El rescate del descarte
Por Eric Schierloh
Martes 02 de julio de 2019
"A eso me refiero, concretamente, cuando hablo de desprofesionalizar el oficio de la edición: a no participar de una lógica totalmente acrítica que acaba por aceptar como colateral (lo que es decir: natural) la destrucción de libros": otra columna del autor de M.
Por Eric Schierloh.
El pasado 20 de mayo Patricia Kolesnicov entrevistó para el suplemento Cultura de Clarín a Jimena Rodríguez, Yair Magrino y Clara Anich del Grupo Alejandría a raíz del proyecto “Biblioteca Rescate” que acababan de presentar a Mecenazgo (CABA), un programa que “permite conseguir financiamiento para proyectos artísticos y culturales. Los recursos de Mecenazgo provienen de los contribuyentes que tributan en el impuesto sobre los Ingresos Brutos”. La idea central del proyecto “Biblioteca Rescate”, tal como aparece enunciado, es “salvar los libros que no se venden de la destrucción” y crear con ellos “bibliotecas para lugares donde faltan”. Los fondos necesarios para 2 años de ejecución del proyecto ascienden a “3,5 millones de pesos”. La entrevista completa puede leerse acá.
Dos semanas más tarde, Ana Ojeda (ex El 8vo. loco ediciones, hoy en Paidós) nos invitó a Gabriela Halac (Ediciones DocumentA/Escénicas, Córdoba) y a mí a discutir los postulados que surgían de la entrevista. Rápidamente coincidimos en que había una serie de problemas inherentes al proyecto. Intercambiamos varios mails. Ana produjo, casi de inmediato, un artículo (vitalista, diría yo) que apareció la semana pasada en la página de LatFem.
Las respuestas al artículo de Ana por parte de algunos de los integrantes del Grupo Alejandría en redes sociales apuntaron, principalmente, en una única y bastante elusiva dirección: hablábamos (Ana, Gabriela y yo) sin haber leído el proyecto. Se trata de una obviedad: de momento el proyecto no puede leerse en ningún lado. Hablábamos, esto es lo importante, a partir de lo que se hizo público, de lo que se eligió comunicar en la entrevista de Kolesnicov, que más allá de su brevedad deja planteadas de manera bastante clara y elocuente tanto la mecánica básica del proyecto “Biblioteca Rescate” como algunos de sus, sí, problemas inherentes.
Me apresuro a decir, al igual que lo hizo Ana, que tampoco dudo de las buenas intenciones que en principio pudieran haber impulsado el proyecto, lo que no quita, sin embargo, que tenga fuertes reparos cuando no rotundos desacuerdos. Y más aún, justamente, en un contexto editorial como el actual. Dos me parecen centrales: la idea del “rescate” de libros que la propia lógica de la edición corporativa concibe condenados (¿obsolescencia bibliográfica programa?), y la de “descarte” como criterio útil para curar una biblioteca. Ambas ideas aparecen enlazadas en una de las intervenciones de la entrevista: “Se trata de montar bibliotecas de acceso libre y gratuito con libros que iban a ser destruidos por las editoriales. Creemos que una acción en contra del descarte masivo y destrucción de bienes culturales es necesaria para contrarrestar los efectos en un contexto de crisis, desfinanciamiento y falta de políticas culturales” (el énfasis es mío).
