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Fantasmas que intentan dar nombre a lo que no tiene nombre

Leonora Djament prologa El Frasquito

"Luis Gusmán es un escritor que escucha deseos, o mejor, escucha el deseo y lo pone a circular" escribe Leonora Djament en el prólogo a la reedición de El frasquito (Edhasa), obra clave del escritor argentino.

Por Leonora Djament.

  

Prefiero la relectura a la lectura; no soy curioso de novedades. Creo que nadie puede conocer a sus contemporáneos. Schopenhauer aconsejaba no leer ningún texto que no hubiera cumplido los cincuenta años.  

Jorge Luis Borges  

  

Luis Gusmán es un escritor “poseído”. Él mismo nos lo sugirió en La rueda de Virgilio: “Me transformé en un poseído porque la voz procedía de ese cuerpo pero era el relato de otro espíritu”.También nos contó que los ruidos de los espíritus decidieron la acentuación ortográfica de El frasquito, este, su primer libro.* Sus narraciones son, así, el resultado de un trabajo con voces: voces que felizmente aprendió a oír gracias a su madre y sus tías espiritistas. A partir de este trabajo que proponen sus textos con las voces, la literatura de Gusmán arma –dicho barthesianamente– una estereofonía. Sus narraciones son un tejido de voces, escuchadas o invocadas.

Efectivamente, si acercamos el oído a todos sus libros, vamos a escuchar voces de prostitutas, cantantes de tango, pesistas, levantadores de apuestas. Son voces marginales, voces que no

encajan (o desencajadas), voces que zumban (¿“voces mosca”?). Son las voces de los segundos, los que en apariencia no pudieron construir vidas heroicas, luminosas o ejemplares, a quienes les estarían vedadas las pasiones grandes, los deseos vitales, las acciones extraordinarias; son, sin embargo, los que no hacen más que sostener incansablemente el funcionamiento del mundo. En las narraciones de Gusmán no se trata de contar las hazañas memorables de los grandes héroes, no hay grandes relatos épicos, sino las micropasiones, los deseos secretos, las pequeñas trampas que hacen tambalear, aunque sea por un momento, lo que la Ley o el destino les ha impuesto.

Hay que saber escuchar atentamente para que el ruido se vuelva voz y los deseos se dejen oír. Luis Gusmán es, entonces, un escritor que escucha deseos, o mejor, escucha el deseo y lo pone a circular: el deseo es lo que hay que poner a circular, no el dinero o el oro que siempre termina empeñado (como la cadenita de oro en El frasquito). Nada más subversivo que seguirle siempre la pista al deseo. Un deseo que justamente en esta novela se vuelve irreverente, abyecto, provocativo, transgresor: incesto, orgías surrealistas, asesinato del padre, tortura. Al igual que el deseo, también circula aquí la leche: la “mala leche” –de la policía– y la leche buena –la de la teta buena–, la leche que se transforma en semen y las mamaderas que se transforman en frasquitos. Deseo, leche, sentido: todo debe seguir circulando para no quedar capturado por la Ley.  

Pero en El frasquito no sólo hay personajes que transgreden la Ley, sino que prácticamente todo el texto se propone como un “fuera de la Ley”, como sugirió inicialmente Ricardo Piglia.* Más allá de haber sido literalmente censurado en 1977, podríamos decir que esta nove la subvierte permanentemente los límites, las clasificaciones, las normas, los géneros, la cronología lineal, las leyes de la representación, la sintaxis, a partir de un trabajo con la mezcla* (“todo se mezcla en mi cabeza”, dice justamente el protagonista).** Esta mezcla frenética produce una desnaturalización del lenguaje que funciona como antídoto contra la ilusión referencial. Es que la familia, el lenguaje, el senti do no tienen nada de natural y en cambio son ejercicio de pura violencia cotidiana: violencia a la que la novela le opondrá otra violencia (sin táctica, semántica, simbólica, social) y que no hará más que desplegar enloquecidamente has ta el delirio surrealista.

