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La magia y el valor

Julieta Bugacoff

“Lejos de ser objetos intercambiados en una transacción anónima, los libros que pasaron por varias manos se transforman en objetos habitados”. Compartimos el discurso de inauguración de la Fiesta del libro Usado.




Por Betina González.














Cuando publiqué mi primer libro, no vivía en Argentina. Fue mi papá el que me suplantó en ese momento que cualquier autora inédita imagina, un poco sin atreverse del todo: ir a espiar en las vidrieras, en las mesas de novedades, la presencia de ese objeto que, hasta hace muy poco, no existía más que como un documento en su computadora.




Aunque hubiera estado en Buenos Aires, seguramente el síndrome de la impostora me hubiera impedido ir a ver qué pasaba en la vida real con el libro que yo había estado creando durante los tres últimos años de mi vida. Piénsenlo: es un momento mágico, uno de los muchos que tiene la literatura. Antes, no había nada. Ahora, de repente había un objeto más en el mundo, una creación. Retengamos esa palabra, tratemos de entenderla en toda su dimensión. Qué es crear hoy en día (no estoy hablando de crear “contenidos” ni de la maldad imitativa de la IA). Escribir, cuando no es una falsificación (y, lamentablemente, el mundo está lleno de falsificadores), es un gesto, un dar a luz unas posibles preguntas, unos posibles reparos a la herida constante que es la vida. La obra, ese objeto único que es un libro, está hecha de un misterio que va más allá de su autora, pues quien escribe ha sido antes interpelada por una extrañeza que la ha obligado a sustraerse al mundo, que la ha obligado a dar tiempo, esfuerzo, pensamiento y emoción en forma de palabras.




Claro que para diciembre del 2006 yo no pensaba en estas cosas, aunque las intuyera. Estaba loca de contenta con que mi libro se publicara. Y mi viejo, que se dedicó toda su vida a los negocios, fue a las librerías a ver si Arte menor estaba “expuesto” en las mesas de novedades. Cuando volvió, hablamos por teléfono y me dijo:




—Qué negocio difícil el tuyo. Competís hasta con los muertos.




Otra cosa en la que nunca había pensado. Los escritores muertos, a lo sumo, eran deseos, voces en mi biblioteca que me impulsaban a escribir (no digo que a escribir mejor, porque una hace lo que puede, pero sí a escribir con consciencia, con la vara siempre demasiado alta). Sabía eso, pero nunca se me había ocurrido que un González fuera equivalente a un Dostoiveski o a un Mansfield. Me reí y no dije nada, pero, en el comentario de mi papá, algo de la magia literaria se había roto para siempre.







Mi papá tenía razón: para mucha gente y para cierto discurso vil —que es el que hoy domina nuestra época con sueños de acumulación y consumo sin fin— todos los libros son el mismo, una mercancía más. Si aceptamos eso, que el libro es una mercancía más, se produce una magia de otro tipo, una magia perversa, aritmética: ¿cuántos Borges necesito para comprar una heladera?, ¿dos mil Juan Salvador Gaviota equivalen a media Lolita?, ¿si voy a una librería con la obra completa de Gabriel Rolón me dan a cambio aunque sea un Henry James? La gran revelación de Marx, que las mercancías son objetos alienados, empobrecidos, reducidos a su valor de cambio, se muestra en toda dimensión al pensar de este modo a los libros. Se trata de una magia fantasmática que borra todo lo singular en esos objetos, en esas obras de arte.




Cuando se quiere derogar la ley de precio único para los libros, cuando un editor te habla de “cuánto vendiste” en lugar de “cómo y qué escribiste”, cuando las redes viralizan ese libro que no le vuela la cabeza a nadie porque podría haberlo escrito chat GPT, pero por un nanosegundo en la historia de la humanidad parece hacer desaparecer a todos los demás, cuando un periodista elogia una novela por los temas de actualidad que trata, en todos esos casos, no se está hablando de literatura sino de números. Nadie da nada en ese hablar: solo se compra y se vende.




Y yo hoy quiero hablarles del dar. Porque estamos en una fiesta, la fiesta del libro usado. Un nombre hermoso para este evento que ya lleva cuatro años.







La fiesta siempre fue un rito de suspenso, de pausa en la máquina perversa del producir y el explotar. Una fiesta puede ser subversiva, como la Saturnalia de los romanos, en las que por una noche los amos eran esclavos y los esclavos mandaban. Invertir el orden, desarreglar las rutinas, derrochar: en las fiestas pasa de todo y por eso hay que cuidar que la maquinaria perversa no se las apropie (como pasó con los carnavales o la Noche de Brujas).