El rescate
Los libros que las corporaciones editoriales producen son demasiados no porque les importe la bibliodiversidad o la difusión de las escrituras que portan en tanto mercancías y bienes culturales, claro que no. Los libros de los grupos son demasiados porque se trata de su dinámica de producción y estrategia de visibilidad. Lo central es ocupar todo el espacio posible dentro del ecosistema del libro, sin que importe mucho con qué: ocupan, con idiótica superproducción e infatigable repetición, casi por polución se diría, el espacio real de las librerías y de algunas ferias tradicionales, el de las páginas de los suplementos culturales, el del mercado y también el espacio simbólico de “la edición argentina” (sea lo que eso sea). Producen calculadamente de más, también, para poder vender el piso de una cierta cantidad esperada, a fuerza de pilas y a sabiendas de lo que ocurrirá con el excedente (destrucción, desaparición en el mercado, depreciación de bienes materiales y simbólicos, hiperprofesionalización de ciertas prácticas, etc). Son, sin más, como la pesca de arrastre. Se trata también del tipo de edición de editores que tienen que rendir cuentas con sus accionistas respecto de unos márgenes obtenidos independientemente (sobre todo independientemente) de las medidas y acciones que los hacen posibles (a ellos y a los márgenes), antes que de editores que tienen que rendir(se) cuentas, además, respecto de su catálogo e historia. Cuando la edición de libros, como cualquier otra industria, queda así subordinada al marketing y los márgenes de ganancia, esto ya lo sabemos, el fin (continuar publicando) justifica los medios (espectacularización y destrucción de libros, entre ellos).
¿Pero por qué los grandes grupos destruyen libros? Son varias, y en ocasiones más de una, las razones: el “aceleracionismo” en la rotación de novedades genera que las librerías no puedan retener los ejemplares que recibieron hace apenas unos meses. Tienen que devolverlos para hacer lugar a los nuevos en constante cola (las dos corporaciones editoriales que en la Argentina acaparan el 50% del mercado publican a un ritmo de casi 2 novedades al día; en épocas de mayor bonanza económica el número era, claro, todavía mayor. Por otra parte, la imprenta delivery Dunken se arroga publicar a un ritmo todavía mayor). Se trata del espacio físico real de las librerías y los depósitos, pero también del espacio simbólico del mercado: todos espacios, a fin de cuentas, que tarde o temprano se saturan. Retener demasiado tiempo un libro en depósito (hablamos siempre de meses) es un gasto que la lógica corporativa editorial no prevé ni para la mayoría de los títulos que publica ni para la mayoría de los ejemplares que produce. Donar esos libros sería costoso (implicaría quizás comunicación, espera, comunicación de nuevo, logística, algún que otro envío). En ocasiones ocurre que, vencido un contrato, un texto pasa a otra editorial y hay que destruir el remanente de libros de la edición previa, para que no haya “competencia” de un libro con sí mismo, es decir, con su encarnación inmediatamente anterior. En estos casos, puede que sea el propio autor el que solicite al editor la destrucción del remanente de la tirada. Son muchas las razones esgrimidas para justificar la destrucción de libros; nunca encontré siquiera una que me pareciera un poco válida.
Si bien es posible que la destrucción de libros sobrepase ampliamente el 20% de lo que se produce, lo seguro es que nunca sabremos cuál es la cantidad real de ejemplares que los grupos (y alguna que otra editorial grande, o incluso mediana, aunque en porcentaje insignificante) destruyen: se trata de información confidencial y nadie pregunta nada. Como quien dice para seguir andando la industria tiene que quemar. (Por cierto, Cristian de Nápoli, escritor, traductor, editor y librero, hizo una serie muy buena de posteos dominicales sobre el saldo y la destrucción de libros en la cuenta de facebook de la librería Otras Orillas durante, casualmente, el mes de mayo pasado.)
¿Existe la destrucción de libros dentro de la edición independiente? Sí, aunque es muy probable que se trate de casos anecdóticos. Me consta, por ejemplo, que en 2012, tras 20 años de edición y publicación independiente, la editorial rosarina Beatriz Viterbo, a causa del cambio de distribuidora (que por entonces era Tusquets), debió prescindir de 40.000 ejemplares de su fondo editorial. Cuántos se destruyeron finalmente, eso no lo sé. Se trata del único caso que conozco en primera persona. También en 2012, el Grupo Norma anunció que se retiraba del campo de la publicación de ficción, razón por la que se deshacía de una enorme cantidad de libros (tampoco trascendió la cifra). “No es rentable donarlos, representaría una gran cantidad de trabajo y de dinero. Es más barato destruirlos”, dijo Pere Sureda, quien era entonces el responsable de la conocida colección La Otra Orilla (Clarín, “Destruir libros: una política editorial que genera polémica”, 23/9/2012).
