Escapar a otra lengua
Una lectura de Molloy
Martes 21 de junio de 2016
Por Antonio Jiménez Morato.
La distancia provoca extrañas malinterpretaciones. Cuando apareció Vivir entre lenguas, de Sylvia Molloy, leí en las notas que iban apareciendo en Internet para promocionar su lanzamiento que se trataba de una nouvelle, y eso me hizo relacionarla con otro libro, publicado en Nueva York, llamado Escribir Paris, y pensé que era más que posible que se tratara del mismo texto. No sé cómo puede ser tan estúpidamente malintencionado. Molloy no puede cometer el cuestionable gesto de publicar el mismo libro con dos títulos distintos, eso es algo que sólo hacen los escritores mediocres necesitados de cobrar varios anticipos, pero no alguien grande como ella. El asunto es que, quizás trabajado de modo inconsciente por esa idea, cuando estuve en marzo en Buenos Aires y sus editores me regalaron generosamente un ejemplar de Vivir entre lenguas no llegué a abrirlo durante el viaje. Craso error. Han tenido que pasar meses para que, azarosamente, al buscar algo que leer mientras fumaba un puro en el porche de mi casa, me topase con el libro en un estante de la biblioteca. Por supuesto leí el libro de una sentada. Tuve que encender un segundo puro para poder completarlo sumido en la felicidad absoluta de una tarde tórrida de verano entregada a la lectura y los Habanos, una de esas tardes en las que la literatura parece el verdadero centro del mundo. No creo, en todo caso, que esa lectura fervorosa haya agotado el libro, al contrario, intuyo que me aguardan numerosos momentos de placer en las relecturas a las que lo vaya sometiendo.
Lo primero que es obligatorio señalar tras esa primera lectura es que Vivir entre lenguas no es una nouvelle, en tanto no hay una narratividad inserta en el texto. De hecho, no hay ninguna indicación en el libro impreso acerca de esa condición genérica, lo que convierte en más turbadoras aún si cabe esas referencias de las notas. Al contrario de lo que sucedía en Desarticulaciones, libro con el que este guarda una íntima relación que excede haber salido de las mismas manos, donde los fragmentos iban siempre dibujando la relación en el pasado y en el presente entre Molloy y su amiga, María Luisa Bastos, en este caso la vocación es, de manera más inequívoca, ensayística, más centrada en las ideas, en usar las anécdotas que desfilan por estos pequeños textos como espoleta de reflexiones sobre la traducción y el bilingüismo (en el caso de Molloy habría que hablar más bien de trilingüismo, lo que convierte en más interesante su singularidad). Pero es esa condición híbrida de género, fiel correlato de la aterritorialidad sobrevenida de su mirada, lo que evidencia lo acertado de la elección del modo en que el libro se ha estructurado. Esos pequeños textos son como esas estancias es el pied-à-terre de Buenos Aires a las que se refiere la voz ¿narradora? de los fragmentos: breves, concisas y esclarecedoras. Quizás ya moldeados por las epopeyas o a los novelones, muchas veces olvidamos que un texto breve y directo puede ser el vehículo más adecuado para una reflexión puntual, aguda, sobre unos hechos. Que no es necesario entregarle al lector mucha materia verbal cuando es más efectivo ir directo al grano.