En las fiestas pasan cosas, otras cosas que no ocurren en el mercado. Son lo contrario de Tinder y otras aberraciones donde el erotismo desaparece, transformado en catálogo on demand o mercado de carne. En la fiesta, nunca se sabe: podes conocer a alguien o no, podes embolarte, podes tener la mejor conversación sobre política, animales o sexo de tu vida, hasta por ahí aprendés algo, sin duda te vas de esa celebración un poco distinta de lo que llegaste. Y esto es así porque la fiesta es un ritual del dar: dan los anfitriones y dan los invitados. Una fiesta es una donación, una salvación de tiempo (y espacio), una especie de pausa cósmica que nos vuelve a conectar con la gracia de estar vivos.




Y aquí nosotros corremos con ventaja, porque parece que el idioma español es una de las pocas lenguas donde se contabilizan más de treinta maneras de denominar una fiesta, entre las cuales están: farra, jarana, festejo, parranda, pachanga, jolgorio, guateque, juerga, kermés, sarao, zambra, jaleo, cachondeo, verbena, sandunga, francachela, rumba y la muy amada y rioplatense joda.




Sucede que en esta joda en particular que es la FLU se compran y se venden libros usados. Lo cual me hace pensar en que es una doble fiesta. Porque el libro usado ya entra en una lógica diferente a la de la mercancía capitalista tradicional, hasta puede llegar a subvertirla. Para empezar, no estaba contemplado en la cadena de producción. De hecho, va en su contra porque extiende la circulación de un libro de modo indefinido, todo lo contrario de lo que hacen algunas editoriales, que destruyen ejemplares una vez que pasaron par de años de su publicación porque solo les interesa cierto margen de ganancias desorbitado en el menor tiempo posible. En cambio acá un libro vive para siempre, circula entre decenas de manos, generando ganancias, sí, pero también devolviéndole a ese objeto, a ese libro, algo de su singularidad original.




Por otra parte, quienes vamos a una librería de usados, sabemos lo que compramos. Nos dejamos sorprender por el hallazgo o la recomendación del librero, pero nuestra “transacción” no se parece a la de entrar a un supermercado de libros y no saber qué tenemos en las manos. Esa es mi sensación al entrar hoy a algunas librerías: estar en un supermercado lleno de bienes engañosos, posiblemente adulterados. La estafa está a la orden del día. Empieza en el marketing editorial, sigue en las redes y en las vidrieras y termina con plata tirada y con unas cuantas horas de tu vida perdidas en la lectura de algo inane que te fue vendido como “literatura”. Yo digo, con Saer (que libraba una batalla frontal contra los falsificadores de lo literario) que, aún en la más salvaje economía de mercado, una tiene derecho a saber lo que compra. Eso pasa en Aristipo, en Fetiche o en Los siete pilares o cualquiera de las 45 librerías que hoy están la FLU. El libro recupera su valor de uso, por así decirlo. Y, como en las fiestas, la lógica se invierte: aquellos que encabezaron las listas de best sellers, raramente llegan a la mesa de estas librerías donde lo que importa es el saber, el amor, la pasión por las ideas. Si alguien encuentra en algún puesto de la FLU Las 50 sombras de Grey o El nombre de la Rosa me avisa, por favor y me retracto (en todo caso, si algún librero trajo hoy ejemplares de esas falsificaciones a lo sumo las tiene escondidas y no exhibidas como joyas o tesoros).




Más allá del chiste, creo que hay una especie de canon alternativo (o quizás una de las pocas jerarquías de libros que sirva para algo, ahora que lo pienso) que se arma en el circuito del usado: lo que de verdad resiste el paso del tiempo, lo que de verdad toca al corazón. Y esa es otra forma de ir en contra la maquinaria perversa capitalista.




Por otra parte, un libro usado pone en evidencia la vida social de la literatura, lo que nosotros hacemos con los textos y lo que ellos hacen con nosotros. Podemos llamarlo “valor de uso”, pero a mí me parece insuficiente, es un fenómeno que va más allá del disfrute de cada cual.




Frente al libro que fue de otro se abren formas de insospechadas de leer. El libro usado viene con historia y a veces es imposible ignorarla. Pongo algunos ejemplos.