El descarte
El descarte editorial que interesa al Grupo Alejandría con motivo de su proyecto se compone principalmente de aquellos libros de los grupos que no vendieron lo suficiente al cabo de un período (pre)fijado. Evidentemente, “lo suficiente” siempre es mucho y el “período (pre)fijado” siempre demasiado corto. Muchos de estos ejemplares de descarte son, esto lo sabe cualquiera, libros que uno no querría ni regalados. Libros que no compraron los lectores; libros incapaces de sobrevivir al paso del tiempo según la propia editorial; libros que no compraron los libreros a un precio de oferta; libros que tampoco compraron los salderos o bolseros del submundo del libro; y, por fin, libros que no pudieron rescatar sus propios autores. Es recién entonces cuando esos libros pasan a la última instancia de disposición: la destrucción. Y si bien es cierto que muchas veces este papel se reutiliza en la industria del cartón (maples de huevos, envases y cajas, cartón gris –muy utilizado, me consta, por la edición artesanal), vaya si no resulta un consuelo de lo más estúpido, cuando no ridículo.
En una nota del diario La Nación (16/9/2018) titulada “¿A dónde van los libros que no venden? Entre la guillotina, el saldo y los regalos”, el gerente general de Edhasa Fernando Fagnani, “que, por política editorial, no destruye ni salda libros, llama a ‘desacralizar la cuestión’. Considera que ‘publicar 500 novedades en un año es muy meritorio y tener que destruir algunos (libros) es un efecto colateral y una práctica legítima’”.
No llama tanto la atención que un gerente general suscriba sin matiz alguno la nefasta idea neoliberal del “efecto colateral” de una industria como el hecho de que plantee desacralizar lo que él mismo asegura no practicar por razones de “política editorial”.
“Nos comprometemos a coordinar la logística con las editoriales y hacer la curaduría del catálogo y montaje de las bibliotecas”, se puede leer en la entrevista al Grupo Alejandría. Y acá aparece la segunda cuestión nodal: ¿qué clase de “curaduría” puede hacerse sobre el criterio de seleccionar en el descarte? Evidentemente, uno muy pobre, al menos desde el punto de vista de la calidad; a no ser que lo que también prime aquí sea el valor de la cantidad. (Por cierto, ¿dejarán los grupos y las grandes editoriales que la “Biblioteca Rescate” haga una “curaduría” de su descarte, o lo más factible es que pongan como condición que se retire en lote completo y en todo caso se “cure” lejos de ellos? ¿Qué haría la “Biblioteca Rescate” con el resto del descarte?) Nadie dice que esos libros que todos vemos amontonarse, tarde o temprano, y juntar polvo durante meses bajo chillones carteles de oferta vayan a ser los únicos, pero la mecánica de la “Biblioteca Rescate” permite suponer que serían, efectivamente, la mayoría.
Hay otro aspecto incómodo en este punto. Se habla de crear “bibliotecas para lugares donde faltan”, es decir, (arriesgo ante la vaguedad) en lugares periféricos a los centros metropolitanos de acceso privilegiado a los libros (y a las librerías, ferias, eventos literarios y bibliotecas), lugares donde ese acceso aparece postergado cuando no directamente negado. Entonces pregunto: ¿no es principalmente en estos lugares donde no debería primar, bajo ningún punto de vista, el descarte como opción, y mucho menos como opción preferencial? Es una perspectiva desalentadora, y empeora cuando se la vincula con esta otra: ¿por qué habría que utilizar fondos del Estado (al fin y al cabo, la financiación de los proyectos de Mecenazgo se realiza con fondos que le corresponden al Estado) para solucionarle un “problema estructural” a las corporaciones editoriales? Lo pongo entre comillas de pura ironía, claro, porque resulta obvio que para las corporaciones editoriales no existe ningún problema en absoluto. Para las corporaciones editoriales donar libros no es un negocio tan bueno como venderlos, desde ya, pero quizás gracias a la “Biblioteca Rescate” les resulte más barato que destruirlos.
