El sonido González
Tomar las armas
Tomar las armas
Miércoles 11 de mayo de 2016
"Un aparato erudito sorprendente con una pasión desmesurada": compartimos el texto que el autor de Hospital Posadas leyó en la presentación de la nueva novela de Horacio González, publicada por Ediciones Colihue.
Por Jorge Consiglio.
El lunes pasado, justo antes de empezar a leer la novela de Horacio, me encontré con Hugo Correa Luna, un escritor amigo. No teníamos mucho tiempo para hablar: los dos entrábamos a dar clase. Pero, como Hugo es un muy buen narrador y tiene un excelente manejo de la síntesis, en menos de cinco minutos hizo un vuelo rasante sobre los principales asuntos de su vida. Fue tan efectivo su resumen que, incluso, le sobró tiempo y antes de entrar al aula pudo comentarme una observación suya —el disparador fue la reciente ola de frío— que me pareció tan extravagante como bella.
Hugo dijo que estaba jugando con la idea de contar la cantidad de veces que una persona se abrocha y se desabrocha un abrigo determinado —el que más usa, su preferido, digamos— durante todos los días de un invierno —del 21 de junio hasta el 21 de septiembre— y que ese número está relacionado con un tiempo específico, que a través de un cálculo simple sería mensurable. Alentado por mi cara de asombro (y de expectativa, quizás), expuso otro caso. Dijo que también se podría contar la cantidad de pequeños trayectos que se recorren en torno a una cama mientras se la hace. Se va a la derecha para meter la sábana bajo el colchón; después a la izquierda a hacer lo mismo; después se vuelve a la derecha a meter la frazada; después a la izquierda a hacer lo mismo; pero del otro lado quedó una arruga, entonces vuelta a la derecha a corregirla; después a la izquierda a alinear una almohada y a la derecha a hacer lo mismo. Esta cadena podría resultar infinita de acuerdo a la neurosis de quien cumple con la tarea de hacer la cama. Todos estos movimientos (cuyo número exacto mi amigo también está interesado en conocer) se hacen en un tiempo determinado. Hugo llama a ese período tiempo irritante. Y, como es fácil notarlo, se relaciona, por un lado, con lo cotidiano y, por el otro, con el vacío, con esa oquedad que de pronto se manifiesta en las pequeñas acciones; es toda esa arena del día que termina por ser tan efímera como elocuente.
Con estos pensamientos en la cabeza me metí de cabeza a leer Tomar las armas. Y, a poco de empezar, me encuentro con un narrador, solitario y acechado por arañas, cuyas reflexiones se podrían empalmar perfectamente con las de mi amigo Hugo. Anota Echeverría, ese es el apelativo del narrador:
“¿Si pudiera recordar todo mi pasado fisiológico, todos los comestibles que ingerí, todos los movimientos intestinos de mi cuerpo, que conforman una historia oculta, eslabones repetidos del tiempo corporal, no vería allí un conjunto de actos clarísimos que enhebran un pasado? ¿Una forma específica del pasado? ¿Acaso sería inútil recordarlos, por el solo hecho de que obedecen a cierta regularidad biológica que los hace mera reiteración, automatismos de una maquinaria orgánica?”
La preocupación del narrador, en este caso, está puesta en conocer la sustancia del pasado; es decir, la pregunta concreta que subyace en lo que acabo de leer es: ¿cuál es la consistencia del pasado?, ¿de qué está hecho?, ¿qué espesor tiene su materia? En tanto, en las ideas de Hugo, como ya dije, el foco se proyecta en la vacuidad de lo cotidiano, en el tiempo absurdo o, mejor como él bien lo define, en el tiempo irritante.
De todas maneras, cuando me encontré con esta parte, en Tomar las armas, pensé que la historia de estos fragmentos —me refiero a los comestibles ingeridos y a los movimientos intestinos del cuerpo— podían servir como lente de aumento para ver algo mucho mayor que un mero proceso biológico; es decir, a partir de esas astillas orgánicas el narrador, Echeverría en este caso, aspira a reconstruir nada más ni nada menos que el cuerpo histórico. Y es así —con este tipo de recursos— como opera en general la literatura. A partir de la sinécdoque. Hablando de la fracción, mencionando el detalle, focalizándolo, reconstruye el todo. Eso es lo que logra magistralmente Horacio González en su novela.