En 1973, cuando se publica por primera vez El frasquito, la urgencia revolucionaria exigía todavía el compromiso sartreano y directo del escritor con sus ideales políticos, todavía flotaban en el aire las estéticas realistas, el impera tivo de la literatura como representación; la opacidad del lenguaje, en cambio, la pérdida de la ilusión referencial eran las nuevas armas, afila das escandalosamente con la teoría francesa y  el psicoanálisis. La intervención fue fructífera:  El frasquito agotó las primeras ediciones rápidamente. 

El frasquito, entonces, es un texto que traba ja subvirtiendo, deshilachando las leyes y clasificaciones sociales e hilvanando voces, para transformarse en un texto enloquecidamente polifónico. En la novela aparecen letras de tangos, también las cartas que se han escrito los padres de Gusmán, trascriptas casi en trance, * a las que se suman múltiples voces: el narrador – el mellizo vivo– habla en primera persona, mientras va y viene en el tiempo, retrocediendo hasta volverse la voz de un niño para trans formarse luego sorpresivamente en una primera persona plural, colectiva, que luego vuelve a torsionarse en un narrador en tercera persona o en el monólogo de un policía o del padre o de la madre, entre otras voces que se dejan oír cada vez de manera más alucinatoria y vertiginosa.  

Pero además de las voces de los vivos, encontramos en esta novela las voces de los muertos: El frasquito está poblado de espíritus, “espíritus por todos lados”, dice el narrador.* Como cuando la madrecita asiste a las sesiones de espiritismo y habla por el mellizo muerto, o cuan do el espíritu de Gardel se hace escuchar, pero para sorpresa del narrador habla por boca de una mujer y se vuelve, tal vez, el comienzo de una educación sexual y sentimental irreverente, transgresora, provocativa, fuera de la Ley.  (Habría que leer El frasquito también como una novela de iniciación a la que habrá que preguntarle qué es lo que se inicia.) Espíritus por todos lados, entonces. Aunque siempre los espíritus son más: también sobrevuela Eva Perón, en el cuerpo de la madrecita que anémica, pálida, en trajecito sastre, debe ir al cabaret a bailar pero está enferma, se desarma, se muere, “sus ojos se cerraron”, se desarma como un títere, hay que juntar sus pedazos. Y también se prefiguran en esta novela los desaparecidos de la última dictadura militar si pensamos en el mellizo muerto cuyo cuerpo no está, no aparece, aunque pareciera que “lo tiró al Riachuelo”,* y el narrador es torturado para que cante. Sin olvidar que los vivos prenden velas a los muertos pero también los muertos –se nos dice– velan por los vivos; y también que el mellizo muerto es un “espíritu errante”** (“errante en la sombra, te busca y te nombra”): ¿será esta también una novela de fantasmas? Fantasmas que intentan dar nombre a lo que no tiene nombre, a lo que no se quiere o puede nombrar: el incesto, la muerte, el sinsentido, la mezcla, el deseo, el fuera de la Ley.  