Y hay todavía una arista más: las corporaciones editoriales se estarían sacando de encima una buena cantidad de ejemplares y a la vez los estarían quitando de un circuito de depreciación (un libro que tiene uno o dos años puede comprarse saldado por el 20% de su precio original, o incluso por menos) para reubicarlos en lugares de cierto prestigio simbólico: bibliotecas en la periferia del acceso, lo cual les permitiría de paso, claro está, limpiar algo de su creciente y cada vez más evidente perfil de destructores de libros.
Insisto: (aunque parezca que no, yo) leo buenas intenciones en el proyecto, pero al mismo tiempo no dejo de percibir una estrategia del todo errada, e ingenua. Al decir de Gabriela Halac, es “como si desconocieran absolutamente la problemática de la industria editorial”.
Pienso, por último, en el riesgo implícito que conlleva un proyecto como el de la “Biblioteca Rescate”, que en lugar de comprometernos a pensar mejor para poder editar de manera más orgánica y eficiente podría tentar a más de uno, por el contrario, con desentenderse de los costos y la responsabilidad implícita en la sobreproducción, e incluso especular con eso.
“Otorgar así, a esos libros, un nuevo destino: ser parte de una acción con valores culturales, sociales y ecológicos que llegue directamente a la comunidad”, dicen. Entiendo que pedirle a las corporaciones editoriales que publiquen de manera más responsable y que traten de imaginarles a los libros, a cada ejemplar que producen, un destino nuevo y mejor, no sólo resultaría completamente en vano sino que además no aplicaría como proyecto de Mecenazgo. ¿Y entonces?
La salida es no entrar
Para la compra de libros que provengan especialmente de la edición independiente, que es la que no sólo no destruye libros como parte de su dinámica productiva sino que por el contrario los publica con una lógica y dedicación bien diferentes, y además es capaz de esperarlos y acompañarlos a lo largo del tiempo (es decir, de confiar, de apostar), bastaría con reactivar el funcionamiento habitual de la Comisión Nacional de Bibliotecas Populares (y quizás después proponerle algunos ajustes). Como excepción, podría haber libros que provinieran del descarte de las corporaciones editoriales, pero debería tratarse, definitivamente, de una excepción. Sin embargo, más allá de esto, en el proyecto del Grupo Alejandría se habla de manera tangencial de aquello que sí es, quizás, central como “acción con valores culturales”: los talleres. Efectivamente, dictar talleres de lectura y escritura pero también de oficios ligados a la confección de libros y montaje de pequeños proyectos editoriales artesanales sería una forma mucho más activa y política de intentar producir autonomía intelectual y editorial.
Pienso que a largo plazo tenemos que poder deshacernos de la idea de que la mayor cantidad de textos tiene que convertirse en un libro, y que esos libros (todos esos libros) deben estar físicamente disponibles en la mayor cantidad posible de espacios durante un tiempo tan corto: ahora (y aquí) o nunca (una de las razones que hace, por cierto, que muchos lectores en Argentina compremos libros como si el mundo, o al menos el mundo editorial nacional, fuera a terminarse con el próximo cambio de estación). Esta idea hegemónica de la industria de la cultura que una vez abrazamos tiene que poder ser una idea que dejemos definitivamente atrás. Cuando lo hagamos y todo vuelva a requerir de más tiempo, mayor profundidad, dedicación y compromiso, y todo nuestro trabajo no dé más que unos márgenes de ganancia sumamente realistas, entonces las corporaciones editoriales simplemente se habrán ido como se van todas las empresas cuando lo que queda por extraer no justifica el gasto para intentarlo. El daño que dejarían atrás lo estamos viviendo.
Quizás para “contrarrestar los efectos en un contexto de crisis, desfinanciamiento y falta de políticas culturales” sea necesario comenzar una lenta pero definitiva retirada del espacio de un paradigma de la edición corporativa en lugar de hacernos cargo de los ejemplares-detritos de su propia dinámica irreal.