La primera vez que leí a Nietzsche tenía dieciséis años. Lo oía nombrar tanto en conversaciones de mis hermanas mayores, que fui a una librería de usados en San Martín y compré Así hablaba Zaratustra. El dueño anterior lo había subrayado profusamente con birome roja. No solo ese subrayado fue una guía para mí, que era muy chica para entender qué era lo más importante en ese laberinto de ideas tan metafórico, sino que este dueño —que para mí era claramente un varón— había dejado comentarios al margen de sus subrayados. “Inaceptable!!!”, “No entiende a los presocráticos” o “De acá a Hitler sin escalas”, ese era el tenor de sus anotaciones.




Si hoy me encontrara con un libro marcado de este modo, seguramente lo viviría como una interferencia en mi lectura, pero en ese momento de mi vida, ese subrayador indignado me hizo un favor: mostrarme que una puede discutir con la tradición, repelerla, transformarla, hacerla propia. Sobre todo, puso en evidencia que los libros importan, al punto de que nos mueven a discutir de ese modo con los muertos. Por algo Pessoa decía que la lectura es una sesión de espiritismo. Entonces, sí, mi papá tenía razón: competimos con los muertos, pero sobre todo para ver quién tiene la última palabra.




Claro que hay subrayados más amorosos que los de este señor. También los hay ingenuos, equivocados, brillantes, o crípticos. Encuentro en internet que los expertos en la obra de Borges llevan años analizando las marcas que dejó en los libros de su biblioteca. Sobre todo, anotaba “con su letra de insecto” al final de cada libro las páginas a las que querría volver. Borges, dice un titular en una nota, “leía para escribir”, una conclusión algo mezquina, ¿no? Otra vez la magia aritmética, utilitaria, ahora colonizando la academia. No creo que Borges leyera para escribir, sino que escribía porque había leído y la pasión por los hallazgos lo movía a anotar, como en un mapa del tesoro, aquellos lugares a los que su yo del futuro necesitaría volver. El subrayado puede ser, entonces, una sesión de telepatía, un mensaje para nosotros mismos. En una entrevista, Cortázar admite una mecánica similar y cuenta que al marcar un libro, se marcaba a sí mismo, se dejaba mensajes para el futuro. Qué diferente esto a leer en una pantalla, ¿no? Aunque podamos subrayar el libro electrónico, sigue siendo una lectura fantasmal, no hay hojas con orejones ni señaladores ni fotos ni boletos de colectivo entre esas páginas.




Para mí, hay algo del orden de lo maravilloso o lo sobrenatural en el hecho de acceder al subrayado de otro —me pasa con los amigos que me prestan libros, siento que en esas marcas tímidas o vehementes accedo a un secreto, a algo muy íntimo—. Y cuando se trata de una escritora que lleva muerta más de un siglo, es directamente como entrar en contacto con su espíritu. Me pasó con Vernon Lee. Estuve toda una tarde de lluvia encerrada en una biblioteca fotografiando sus anotaciones y subrayados en libros. Fue hermoso. Comprobé que Vernon Lee era tal cual me la imaginaba: apasionada, rápida para el enojo y la palabra mordaz. Su biografía debería incluir algunas de esas anotaciones. En un tratado de Oxford sobre teoría de la memoria, justo en un párrafo que en el que la autora hace aguas al equiparar la imagen mental y la palabra, Vernon pierde la paciencia pero no la gracia y anota, “evidentemente esta mujer no era una visualizadora”. En otro libro, esta vez sobre los sueños (todo esto es pre Freud, claro), en el que el autor sostiene que, así como podemos reconstruir el camino mental que tomamos para llegar a una idea o conclusión, también sería posible adquirir el hábito de reconstruir un sueño en su totalidad, Vernon Lee anota: “¿No será que Ud. ya se excedió un poco en este hábito? Los sueños que Ud. cuenta son sospechosamente lógicos y literarios”.




¿Para quién dejó esas marcas Vernon Lee? Son su autobiografía, sí, pero también son una fiesta, una celebración de las ideas y de lo que de verdad importa en la literatura. Leerlas es como estar charlando con ella, así como ella conversaba con esos pobres autores vapuleados por su intelecto superior.




