El viaje que hizo la biblioteca de Echeverría
Por Luis Gusmán
Martes 11 de diciembre de 2018
Luis Gusmán ensaya, en La valija de Frankenstein (Edhasa, con ilustraciones de Daniel Santoro) sobre los periplos de la literatura universal hilvanados por el espíritu del monstruo de Mary Shelley. En este extracto se dedica al "equipaje argentino", y en el arranque que compartimos al destino de los libros del autor fundacional de la literatura argentina, el escritor de La cautiva y El matadero. ¿Qué ocurrió con sus libros?
Por Luis Gusmán.
Biblioteca de viaje
La historia comienza con una anécdota insignificante. Resulta que cuando Esteban Echeverría viaja a Paris en 1827 en la aduana argentina queda registrado como comerciante.
Lleva una valija y en su exiguo equipaje hay un ejemplar de La lira argentina. A su regreso de París se registra como escritor. Podemos decir que ésta es la primera valija argentina de la literatura.
Pero ¿qué otros libros lleva Echeverría en su equipaje? Cuenta José María Gutiérrez en su Introducción a las obras completas del autor de “El matadero”: “Echeverría lleva consigo al salir de Buenos Aires algunos libros cuyos títulos anuncian cuáles eran sus inclinaciones y cuáles las lecturas que se proponía hacer durante el viaje. Antes de todo, como iba a vivir entre franceses le era indispensable perfeccionarse en la lengua en que debía de hablarles, y cargó con su gramática y diccionario del idioma francés que ya conocía bastante”.
Como la criatura “perfecciona su francés”, como Funes necesita de una gramática y un diccionario.
Pero en la valija de Echeverría, como en la de Frankenstein, los libros se mezclan. Prosigue Gutiérrez en su introducción: “Llevaba también un ejemplar de las lecciones de aritmética y álgebra de don Avelino Díaz… con el propósito de iniciarse en las matemáticas puras que no había cursado seriamente en Buenos Aires”. Los libros de la valija son quizá la mejor metáfora de ese debate entre el comerciante y el escritor.
Pero agrega en su equipaje Lecciones sobre la retórica y las bellas artes de Hugh Blair. Gutiérrez, en otro fragmento de su introducción, dice “que sin duda le había recomendado como libro a la moda entonces, su catedrático Agüero…”. El libro fue publicado en inglés en 1783. Diez años después, en 1793, existe una traducción al español realizada por José Luís Munáriz. Pero es posible que Echeverría, por cómo termina su “Apología del matambre”, pudiera leer el libro en su idioma original. Como la criatura, es un lector viajero, ya que “Una carta geográfica de la República Argentina completaba el bagaje de su limitada biblioteca de viaje”.
El lector dormido
Gutiérrez en la Introducción hace constar que de su estadía en París se han encontrado algunos volúmenes escritos por su puño y letra con anotaciones producto de sus lecturas sobre filosofía y política: “desde Pascal y Montesquieu, hasta Leroux y Guizot”.
El contenido de esta valija muestra qué clase de lector era Echeverría.
Hay un testimonio del propio Echeverría que cuenta cómo pasó de lector a escritor. Cito un párrafo que transcribe Gutiérrez: “Durante mi residencia en París –dice en uno de sus rasgos autobiográficos, y como desahogo a estudios más serios–, me dediqué a leer algunos libros de literatura. Shakespeare, Schiller, Goethe, y especialmente Byron, me conmovieron profundamente y me revelaron un nuevo mundo”.
El testimonio podría ser parte del prólogo de Mary Shelley a Frankenstein. De hecho, Shakespeare está en la misma valija. Por supuesto que, como en el equipaje de cualquier escritor romántico, ya está Goethe, que lee a la luz de la vela, y Byron no podía faltar. Y en uno de sus ensayos, titulado “Forma y fondo”, coloca a El paraíso perdido al lado de La divina comedia.
Un poco irónicamente el autor de “El matadero” cuenta cómo se hizo escritor: “Entonces me sentí inclinado a poetizar: pero no conocía ni el idioma ni el mecanismo de la metrificación española”. Entonces se “siente obligado” a leer: “Era necesario leer los clásicos de esta nación. Empecé; me dormía con el libro en la mano; pero haciendo esfuerzos sobre mí mismo, al cabo manejaba medianamente la lengua castellana y el verso”.
El final de su ensayo “Apología del matambre” es la mejor metáfora de la literatura como la valija de Frankenstein, un lugar donde todo termina mezclándose, un matambre: “Entre tanto te aconsejo que, si cuando lo estuvieses leyendo, alguno te preguntase ¿qué lees?, le respondes como Hamlet a Polonio: words, words, words, palabras, palabras, palabras, pues son ellas la moneda común y de ley con que llenamos los bolsillos de nuestra avara inteligencia”.
En El último lector, Piglia anota que Hamlet entra en la escena leyendo un libro. Aclara que no sabemos qué libro lee, tampoco interesa y hasta Hamlet descarta la importancia del contenido. Polonio le pregunta qué está leyendo: “Palabras, palabras, palabras”, contesta Hamlet. El libro está vacío, lo que importa es el acto mismo de leer. A Frankenstein la lectura lo lleva a leer el diario de su inventor que está en el bolsillo de su chaqueta.
Los libros que faltaban
Alejandra Laera nos cuenta en un ensayo, que ya es de esta valija, las vicisitudes de la biblioteca de Echeverría. Pero antes, cita una carta de Juan María Gutiérrez, sugiriéndole a Florencio Varela la venta de los libros de Echeverría, y la respuesta irónica de este último, diciéndole que la propuesta sería como pretender vender rosarios en Barberías o estufas en Pernambuco. Ante el fracaso de la empresa, se propone la idea de rifar los libros del poeta.
Finalmente, en el diario El Nacional de Montevideo de julio de 1841 se publica un aviso que anuncia la venta de parte de la biblioteca de Echeverría. Sólo menciono algunos de los libros que figuran en la lista. En francés, las obras completas de Rousseau, Voltaire. Y los dos libros siguientes que son de la biblioteca de Echeverría, pero que en realidad podrían ser de la valija de Frankenstein: las obras completas de Volney y Plutarco.
Al vértigo de esta lista se pueden agregar las comedias de Aristófanes, las fábulas de La Fontaine, pero también las tragedias de Sófocles, sólo para recordar el bolsillo de la chaqueta de Percy Shelley. Y para completar el equipaje monstruoso, una edición traducida al español del Paraíso perdido de Milton. Como el lector puede advertir, la historia de la literatura es la valija de Frankenstein. Pareciera, por el contenido, que Echeverría hubiera encontrado la valija.
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