“¿Qué hacer con los ejemplares que sobran?”, se titula la entrevista en el suplemento Cultura de Clarín. La respuesta es obvia: no producirlos materialmente, es decir, cambiar completamente la lógica con que esos libros se piensan, producen, distribuyen y, también, adquieren. Como dice Ana Ojeda, “imaginar maneras de salvaguardar las posibilidades de sobrevida del sector editorial”, especialmente en contextos de crisis, “así como también reflexionar sobre qué tipo de gestión cultural queremos” (sin dudas, una que incluya un Estado presente y estratégico).
Como dije ya en otras ocasiones, el cambio de paradigma implica tomar consciencia de una cadena de responsabilidades, no simplemente de la de alguno(s) de sus actores: como escritores, puntualmente, podríamos comenzar por no publicar nuestros “libros” en alguno de los sellos de la edición corporativa que les conceden (¿planifican?) una muerte a los pocos meses, simplemente porque consideran nuestro libro un libro más, a menos que resulte ser el número uno (o dos, o tres, o diez, pero no más allá de los que caben en una lista), caso contrario se tratará de uno menos, como tantísimos otros. En este sentido, sería tonto negar que existen escritores (como existen editores y lectores y libreros) que son actores pasivos frente a estos dilemas (o aporías) de la edición de nuestro tiempo: son los que alguna vez llamé “burócratas de la escritura”, esa clase de escritores que se desentienden de las reglas y condiciones materiales en que existen los libros que hacen públicos sus textos, los que alimentan la “industria de la cultura” desde una ingenuidad, desidia o falta de compromiso pasmosa (cuando no violenta).
Aceptar la destrucción de libros, ejecutada no ya por los autoritarismos sino por la propia lógica de la producción hiperindustrializada, como un “efecto colateral” de la edición habla pésimo de nosotros como agentes dentro del ecosistema del libro, pero especialmente en tanto editores. Pienso en la descentralización de la edición y en la territorialización de autonomías. Pienso en la descorporativización de la edición y en la edición independiente como alternativa. Pienso incluso en la desprofesionalización de la edición, que quizás nunca debió dejar de ser un oficio. Pienso también en generar el mayor grado de autonomía posible en cada una de las instancias de producción de libros (escritura, impresión, edición, difusión, acceso, venta y lectura) y en llevar la mayor parte de la práctica de la edición de libros (centralmente, de ficción, no ficción y poesía) a un estado anterior al de la concentración editorial de fines de la década de 1980.
Es bien sabido que las innovaciones tecnológicas tienden a anular movimientos de regreso para corregir un rumbo sino más bien todo lo contrario: incrementar la dependencia tecnológica que empuja furiosamente a un futuro de dependencia exponencial. En nuestro caso, sin embargo, la aparición de tecnologías que permiten imprimir a pequeña escala y difundir, compartir y comercializar nuestros textos y libros parece no sólo ameritar el intento sino incluso reclamarlo. Al decir de André Schiffrin, deberíamos poder recordar que no hace mucho “la edición era esencialmente una actividad artesanal, a menudo familiar, a pequeña escala, que se contentaba con modestos beneficios procedentes de un trabajo que todavía guardaba relación con la vida intelectual del país”.
A eso me refiero, concretamente, cuando hablo de desprofesionalizar el oficio de la edición: a no participar de una lógica totalmente acrítica que acaba por aceptar como colateral (lo que es decir: natural) la destrucción de libros.
Si no la salida, al menos la alternativa tiene, para mí, la forma de una ética de la edición que implica repensar la unidad texto/libro, los diversos roles y relacionalidades ligados al oficio, el diseño de estrategias para que los libros existan y puedan seguir circulando en el mercado de acuerdo a unos criterios fuertemente estéticos e ideológicos, y el compromiso, claro, con un activismo editorial propositivo y siempre crítico. Se trata, en definitiva, de continuar recorriendo, con las correcciones de rumbo y los ajustes necesarios, el camino de la edición independiente.