Al mismo tiempo, es esa construcción en capítulos de temática cambiante, texto escrito ya para los lectores salteados que prefiguró Macedonio, la que construye ante el lector la sensación desterritorializada en la que se sumerge todo aquel que pasa a vivir en el extranjero. Quizás por encontrarme en una situación cercana a la de Molloy, en esa alienación perpetua, es mucho más evidente el modo en que el texto recrea la relación que se establece con las lenguas en las que uno vive. Como ha sido largamente analizado por los expertos, el bilingüismo puro es más un concepto ideal que una realización de hecho. Normalmente el hablante vive sumido en la diglosia, un fenómeno consistente en que una de las lenguas se superpone a la otra, de tal modo que, aunque es capaz de relacionarse en diversos niveles lingüísticos en diferentes lenguas, es normalmente una la que sirve de base, donde cobran forma los procesos intelectivos o afectivos del hablante. ¿Qué quiere decir eso? Muy sencillo, de modo inconsciente el hablante vive «traduciendo» los hechos. Es sobre ese fenómeno sobre lo que en realidad versa Vivir entre lenguas, que pivota en torno a esa constante traducción y proceso de meditar una y otra vez en los mecanismos expresivos de cada lengua, y por extensión, en los diferentes modos de sentir y pensar que cada código facilita, o, acaso sea más exacto, posibilita. No sé siente lo mismo en distintas lenguas, pareciera decirnos Molloy, y, aunque contradiga en buena medida los hallazgos de académicos como Chomsky, está verbalizando algo que todos hemos experimentado.
Una vez establecido ese marco, es más patente el verdadero alcance del libro: esa vida entre lenguas, en una perpetua traducción, termina por convertir al hablante en alguien enajenado o alienado, elijan a su gusto, que no cae en la condición de apátrida, que es política, sino de ser el Otro. La otredad, el modo en que el lenguaje nos desplaza a un afuera, es el verdadero núcleo del texto. En uno de los fragmentos, protagonizado posiblemente por la misma amiga de Desarticulaciones, se retrata cómo, aquejada de un proceso degenerativo, la enferma puede perfectamente hablar en inglés o en castellano, pero no puede pasar de uno al otro como lo hacía antes. Es ese tránsito libre de una lengua a otra lo que conformaba a la persona que era, y es eso lo que está perdiendo, el estar por encima de las barreras del lenguaje. Es importante señalar que uno no es sencillamente el Otro respecto a la comunidad, ya sea social o lingüística, sino que pasa a ser el Otro para uno mismo, porque las escisiones internas que ya describió Freud se intensifican con esa esquizofrenia lingüística, Lacan, que focalizó su mirada psiconalítica en el lenguaje, acertó de pleno en su intuición sobre los mecanismos de la mente.
Como contrafigura de esa amiga que se va borrando involuntariamente aparece W.H. Hudson, que se borró voluntariamente, cuyo bilingüismo se pone en tela de juicio con una serie de ejemplos, que sirven como muestra del cuestionable proceso de constitución identitaria de la literatura y lateralmente de la cultura argentina. Hudson prefirió «olvidar» lo que él llamaba the vernacular, no decía ni argentino ni español ni castellano, para convertirse en un escritor inglés. La posteridad quiso que el país del que huyó terminara por convertirlo en escritor propio obviando las pistas de su intencionado proceso de extranjerización. Molloy pareciera querer recordar en este texto a los olvidadizos, en un contexto como el actual, donde se reclamar el idioma argentino como señal identitaria –y fatalmente como muestra de imperialismo, ya que las banderas son a la postre más cárceles que estandartes–, que si algo caracterizó a la Argentina fue constituirse por encima de esas barreras idiomáticas, lo que permitió que autores como Hudson o Gombrowicz sean asumidos por la literatura argentina como propios y se dialogue con ellos pese a su expresión extranjera. En medio del debate más o menos tendencioso sobre lo nacional y lo popular, sobre la herencia y la identidad, Molloy adelanta por la izquierda a todos con un texto de vocación extraterritorial donde postula que no hay más nación que la individual ni mayor falacia que la comunicación. Lejos de los debates estructuralistas sobre si somos o no trabajados por las lenguas, algo ya aceptado como obvio, se pregunta si el individuo no es otra cosa que esas tensiones, su campo de batalla, la toma de conciencia de esa invasión perpetua, de sus retóricas, de sus significados, y acaso la libertad sea, tan sólo, ser capaz de huir a otra lengua, donde nuestros pensamientos y afectos puedan cobrar forma con plena, individual e insobornable, libertad.