Encantada por Colanzi
Por Selva Almada
Viernes 12 de mayo de 2017
"Cada vez que terminé de leer un relato (y me sigue pasando cuando releo) me quedo un rato con el libro en la mano, sin poder creerlo. Siento que Liliana tiene una comprensión absoluta del mundo y eso a mí me conmueve". El texto de presentación de Nuestro mundo muerto.
Por Selva Almada.
Hace unos pocos años me invitaron a un festival en Santa Cruz, Bolivia. Cuando leí la programación, googlée a los escritores que no conocía. Liliana Colanzi era una. Contrariamente a lo que su nombre mandaría aquí en Argentina, era una mujer muy joven y había publicado dos libros de relatos: Vacaciones permanentes, en Bolivia; y hacía muy poco La ola, en Chile. Justo viajaba a la feria de Santiago, así que busqué el libro. No lo encontré en la feria, si no en una librería, cerca del hotel, justo antes de volverme.
La cola que había en los mostradores del aeropuerto era interminable. Un centenar de argentinos con las cajas enormes de los plasmas y otros artículos eléctricos para despachar. Santiago empezaba a transformarse en la Miami del sur. Otras veces me hubiera fastidiado la espera, pero saqué el libro de Liliana Colanzi y lo abrí. El primer relato se llamaba Alfredito y empecé por ahí no porque fuese el primero (nunca empiezo en orden los libros de cuentos) si no porque me llamó la atención el diminutivo de ese nombre que siempre es de señor grande. Apenas empecé a leer me di cuenta de que Alfredito nunca llegaría a ser un señor grande al que le dirían Alfredo, pues era un niño que estaba muerto. Hay una escena en la que la narradora cuenta cómo llegan hasta su casa los chillidos de un chancho que están matando en la casa de al lado. Me acordé enseguida de un cuento de Inés Garland donde dos nenas asisten a la muerte de un chivito o de un cordero, no recuerdo bien, y de otro cuento de Mercedes Bisordi donde dice que las ovejas van a la muerte sin resistirse, bobas lanudas se entregan sin chistar. Y también de un libro de poesía que no leí (sí, también nos podemos acordar de libros que no leímos), de Soledad Castresana que se llama Carneada. Para mí, en ese momento, ya no existía la cola de argentinos con sus plasmas en el aeropuerto de Santiago. Pensaba en Colanzi y en que alguien debería escribir un ensayo sobre las escritoras mujeres que tienen esas escenas tan hermosas de masacres animales.
Colanzi acaba de encantarme en el sentido amplio de la palabra: me gustaba muchísimo y me había embrujado.
Unas semanas después nos conocimos en Santa Cruz y ese festival se convertiría en una anécdota patética y graciosa que contaríamos muchas veces, que las dos seguimos contando si alguien nos pregunta cómo nos conocimos.
Esos días en Santa Cruz me dijeron que en la plaza que había cerca del festival vivía un perezoso. Que en su época había muchos viviendo en los árboles, que se habían ido yendo o muriendo o los habían matado tal vez. Pero uno quedaba, escondido en la copa de alguno de los árboles. Como cuando voy a una casa y me dicen que hay un gato no puedo esperar a verlo, lo mismo me pasó con el perezoso y todos los días lo busqué hasta el mareo entre el ramaje, sin éxito. Si no veo al gato de la casa, siempre pienso que vendrá la mala suerte. Con el perezoso de la plaza tenía un sentimiento parecido. ¿Cómo sería? Nunca vi uno de verdad, pero en fotos he visto que tienen unas uñas largas y filosas que podrían abrir una panza al medio. Pasear por la plaza buscando al perezoso me perturbaba, me daba una sensación de miedo y ansiedad infantil, una alegría estúpida.
El festival terminó raro, con una supuesta llamada de Evo Morales censurando una mesa de cubanos disidentes. Antes de tomar el vuelo de regreso, la mujer que organizaba el evento, una señora de la alta burguesía santacruceña, nos llevó a mí y a otros tres escritores a comer un sanguche. La señora organizadora hasta el momento me había parecido amable y finísima, no una rica vulgar. Pero entonces, mientras nosotros masticábamos esos sanguches deliciosos en un bar carísimo, empezó a hablar de lo mucho que le había costado a su cuñada educar a los indios que servían en su hostería, porque estos indios no sabían ni tender una cama. Y después dijo que le encantaba venir a Buenos Aires porque aquí los mozos eran señores, sabían servir. Mientras escuchaba a esa arpía fina, pensé que estaba por irme y por una u otra razón no me había despedido de Liliana. Pero eso quería decir que volveríamos a vernos.
Y así fue. Nos hemos visto varias veces en estos años y la escuché leer un par de veces. La primera vez leyó un fragmento de Chaco y yo lo miré a mi amigo y le dije que no tenía ningún sentido escribir… o que sólo tenía sentido que Liliana Colanzi escribiera, que los demás para qué. Nuestro mundo muerto es un libro hermoso. Cada vez que terminé de leer un relato (y me sigue pasando cuando releo) me quedo un rato con el libro en la mano, sin poder creerlo. Siento que Liliana tiene una comprensión absoluta del mundo y eso a mí me conmueve.
Conté lo de la señora rica porque en sus relatos convive esa mirada blanca y prepotente con la mirada baja de los indios y los collas… y cuando esos ojos se levantan los señores tiemblan porque está ahí el verdadero poder, la verdadera propiedad que es ser uno solo con la tierra y todo lo que retoza encima de ella y sobre ella, como ocurre en Meteorito, uno de mis cuentos preferidos.
Y conté lo del perezoso porque eso me pasa con los relatos de Liliana: un animal que nunca vi, al que le temo y me emociona y me da ganas de reírme y hacer pis al mismo tiempo. Está siempre agazapado, al acecho, mirándonos con los ojitos brillantes y no sabemos en qué momento nos va a caer sobre la nuca, como un hachazo.