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En nivoso o en ventoso

Una nueva columna desde España

"El catálogo de creaciones artísticas ficticias que nos ha legado la literatura sería, como el libro de arena de Borges, infinito".

Por Antonio Jiménez Morato. Imagen Daniel Mordzinski.

 

Vous voyez bien que j’y reviens, au tableau. Le plumet y est trois fois, Monsieur. Par voie de conséquence trois fois les trois couleurs. Et les cols alla paolesca, onze fois.

Reprenons, de gauche à droite : Billaud, Carnot, Prieur, Prieur, Couthon, Robespierre, Collot, Barère, Lindet, Saint-Just, Saint-André.

Pierre Michon, Les Onze

 

 

El catálogo de creaciones artísticas ficticias que nos ha legado la literatura sería, como el libro de arena de Borges, infinito. Precisamente Borges trufó su producción de libros inventados, que en algunos casos, como el del célebre El acercamiento a Almotásim, llegaron a confundir a sus propios íntimos (es celebre la anécdota de que Bioy Casares, intrigado tras leer el artículo corrió a su librero de confianza para que le consiguiera un ejemplar de aquel libro). No fue, en todo caso, el primero en introducir un libro ficticio dentro de su propia ficción. Borges, al hacerlo, imitaba a Carlyle o a Butler, por ejemplo. Más conocido mundialmente, porque ha sido pasto a lo largo de todo el siglo XX de la cultura pop, es el caso del Necromicón que inventó Lovecraft y del que a día de hoy pueden, no es broma, adquirirse ejemplares a través de la web. Al menos de los libros ficticios de Borges, que sepamos, nadie ha sacado un partido tan directo. Pero tiempo al tiempo. Con todo, como siempre, es Cervantes el que en estas lides se lleva el gato al agua, ya que lejos de inventar un libro conjetural al que su narración hace referencia consiguió, en primera instancia, convertir el libro que el lector leía en una traducción imposible de un original escrito en caracteres aljamiados, a posteriori que su propia invención fuera usada por otros con intenciones de atacarlo y dotarlo de una presencia más tangible aún si cabe en el mundo al que hemos consensuado en llamar realidad y, para finalizar, él mismo introdujo el libro real en su ficción, dialogó con su continuación apócrifa y llegó, incluso, a dejar muy atado que nadie pudiera valerse de su creación tras su muerte. Hoy sabemos que no lo logró, pero eso es lo de menos. Quizás sólo Onetti en La vida breve se ha atrevido a recoger el guante cervantino, y postular una narración en la que unos personajes se escapan de la realidad a la ficción, pero siempre, teniendo en cuenta, que el nivel de representación permanece aislado de lo real real, permítaseme este modo duplicativo de hablar de este universo donde usted lee esto y yo lo escribo y el peso no deja de bajar frente al dólar.

Del mismo modo, en fechas más recientes, narraciones de todo tipo han incluido dentro de sí producciones audiovisuales. The Book of Illusions de Auster es un perfecto ejemplo, de ello, donde la mitad del libro se va en descripciones de películas imaginarias, o más acabado es el caso de Running Dog (la traducción al castellano optó por esquivar el complicado juego del título y optó por Fascinación, no me gusta, pero es lo que hay), donde una investigadora académica se sumerge en el submundo de las películas eróticas buscando un supuesto film porno grabado en el bunker de Berlín por Hitler.

