aclara. Hay una transferencia de la yerba hacia mí: tercer gran placer. Los órganos del sistema digestivo van adquiriendo relevancia, pesan más, me parece que casi puedo identificar mi esófago y estómago, mientras que mi lengua y mi paladar (aturdidos por el calor) se aflojan, se suavizan. Este entumecimiento se contradice con la energía que poco a poco van acumulando mis músculos, colmados de una carga eléctrica que anuncia un movimiento. Tecleo con más fuerza: cuarto gran placer. Cebo más apurada, pierdo precisión, empiezo a inundar la cebadura, el sabor se vuelve más ferroso y el agua, más pesada. Hasta que percibo una sensación de saciedad en el vientre que, de un mate al siguiente, se convierte en malestar.
Nuestro idioma refleja bien esta estructura sensorial y somestésica: jamás decimos que el mate es rico, sino que está rico. El sabor agradable no es una constante en la ceremonia sino solo una de sus etapas. Por eso quienes prueban el mate casi siempre lo rechazan la primera vez. Para alcanzar el placer debe haber un crecimiento (o endurecimiento) del paladar, un proceso de culturalización. Y más tarde, avanzando en el desarrollo de los vínculos sociales, para llegar al placer del mate en grupo hay que aceptar además el uso compartido de la bombilla. El hecho de que haya que pasar por todas estas pruebas para adoptar el hábito me hace pensar que el mate no es un medio sino un fin en sí mismo. No se bebe: se toma, se posee. En nuestra cultura, toma mate quien tiene sus utensilios y lo hace todos los días. El resto no toma mate, a lo sumo se toma un mate.
Esto echa por tierra las justificaciones del mate como «infusión útil». Antes, mucho antes que su sabor o sus beneficios químicos, está la construcción de un hábito que no se ejecuta fácilmente (exige varios utensilios, la manipulación de agua caliente y una relativa quietud) y que no agrada de entrada al paladar. La infusión de yerba no es un elixir, su sabor no nos acerca a los dioses sino, por el contrario, nos devuelve a la tierra, a nuestra voluntad, nos humaniza. Supongo que más que placer, el mate es un goce: una satisfacción jamás exenta de tensión.
A los setenta años de tomar mate todos los días, no encuentro la solución que mi garganta me pide para el sorbo perfecto. No sé si me falta una yerba diferente, una colocación más apretada o floja, una bombilla más corta o larga o estrecha, una temperatura más o menos caliente, una dirección dentro de la boca del sorbo salido de la bombilla, un sorbo más grande o más pequeño (…). Lo mismo se puede morir de esto que de cáncer. Pero perdería ostentosidad la medicina si tuviera que decir en el certificado de fallecimiento que la persona ha muerto porque proyectaba mal, sobre el fondo de la garganta, el sorbo del mate amargo que usaba todas las mañanas.
Macedonio Fernández, «Soliloquio literario» (1945)
Tanto por los procesos de la yerba como por la dinámica de la ceremonia, el mate es una infusión extremadamente sensible al tiempo. Sin embargo, me sorprendió descubrir que esa sensibilidad no depende ni se impregna del tiempo que hace, del clima. Las estadísticas no registran que se tome mucho más mate en los meses fríos ni que las personas modifiquen en verano el momento destinado a la infusión. Parece un hábito inmune a las estaciones.
