El tiempo
Otra columna del autor de Tres monedas
Lunes 24 de agosto de 2020
"La imagen de aquellos sordomudos me provocaba cierta impresión, algo difícil de explicar, una especie de vértigo, una sensación parecida a la que se sufre cuando uno se asoma a una ventana y enfrenta al vacío".
Por Jorge Consiglio.
1.
Durante una primavera maravillosa, los jueves a las 7 de la tarde, tomaba el 146 desde Agronomía hasta Corrientes y Junín. Daba un taller de lectura en el Rojas que casi siempre seguía en las mesas de La Academia. Una vez, la víspera de un feriado, nos quedamos hablando hasta que salió el sol. Cambiamos de bar para desayunar en otro ámbito y después, aturdidos de sueño, cada uno se fue para su casa. Pero vuelvo al 146 que me tomaba para ir al centro. Por la hora —yo iba en sentido contrario a la lógica del resto de la gente— el colectivo venía siempre semivacío. De hecho, se podía elegir asiento. Yo prefería el último de la fila de los individuales. Abría la ventanilla y aspiraba el aire de la tarde, que entraba en ráfagas torrenciales. Cuando cruzaba el puente de la avenida San Martín —uno de los primeros que tuvo Buenos Aires—, indefectiblemente, entraba a la cabina un delicioso olor a cebada que nunca nadie supo decirme de dónde venía. En este momento, el viaje empezaba a avanzar sobre mí como una droga que impregna la sangre. Me explico: el hecho de estar en tránsito suponía una especie de paréntesis espacial; es decir, estar en tránsito significaba no estar en ningún lugar, y ese “estar yendo” imponía deliberadamente su dialéctica. La ciudad que me rodeaba, mis vínculos e, incluso, mi propia historia, se veían afectadas por esa circunstancia. Y, como es sabido, la experiencia del espacio viene asociada con la del tiempo. Aquel episodio no fue la salvedad.
A medida que el 146 avanzaba, yo me iba hundiendo en una instantaneidad liviana, y cuando llegaba a la avenida Díaz Velez, más o menos a la altura del Hospital Durand, estaba completamente entregado a ese nuevo estado, que no era una manera de relacionarme con el mundo sino una forma de habitarlo, más leve, menos grave. En cierto sentido, el presente se enriquecía: tenía el mismo sentido que el pasado y el futuro. Una condensación dichosa que me mejoraba el carácter. A veces, con esa disposición de ánimo, me ponía a leer y, a pesar de que mi atención no era la mejor, aquellos libros del colectivo quedaron asociados a ese buen momento y, creo, que, además, multiplicaron su significado por el trance en que fueron descifrados. Otras veces, me quedaba mirando a los otros pasajeros. Algunas tardes, en la parada de Gallo, subían dos sordomudos. Eran chicos de no más de veinte años. Manejaban a la perfección el lenguaje de gestos. Movían las manos a toda velocidad y, cada tanto, estallaban en carcajadas y, cuando esto ocurría, se les escapaban unos ruidos sordos que parecían eructos. Yo los miraba, relajado, desde mi confortable asiento individual, y trataba sin suerte de traducir su código comunicativo. Uno de ellos, el más joven, era idéntico a un sobrino mío que había muerto en un choque yendo a Mar del Plata. Ese sobrino, hijo de un tío segundo, se llamaba igual que yo y, luego de su accidente fatal, cuando alguien me nombraba en una reunión familiar se producía un silencio incómodo, como si mi nombre fuera un detalle de mal gusto. Por esta historia, como es lógico, la imagen de aquellos sordomudos me provocaba cierta impresión, algo difícil de explicar, una especie de vértigo, una sensación parecida a la que se sufre cuando uno se asoma a una ventana y enfrenta al vacío.
2.
Esta suspensión del espacio/tiempo que sentía en el 146 fue una experiencia gozosa y, por esa razón, quise replicarla en otros viajes por la ciudad; sin embargo, nunca conseguí acercarme a la intensidad de la vivencia original. De todas maneras, me quedan memorias asociadas con aquellos momentos, memorias que traducen mi criterio para discernir entre lo transitorio y lo duradero. Hay un relato que leí en esa época que no olvidaré jamás. Se llama “Los tres startsy” y es de León Tolstoi. Está incluido en un volumen de sus Obras que publicó Aguilar. Son libros incómodos para transportar y yo no solía sacarlos de casa, pero el taller del Rojas justificó la excepción. Es un relato corto y pude leerlo de un tirón en el trayecto. Lo cuento tal como me lo acuerdo. Un obispo toma un barco para recorrer una distancia corta. A mitad de camino, la nave pasa frente a un islote y alguien comenta que allí viven tres hombres santos. El obispo siente curiosidad y le pide al capitán que lo lleve hasta la isla. El oficial se niega, pero al final el religioso se sale con la suya. Ya en tierra conoce a estas personas, que viven en estado de completo abandono y son iletrados. No conocen el padrenuestro, por ejemplo. El obispo ayuda a que lo memoricen y, cumplida su misión, se va de la isla. Antes de que pase una hora, cuando el barco está en medio del mar, el obispo ve unas luces que se acercan zigzagueando. Son los tres startsy. Vienen corriendo por el agua. Cuando llegan a la nave, el obispo los nota desesperados. Le cuentan que se olvidaron la oración y necesitan que se las repita. Cuando terminé de leer este cuento, me quedó dando vueltas por la cabeza la cuestión evangélica, toda esa hermosa mitología del milagro, la simpleza y el despojamiento, pero con el tiempo, pensé que la cuestión de fondo que plantea el relato, lo que de verdad lo sostiene, tenía que ver, sobre todo, con las cosas que funcionan como respaldo del lenguaje; es decir, el contrapunto entre el discurso vacío, la mera repetición de fórmulas, y el alegato justificado por la emoción genuina. Es clara la referencia al discurso deshabitado, vacante, una prédica que se agotó en su propia repetición. El asunto es tan complejo como apasionante, y, también, enrevesado desde la retórica. Son cosas que no tengo del todo cerradas y a las que, cada tanto vuelvo, sobre todo en referencia a la ficción. Y estoy seguro, completamente seguro, de que el camino hacia estas ideas se habilitó, aquella primavera, estimulado por la coyuntura favorable, en el asiento individual del 146.