Relato de fantasmas, de espíritus y brujerías. Por eso los ojos en esta novela se vuelven “brujos” y la boca, “loca”,*** y lo que se hechiza es la novela toda a través de su lengua: una lengua que también se vuelve loca, desviada, febril (“febril la mirada”). Gusmán aprendió con Barthes a “hacerle trampas a la lengua” para “escuchar a la lengua fuera del poder, en el esplendor de una revolución permanente del lenguaje [que] por mi parte la llamo literatura”.* “Escuchar la lengua fuera del poder”,  entonces. Hay que ser un escritor médium, un escritor poseído, pero ahora ya no poseído sólo por las voces sino por el lenguaje. Sabemos que la lengua es autoritaria, sostenía Barthes, por que dice lo que quiere, habla por nosotros, nos posee. Por eso hay que hacerle trampas permanentemente. Y la trampa en la literatura de  Gusmán se llama acento. De hecho, podríamos decir que Gusmán se convirtió en escritor prestando atención a la circulación incesante de las letras y las tildes, empezando por su propia  genealogía: en su historia familiar –nos cuenta en La rueda de Virgilio o en Avellaneda profana– se multiplican los apellidos mal escri tos, mal tildados, mal anotados. Gusmán tantas veces escrito con z (Guzmán) en vez de con  s; Gusmán escrito con tilde en los primeros años en lugar de sin tilde, como figuraba en su documento; o el apellido materno que multiplica las z en Vázquez; también la o que le falta al verdadero apellido paterno, que resulta ser  Gusmano, perdiendo la o final en “las erratas de una inmigración mal escrita”;* y de ahí a El frasquito como un libro “mal escrito”, en  palabras del propio autor. Como él mismo lo enfatizó, empezando por la S/Z “gusmaniana” (Barthes zumbando siempre), su entrada en la literatura se juega literalmente en la aceptación –borgeana– de un acento (el de Gusmán, claro, la a con tilde que adopta en algún momento de vida de escritor). La adopción de un acento que, además, vuelve su apellido seudónimo o impropio. Y también irreverente: Gusman (sin tilde) remitía en su juventud a las  instituciones del poder (la escuela, la salud, la iglesia, el servicio militar). Gusman era también la “pérdida de libertad, someterse a una serie, a una lista en alguna fila menesterosa”.** El acento, entonces, (la tilde) le dio libertad: construir un acento significó construir una libertad (“una” libertad, no “la” libertad). Una libertad, trampeando a la lengua. (O podría mos decir, “trompeando a la lengua”, con tan tos pesistas y exboxeadores desperdigados en sus relatos.) 

Se trata de trampear a la lengua, entonces, postulando en el hacer una ética para la literatura. Eso es lo que nos propone Luis Gus mán en sus libros: una ética para la literatura, que podemos llamar también “una literatura mosca”. Una literatura que zumba (¿que molesta?), que puede cruzar borgeanamente la literatura universal (Joyce, Beckett, Kafka) con cer teras letras de tangos y un fraseo orillero que acentúa escandalosamente los verbos. Así se construye una literatura hecha de pura mezcla, que borronea los posibles orígenes, desafiante frente a las tradiciones, bastarda (como el narrador de El frasquito que no termina de  lograr el reconocimiento del padre y busca durante toda la novela al otro –al Otro–, al padre, al mellizo muerto, al medio hermano).  Porque Gusmán entendió que el lenguaje y la literatura son una cuestión “de dobles y bas tardos”, siempre de una voz impropia y sin origen. Por eso abundan en todas sus narraciones  las citas, las copias, los dobles, las reescrituras, que son otra forma de nombrar a las voces: ¡los espíritus!

Habría que pensar si La rueda de Virgilio o Avellaneda profana no son reescrituras arrabaleras de Barthes por Barthes, donde queda claro de comienzo a fin que no hay nada más impropio que la propia vida y que por eso el ensayo, la autobiografía, la relectura de los propios textos se novelizan. En tiempos donde lo que se ha dado en llamar “literaturas del yo” o “autoficción” está en boga, reeditar El frasquito es subrayar que la literatura siempre estuvo allí para abismarse entre la “propia” vida y el texto, con el objetivo de recordarnos que la vida de propia no tiene nada y que cuando se cruza con la letra hace de esa expropiación su fuerza vital (la construcción de un plural). El frasquito –o cualquiera de sus otros libros– no son autobiográficos, por supuesto, sino que son la prueba de que no se puede, sino escribir en un duelo permanente con eso que llamamos “nuestra propia vida”. Gusmán lo sabe, por eso ya lo había dicho mucho tiempo atrás en el prólogo de 1984 a El frasquito: “El estilo siempre le impone un límite a la confesión”. Por eso sus libros son puro estilo, pura forma, puro acento. Afortunadamente, el estilo, la forma, la lengua, en definitiva, son el freno para no caer en la tentación o en la creencia de que hay una vida que es propia y que, además, es posible narrarla.