Pero no a la distribución económica del tiempo en el día a día. Sería una ingenuidad creer que las personas que tomamos mate nos entregamos cien por cien a la ceremonia como quien se entrega, por ejemplo, a la lectura. De lunes a viernes, la mirada trabajadora debe camuflar el mate en actividades que lo permiten y reservar el mate por el mate en sí a los fines de semana o a los extremos del día (tarde en la noche o muy temprano en la madrugada). Entre semana, se toma mate mientras se conduce, se atiende, se limpia, se reúne, se opera en la computadora, se sirve, se arregla, se enseña, es decir, mientras se produce. La ceremonia sucede casi siempre en paralelo, pero no por eso en segundo lugar: no importa lo que esté haciendo, el mate impone un ritmo a mis movimientos y me fuerza a regresar constantemente al cuerpo y al tiempo presente, como una especie de mantra. La sucesión cebar-sorber-esperar repetida en ciclos más o menos constantes disminuye en mí la acumulación neurótica. Si mi mente se tienta en proyectar hacia el futuro, la periódica necesidad de acomodar la cebadura o verter agua me obliga a abandonar la imaginación y regresar al ahora, recordándome que esa proyección ha sido solo uno de los hologramas posibles. Si el plan no avanza, si el producto no llega, si un compañero responde mal, volver a la temperatura y al sabor del mate no es un consuelo: es una salida del bucle, de la cerrada espiral de pensamientos. Más que un oasis de contemplación, de lunes a viernes el mate garantiza a la mirada trabajadora un núcleo de resistencia durante la acción, un hueco en la inercia productiva que la protege del tiempo atomizado. A veces me tienta pensar que la protege también de las ideas románticas.
Tomar un mate es respetar la tradición / venerar nuestras costumbres, nuestra civilización. / Yo sin embargo descubrí que no me gusta / y que lo tomo por inercia, para no decir que no. / Si todos toman me da cosa rechazarlo / y quedar yo como un sorete o pasar por maricón. / Soy uruguayo y por lo tanto metedor / tomo igual, aunque me quemo y es un asco su sabor / es un mejunje de agua verde con microbios / con el sarro y con la baba que dejó el tipo anterior. / Gracias a vos, yerba de mierda / de noche voy diez veces a mear / gracias a vos sufro de insomnio / y de un horrible aliento matinal / tengo acidez, tengo gastritis / estoy loco del reflujo y del ardor. / Voy a empezar a tomar nafta / seguro que es más suave y es mejor.
Agarrate Catalina, Cuplé del mate (2010)
Toda tomadora, todo tomador de mate descubre tarde o temprano su límite. El mate también puede ser un vicio en el sentido de que su exceso perjudique el cuerpo y la mente. Pero es un vicio menor, no genera conflictos con los demás y tal vez por eso se lo considera un vicio querible.
Si estamos de acuerdo en que cada persona elige sus vicios, estaremos de acuerdo también en que cada persona elige experimentar, a través de ellos, una pérdida voluntaria del control, un ensayo lúdico con la muerte. El ejemplo más evidente entre nosotros es el alcohol. «Hay que estar siempre borracho —recomendaba Baudelaire en El spleen de París (1862)—. Para no sentir la carga horrible del Tiempo, que rompe los hombros e inclina hacia el suelo, tienen que embriagarse sin tregua». Esta cita expresa una creencia bastante habitual: el tiempo está afuera del sujeto, es un factor corrosivo, y el alcohol —con sus etapas de dulzura, enajenación, pesadumbre y sosiego— convoca al verdadero ser primitivo que habita en el interior de cada mujer, de cada hombre. Para Baudelaire, el exceso de alcohol era el acceso a una unidad inmutable en su interior —algo parecido a lo que veía la generación beat en las drogas—.
Pero la infusión de yerba, igual que la sofisticada ceremonia del té, propone una relación opuesta con el tiempo: no es algo que esté afuera, sino el eje interior al que el sujeto regresa. El mate me hace coincidir conmigo misma en el sentido de que disminuye la distancia entre lo que soy y lo que pienso. No produce multiplicación sino síntesis, dejo de verme desdoblada. Sexta intuición: el mate es un hábito realista, no me da acceso a una verdad interior, sino que —en el mejor de los casos— me ayuda a crear simetría con la materialidad exterior. Si alguna muerte se ejercita en su exceso, es la muerte del idealismo. Y el lugar en el que desemboca su vicio es la práctica de un solipsismo difícil de extirpar.