Al comienzo del texto, el protagonista/narrador, Echeverría, que vive solo en una casa acechado por arañas y hormigas, solicita los servicios de un fumigador, Sebastopol de nombre, para librarse de las plagas. Mientras el hombre trabaja, alguien golpea la puerta. Es una catequista, una testigo de Jehová. Se llama Estefanía. Estos tres personajes serán clave para hablar del pasado que se irá desplegando —con su oscilación, con su movimiento arácnido— hasta impregnar el presente, hasta darle otra entidad, hasta provocar el reconocimiento, que será, sin duda, la cifra de la novela.
De entrada, hay dos cosas que llaman la atención de Tomar las armas. La primera tiene que ver con la factura compleja de los personajes. Por una parte, son pura dimensión simbólica (seres confeccionados a partir del hiato de las alusiones), en algún punto, parecidos a los personajes caídos en escena de Beckett. Por otro, tienen una enorme “carnalidad”. A medida que progresa la trama, van ganando espesor, se robustecen a partir de su inserción en el flujo histórico.
La otra cosa notable es la dialéctica del texto. El narrador Echeverría (echando mano a un recurso similar al que Horacio González usa en sus ensayos) se plantea a partir de un tramado expansivo. Los temas se van encadenando unos con otros y los eslabones de unión —nunca cerrados, siempre porosos— son amigables con los titubeos y el silencio. Es así. Una música que se propaga. Podríamos llamarlo “El sonido González”. Una melodía envolvente, que se desarrolla y que, por momentos, se entretiene en el espejo de agua de un loopeo. Una sonata contemporánea extrema, una música de cámara en estado de fuerza. Digo esto y recuerdo un fragmento de la novela en el que se describen los rulos de Estefanía, la catequista. Creo que esos rulos son una buena analogía de esta dialéctica discursiva que trato de precisar. Les leo: “Sus rulos parecían sintetizar tanto los movimientos de la letras como los del número, del espíritu como los del cuerpo, del habla como los del pensamiento. No sabemos lo que puede un rulo, un bucle, esos gráciles cilindros tubulares –o trenzas, o coletas, o melenas- que son formas del cabello que adornan las cabezas de las muchachas a la manera de un solemne fleje de caucho que, incierto, rebota consigo mismo. Empero, era una cabellera, a la que se la puede considerar una forma de la elaboración plástica, lo maleable por excelencia, lo que nos conduce tanto al misterioso pelo como a las fábricas de laminado de acero”. A esto me refiero, a esta deriva fluyente siempre lúcida, siempre atinada en su azaroso derrotero.
Echeverría, el narrador, se llama así porque es un estudioso de Esteban Echeverría. En sus raccontos (por momentos el texto se asemeja a un libro alucinado de Memorias) narra sus meditaciones históricas que tienen como disparador el pensamiento echeverriano sobre el martirologio asociado a la lucha armada. La lucha armada: “Algo que se hacía 'sin querer hacerlo', que se hacía al margen de la voluntad pública, esa que nada sabe de los inesperados desgarramientos internos. Se hacía solo si se estaba obligado por una situación en que el abandono de las profesiones reales (abogados, novelistas, poetas, ingenieros, médicos) era sentido como una penosa expropiación. Algo a lo que nos llamaba un deber superior, una excepción dolorosa. El emplazamiento a abandonar lo que se era, en nombre de algo más sublime que ya será, y que se presentaba como un reclamo inesperado, mutilado por su propia desesperación”. Este punto de vista de la lucha armada que se encara no como un profesionalismo militante sino como un sacrificio inevitable antes un mal evidente, la tiranía, tiene en el texto su contracara. El adversario retórico se llama doctor Alterius y sostiene que en toda sociedad hay una raíz bélica y que por eso los soldados lo son desde su nacimiento, desde su razón más primitiva.