Todo libro usado tiene el potencial de generar esas celebraciones de la lectura. Y también tiene el potencial de revelar la persona que somos. Hace unos años compré usado La inteligencia de las flores de Maurice Maeterlinck. No compré cualquier edición: elegí la de Hispamérica, la de esa colección que buscaba reproducir los libros que Borges tenía en su biblioteca. En el prólogo a esta selección de ensayos, Borges cuenta que Maeterlinck “indagó lo maravilloso, la transmisión de los pensamientos, la cuarta dimensión de Hinton” y todas las posibilidades estéticas del misterio. Eso ya es una entrada magistral al libro, ¿no? De la mano de Borges, ya una se prepara distinto para leerlo. Pero al pasar la página, luego de ese prólogo, me encontré con una dedicatoria escrita en tinta negra. En una letra muy clara, dice:







“Raúl, en verdad este libro que llega a tus manos no fue ni el autor ni el título en el que pensé a la hora de hacerte un presente en este día (yo quería al “Caballero inexistente”, pero no existía) aunque por esas cosas del Azar encontré este libro -en su momento te hablé de él, te acordarás- y que ahora pienso tiene mayor afinidad a los temas que nos unen como amigos”.




Juan Bautista







La dedicatoria está fechada el 8 de diciembre de 2003 y yo no pude evitar pensar en el lazo delicado que unía a estos dos amigos, Raúl y Juan Bautista, un lazo que tal vez escondía un secreto que solo Maeterlinck y Calvino conocían, pues, a lo mejor ustedes ya lo saben, el Caballero inexistente es una historia de amores cruzados. Al pensar en ese vínculo amoroso que la dedicatoria revelaba, me pregunté cómo ese libro había llegado a una mesa en una librería de usados, porqué Raúl lo habría vendido sin siquiera arrancar esa página íntima de su historia personal, ahora pública gracias a esa magia particular que nos habla de la vida social de los objetos. Quizás Raúl se había hartado de Juan Bautista y ahora lo odiaba, o quizás se había muerto y sus familiares habían vendido toda su biblioteca… Nunca lo sabremos, lo que sí sabremos es que esos dos amigos conversaban sobre libros, que los habitaban y que en el acto de regalar uno u otro, esa conversación continuaba, se profundizaba, crecía, se volvía manifiesta para ambos. Y ahí estaba Maeterlinck, muerto hace más de setenta años, mediando ese amor misterioso del que yo ahora era una testigo involuntaria.




Este es el tipo de magia que invoca un libro usado. Lejos de ser objetos intercambiados en una transacción anónima, los libros que pasaron por varias manos se transforman en objetos habitados. En este otro intercambio, sutil, entendido y paciente, de quienes saben lo que compran y lo que venden, algo de la singularidad original de la obra es puesto en primer plano. Pero también nosotros, los lectores, somos rescatados por los libros que leímos, que amamos, o que odiamos. Ya no somos seres anónimos, borrados por la mano invisible del mercado en su aritmética de la oferta y la demanda, sino personas singulares, con un espíritu que reacciona a la belleza o a la torpeza de unas ideas en unas páginas.




Para mí ese es el sentido más lindo de la FLU. Es una fiesta que nos recuerda que la verdadera literatura es como una casa a la que siempre podemos volver, en la que siempre encontraremos esa conversación que no puede igualada. Ya otros —mucho antes de chat GPT, Grok y otras inteligencias artificiales— intentaron imitarla y fracasaron. Siglos de libros olvidados dan testimonio de esa mediocridad a la que ahora se suma la violencia de la envidia de los tecnócratas y la IA. Pero la verdadera literatura no tiene nada que ver con esa imitación. Está más allá de los “hechos reales” que se contabilizan en libros que se olvidan ni bien se leen y también está más allá de esa falsa literatura que lo único que hace es montarse sobre la obra de otros y crear artificios desangelados que nadie querría habitar y por los que los lectores pasamos rápidos y malhumorados, como quien atraviesa un aeropuerto.




Vamos, entonces, a inaugurar esta fiesta que es la FLU con la certeza de que los libros no son una mercancía más. Recordemos que “fiesta” viene del latín “festus”, que en su sentido del festejar y la alegría portaba, para los romanos, algo de lo divino. De ahí que le preste su raíz a la palabra manifiesto. Algo sagrado se hace presente cuando un grupo de personas decide suspender las rutinas de la explotación y del esfuerzo. Hagamos de esta fiesta nuestro manifiesto, nuestra forma de denunciar la cosificación de la vida y de celebrar, al menos durante estos dos días, las personas singulares que somos gracias a todos los libros que hemos leído.

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