Esta literatura bastarda, además, torsiona en El frasquito los dos linajes* que la literatura borgeana ha declinado tantas veces enfrentando dos tradiciones (una europea y libresca, otra criolla y cultora del coraje). Aquí en El fras quito se baten a duelo también el linaje pater no y el materno, pero de un modo alucinado: el mellizo muerto, se nos dice, ha heredado la sangre del padre y por eso muere (como va a morir varias veces el padre en la novela). El mellizo que vive, en cambio, hereda la de la madre en una fantasía biológica delirante que bifurca y enfrenta la sangre. Ese es el mellizo que “se salvó”,** y eso es lo que lo salvó: la sangre materna, la leche materna. Aunque habría que pensar si realmente hay salvación posible en un mundo injusto, violento, cruel, donde hay que “romperse el culo”, “rifar el culo”, “empeñar hasta el culo”*** para poder comer y vivir. Hay que ver si hay salvación posible cuando la culpa que carga el mellizo vivo es tan grande que funciona como condena en un juicio sumario: el narrador nace pagando la culpa por la muerte del mellizo muerto. También Ana, la prostituta, le recuerda al narrador cada vez que la visita que hay que pagar primero, siempre, aunque el narrador le dice “no acabo ni voy a acabar nunca”.* Por eso la salvación queda en duda, y tal vez no haya redención posible. Aunque quizá la redención pueda pasar por la lengua loca o la literatura bastarda y mezclada: Artemio, quien ejerce la fuerza en alguna escena de la novela, se apocopa y se transforma en boca de una mujer en “Arte”. La boca de una mujer, la boca loca, como aquella mujer que habla por Gardel o la madrecita que emboca su sangre en uno de los mellizos: la boca que sabe mezclar.

El frasquito es una novela de iniciación, también una novela que interroga qué es una familia; una novela bastarda pero, sobre todo, una nove la de fantasmas. Sólo así se puede escribir convocando las voces de los muertos: el mellizo muerto, el padre muerto, el padre al que hay que matar, Gardel, Evita, los desaparecidos. Escribir con las voces. Escribir con las voces de una familia, pero también de un país y de un Estado –nuestros muertos–, sabiendo que no hay redención, pero acaso nos quede una ética posible: escuchar. A cincuenta años de la publicación de El frasquito, los fantasmas siguen acechando.

 

* Luis Gusmán, La rueda de Virgilio, Buenos Aires, Conjetural, pp. 27 y 32.

* Ricardo Piglia, “El relato fuera de la ley”, prólogo  a El frasquito, Buenos Aires, Ediciones Noé, 1973.

* Oscar Steimberg, Jorge Panesi y Daniel Link han  señalado y trabajado largamente este punto. Cfr.  AA.VV., Escrito por los otros. Ensayos sobre los libros de  Luis Gusmán, Buenos Aires, Norma, 2004. Más  recientemente lo ha hecho Diego Peller en Pasiones  teóricas, Buenos Aires, Santiago Arcos, 2016.  ** Cfr. la presente edición de El frasquito, p. 88.

* Luis Gusmán, Avellaneda profana, Buenos Aires,  Ampersand, 2022, p. 69.

* El frasquito, p. 29.

* Ibidem, p. 24.  

** Ibidem, p. 31  

*** Ibidem, p. 102. 

* Citado por Gusmán, en su Barthes: un sujeto incier to, Buenos Aires, Godot, 2015, p. 12.

* Luis Gusmán, Avellaneda profana, op. cit., p. 17. ** Luis Gusmán, La rueda de Virgilio, op. cit., p. 18.

* Ricardo Piglia es quien propuso leer la literatura  de Borges a partir de un doble linaje.  

** El frasquito, p. 20.  

*** Ibidem, pp. 29 y 35.

* Ibidem, pp. 44.

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