Este contrapunto retórico —que se establece enseguida como eje del texto— tiene varios escenarios. Uno de ellos es la facultad de la calle Viamonte y el bar Moderno, lugares en los que de pronto aparecen David Viñas, Oscar Massota, Conrado Eggers Lan y León Rozitchner como personajes secundarios y ocasionales. Pero como el hilo de la trama está regido por un zigzagueo constante que apuesta a la distorsión del grotesco, el lector no se asombra cuando los escritos del narrador, Echeverría, son leídos por el mismísimo Perón y, como al general le gustan, el protagonista de la novela es llamado (los intermediarios de la comunicación son unos extravagantes carteros) a incorporarse en algo llamado “nuestras filas”. De un momento para otro el narrador parte para “los Talleres San Martín, el antiguo playón de reparación de locomotoras hoy abandonado del Ferrocarril Central, gracias al nefasto Plan Larkin”. El viaje en tren hacia ese destino es uno de los varios momentos altísimos de la novela y el tono recuerda, por momentos, el periplo de Adán Buenosayres por una ciudad extrañada y siempre fascinante. Hablando de Marechal, hay otro rasgo que comparten con González, en Tomar las armas. Se trata del “humor angélico” que se basa, en este caso, en una distorsión de la conducta y de los atuendos de los personajes convirtiéndolos en figuras fantochescas.
En otro orden y para ir cerrando, me gustaría detenerme a considerar lo que hace unos instantes llamé el “sonido González”. Ya dije que se trata de una prosa que seduce a partir de un movimiento ensortijado. Avanza retrocediendo, podríamos decir. Es decir, va para atrás, retoma el tema y continúa. Es un sistema de pensamiento: rumiar las ideas. Esa es la danza grácil de este lenguaje personal. La lengua de González es singularísima. Tiene una particularidad que no es para nada común: en ella tiene lugar una figura que, a falta de un nombre mejor, llamo oxímoron: conjuga la vacilación con la seguridad. Su aire despreocupado y coloquial y su enorme potencia recuerdan a Ricardo Zelarayán en La piel del caballo. Está esa misa insurgencia, esa misma contumacia. González siempre que escribe lo hace desde la torrencialidad. Su flujo discursivo es de largo aliento, de silabeo furibundo y animoso, de poesía precisa y contenida. Consigue lo que nadie: articula en su discurso un aparato erudito sorprendente con una pasión desmesurada. Repito: un aparato erudito sorprendente con una pasión desenfrenada. Siempre que lo leo, me pregunto cómo lo logra. Creo que una respuesta posible tiene que ver con la esencia del pensamiento de González. Esos dos conceptos solo se pueden juntar en la palabra encrespada, fervorosa, de la política. Creo que por ese lado va la cosa. De eso se trata Tomar las armas. Solo desde “el camino más alto y más desierto” se puede enunciar la desmesura.
Solo para darme un gusto, para dar una idea aproximada de la enorme condensación lírica de Tomar las armas y para asegurarme de que los que no compraron el libro, vayan corriendo a hacerlo, comparto con un párrafo que disfruté muchísimo:
“Miré por la ventanilla del tren. A la entrada de la estación había un automóvil chocado, con sus latas retorcidas. Nadie adentro. Había sido atropellado hacía bastante tiempo por un tren rápido. Las autoridades de la estación lo habían dejado a un costado, a la contemplación de todos, con sus abolladuras y chapas sueltas, enteramente a la vista. Es probable también que un juez moroso hubiese ordenado no tocar nada de esos detritos y hubieran quedado ahí, perezosos. O quizás querían aleccionar a los imprudentes, o bien puede ser que las autoridades no tuvieran camiones de remolque. Lo cierto es que esos arqueados metales destilaban una forma exquisita del pavor, encarnaban la tragedia en los pasos a nivel, que parecen siempre tan inocentes. Ver esos hierros machucados con sus formas encorvadas, obligaba a recrear imaginariamente la suerte nefasta que habrían corrido las personas que se transportaban en lo que había sido un feliz vehículo de paseo”.