Son, siempre, a fin de cuentas, narraciones dentro de narraciones, que se deslizan por una economía de recursos y ambiciones semejantes. Pero, qué sucede cuando la obra ficticia que se inserta en el texto requiere de una acrobacia cercana a la que explicitó Borges en El Aleph cuando escribió aquello de «Lo que vieron mis ojos fue simultáneo: lo que transcribiré, sucesivo, porque el lenguaje lo es.» La descripción de una realidad visual, la écfrasis, se puede convertir en hipotiposis mediante la inclusión de una narración donde, más allá de describir la obra, se nos haga percibirla con los sentidos. Estos dos términos son importantísimos para entender la trayectoria de Pierre Michon, considerado uno de los grandes de las letras francesas. Tras el inicial Vies miniscules, a mi juicio un tanto sobrevalorado, publicó uno de esos libros inolvidables: Vie de Joseph Roulin, donde imagina, o narra, el modo en que los últimos cuadros de Van Gogh en Arlés llegaron a París justo en el momento en que estalló su valoración artística y mercantil. Pero, sobre todo, narra, o alude, a la especial relación que se estableció entre este trabajador del servicio de correos y su familia con el pintor, así como las circunstancias en que esos cuadros fueron pintados. Al leer el texto de Michon esos lienzos cobran una especial relevancia, trascienden su condición icónica para transmutarse en sólidos pedazos de realidad, que dialogan con ella y revelan algunos detalles ocultos de la misma. En castellano este texto se incluyó en una especie de recopilación llevada a cabo por Herralde bajo el título Señores y sirvientes donde se reúnen, además del referido libro sobre Joseph Roulin, Maîtres et serviteurs, que da nombre a la recopilación inventada, y Le roi du bois. Han sido varias las ocasiones en que en Anagrama han hecho estos apaños destinados a, como se dice en argot editorial, hacer lomo, y disponer así de un número de páginas que justifique la edición del libro. No deja de resultar curioso que la nota del editor que antecede a este álbum de libros indique que Michon estaba contento con esta reunión, y que diga que su voluntad primera había sido que así se editara en Francia. Parece poco creíble ya que los libros se fueron publicando con cierta dispersión (entre el primer y el octavo pasaron nada menos que ocho años), y precisamente lo que ha sucedido en su paso a ediciones en bolsillo es que los tres textos de Maîtres et serviteurs han sido publicados de modo independiente. No parece que Michon quisiera tanto verlo en un libro único como en cinco separados. Pero bueno, eso son detalles de puntilloso. Lo determinante a este caso es que esos cinco títulos del libro de Anagrama siguen, también, las peripecias de cinco pintores. Ya se mencionó el caso de Van Gogh, el resto «visitan» a Goya, Piero della Francesca, Watteau y Claudio de Lorena. Pero, siempre, y esto es importante, el enfoque está cercano, o ronda por así decirlo, la biografía. Son tanteos, aproximaciones, a detalles más o menos marginados o despreciados por la crítica artística, intersticios donde la capacidad incisiva de la literatura puede arrojar nueva luz sobre las psicologías de esos personajes. Son, de modo más o menos heterodoxo, narraciones históricas en tanto que se valen de la ficción tan sólo para construir en los huecos que ha dejado la historiografía. Hace un año, L’Herne lanzó uno de sus cahiers dedicado a Michon. Para el que no conozca lo que eso supone tener ese cuaderno es certificar la entrada en la élite literaria francesa, ya sólo queda ser incluido en la Pléiade de Gallimard (y para los que tienen menos escrúpulos en la Académie Française, pero es algo que ha quedado ya anacrónico, precisamente los grandes autores literarios francófonos del presente, los verdaderamente grandes, esquivan esa opción con atinado pavor) para entrar en el parnaso literario galo. Con la edición de cada cahier sobre un autor suele también producirse la puesta en circulación de un breve carnet con inéditos del autor protagonista del cahier. El de Michon, Tablée, recoge dos textos que supusieron el «afinamiento» para el que es, a día de hoy, su último libro como tal (hay un par de ediciones pero es complicado considerarlas más como trabajos aledaños que «piezas fuertes»), editado ya hace diez largos años. El silencio de Michon, paradójico, se ha producido tras un libro que es una verdadera joya se mire por dónde se mire, pero sobre todo, que es lo que me interesa, como libro construido en torno a un objeto artístico inexistente. Se trata, justamente, del retrato de los once miembros del Comité de Salud Pública en el cénit del periodo revolucionario. Ese cuadro, que pudo ser, sí, encargado, no llegó a existir o no se ha conservado, pero en torno a él Michon trenza un texto fascinante, en el que se aprecian las entretelas del paso del antiguo régimen a la Revolución y la reacción posterior que se obstinó en borrar todo lo que tuviera al más leve aroma revolucionario. La elección del pintor ficticio al que se dota de toda una peripecia vital, Corentin, la clave documental, encontrada de pasada en un texto de Michelet, donde habla de la pintura como la «Sagrada Cena laica», sirve como detonante para un libro donde el lector se mece entre el asombro y la sospecha. El asombro ante los pliegues de la Historia, la sospecha ante que el libro la refleje de modo fidedigno. Más de un lector del libro preguntó en el Louvre por el cuadro. Y no es algo casual, puesto que el gran acierto de Michon es reproducir los mecanismos de fijación de iconos y mitos que se han desplegado a lo largo de la Historia ante la posibilidad de la existencia, lógica a todas luces mientras se transita el libro, de que los comités revolucionarios pretendieran quedar retratados para la posteridad como lo hacían los reyes. Eso es lo verdaderamente revolucionario del texto, que es completamente «real» en sus procedimientos y enfoque, pero que es ficción, esencialmente, no ya en la invención de la figura de Corentin, sino en su premisa: la Revolución no reproducía los mecanismos del Antiguo Régimen, y si podemos pensar en ello es porque la Restauración y sucesivos aplastamientos de los procesos revolucionarios de izquierdas han desactivado lo que tuvo la Convención de extraordinario. No era ya que desarrollaran un nuevo calendario, y por extensión un nuevo mundo, o que desjerarquizaran muchos aspectos de la sociedad, sino que fueron, en realidad, la aurora de un mundo nuevo. La inexistencia de esa «Sagrada Cena laica», lejos de ser algo a lamentar, sería su gran victoria. La revolución, ahora ya en minúsculas, no puede ser protagonizada. Es informe, es masa, es anárquica y es espontánea. Ese matiz, que se les escapó a tantos, Michelet incluido, es lo que, no sé si de modo consciente o no, terminar por retratar, o evidenciar en la ausencia de retrato, Michon.

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