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El pequeño mundo ilustrado de María Negroni

María Negroni presentó Pequeño mundo ilustrado (Caja Negra) acompañada por Guillermo Saavedra, Nora Correas, David Oubiña y María Sonia Cristoff.

maría negroni presentando pequeño mundo ilustrado

La semana pasada María Negroni presentó Pequeño mundo ilustrado (Caja Negra), en el que compone una “suerte de mapa de obsesiones, inventario imprevisible de objetos, autores, personajes y excentricidades que encubre un descarnado manual de estética”. Acompañada por Guillermo Saavedra, Nora Correas, David Oubiña y María Sonia Cristoff, Negroni puso en práctica el “plan h”, el plan hedonista: evitó una presentación formal y se rodeó de amigos que leyeron varios pasajes del libro (que abajo se reproducen).

Negroni escuchó las intervenciones en un silencio cómplice y, jugando con esa actitud evanescente, sólo se permitió leer una única oración como cierre del encuentro:

 

—Mi colección ideal contendría al menos siete ítems: los juguetes de Alexander Calder, el sueño eterno de Islandia, las femmes fatales de los film noir, Arthur Rimbaud, la frase «mi mamá me mima», Sissi La Emperatriz y todos los caminos que conducen a Roma.

En el final, con las sillas corridas para hacer espacio, aparecieron botellas de gin, campari y naranjas porque, como no podía ser de otra manera, esta vez el brindis se hizo con negronis.


Los textos que se leyeron

Casanova

La primera escena del film de Fellini lo muestra remando en un agua de hule. Es la noche en Venecia, el momento previo a los fuegos de artificio, a la fiebre barroca del Carnaval y su festival de miserias vistosas. Pero es también algo más: un mar onírico, del que Giacomo Casanova no podrá huir jamás porque está preso en él, del modo infalible en que se está preso de lo que nos falta. Después vendrán los viajes, las cortes decadentes del Settecento, las agotadoras acrobacias sexuales que su cuerpo despliega mientras un pájaro fúnebre, que lo acompaña a todos lados como una prótesis (y un amuleto), lo imita con frenesí. Nada lo salvará del exilio (que es previo e interior). Nada lo curará de saber que el viaje a través del cuerpo lleva a ninguna parte. La escena crucial del film es, por eso, el baile con la muñeca de porcelana, la autómata perfecta de la Corte de Wűrttemberg.

Casanova la ve y queda embelesado, como si, de pronto, reconociera en ella algo de sí mismo: le habla (o, más bien, dialoga con ella en silencio), le hace reverencias, la corteja, la acaricia con ternura y gira con ella, en círculos, con sus calzones de lana y su capa de Drácula, como si ambos estuvieran adentro de una cajita musical. Para cuando la deposita en un lecho de seda púrpura y sobreviene el acto sexual, ya es claro que el juguete mecánico es doble, que también él es mero espectáculo, que el deseo es un espejo frío cuya energía procede, no de la vida, sino de la frontera entre la vida y la muerte.

Fellini ha escrito, a propósito de Casanova, que se propuso contar las aventuras de un zombie y que, en la escena del baile con la muñeca, lo que más le afligía era el rostro de Sutherland: conseguir que la expresión se petrificara en “una sonrisa boba, cada vez más absorta en la nada.”

Lograda la escena, como si hubiera podido quitarse un peso de encima, el film encuentra su resolución. Una gran tristeza cunde en la biblioteca donde Casanova, ya viejo, se prepara a morir. A esto lo han conducido sus quimeras ilustradas, sus hazañas de pelele, su errancia ontológica de huérfano incomprendido. No hay lucha. No podría haberla. Fellini pareciera sugerir que, entre el artista abandonado y el amante de lo imposible, hay algo en común: una inmensa fatiga ante las palabras, las imágenes, los ruidos que no tienen razón de ser, que vienen del vacío y se dirigen al vacío.

 

Viola, Bill

En el Museo Metropolitano de Nueva York hay un trabajo suyo titulado “The Quintet of Remembrance”. La obra, que pertenece formalmente a la categoría del video-art --la única, por ahora, en el Museo-- utiliza iconografía del Alto Renacimiento (Bosch, Mantegna y Bout) para componer una nueva morfología de las pasiones y proponer, de paso, una estética a favor de la incerteza.

Difícil transmitir el efecto que produce. Lo que vemos, proyectado sobre una pantalla enorme, se parece a una fotografía “viva”. Viola ha filmado, en 60 segundos, la reacción de cinco personas, sorprendidas por un acontecimiento “horrendo” (que nosotros no vemos) y luego ha extendido la proyección a 16 minutos. El resultado no podría ser más perturbador. Lo que, a primera vista, parecía una imagen fija comienza a animarse y es posible percibir, en el movimiento lentísimo de cuerpos y rostros descompuestos, el miedo y la desesperación, el dolor y el shock, la furia y la compasión. Eso no es todo. En una voltereta conceptual, la obra consigue otra cosa: al permitir el “regreso a la vida” de lo que ella misma congeló, recuerda --por inversión-- el carácter penosamente ilusorio de toda representación.

Como todo gran artista, Bill Viola está abocado al examen del instrumento que utiliza y a la reflexión que éste le exige. A Cortázar, estoy segura, le habría encantado esta obra. Con el mismo terror emocionado de Roberto Michel (su protagonista de“Las babas ded diablo”) habría festejado, sin reservas, el derrumbe de la convención figurativa. Y después se habría marchado, agradecido,  ante un creador que sabe, como él, mejorar la calidad de las preguntas.

Kokoshka, Oskar

Resentido con Alma Mahler, que lo dejó por otro mientras él peleaba en la guerra del ’14, decidió reemplazarla por una muñeca. Encargó entonces a Hermine Moos, una artista suiza del grupo Dadá, que le fabricara “in absentia” una réplica exacta de Alma en tamaño natural —incluídas las “parties honteuses”. Él mismo supervisó la construcción del fetiche (como lo llamaba en sus cartas), durante nueve meses (!) y después, aunque insatisfecho por supuesto con los resultados, contrató una mucama para la muñeca y solía llevarla con él a la Ópera.

Increíblemente, Kokoshka no fue el único en permitirse esta extravagancia. Aunque la historia no ha sido comprobada, se cuenta que Descartes, desolado por la muerte de su hija ilegítima Francine, de apenas 5 años, se hizo construir una autómata idéntica a la niña, con la cual dormía, estudiaba, se iba de viaje. (Al parecer, la muñeca fue descubierta y arrojada al mar por el horrorizado capitán de un barco que lo trasladaba a Holanda.)

Mucho más tarde, en otro continente, el norteamericano Lester Gaba se sumó a la lista. Oriundo de Missouri, diseñador de maniquíes para la tienda neoyorquina Saks Fifth Avenue en la década del ’40, se enamoró al parecer de una de sus creaciones, un “personaje” de vidrio llamado Cynthia, a quien llevaba a cenar al Stork Club, adornada por las joyas que le regalaban a diario Cartier y Tiffany. También lo imitó en Buenos Aires el español Ramón Gómez de la Serna, famoso autor de las Greguerías, que vivió en secreto, durante años, con una muñeca de cera.

Tres cuadros de Kokoshka, “Mujer de azul” (1919), “Pintor con muñeca” (1920), y “Ante el caballete” (1922), confirman la vida de la “muñeca infame”. Acabó decapitándola en su atelier de Dresden, durante una fiesta orgiástica con música de cámara.

 

Manifiesto de niños: Hoteles

Dicen que Hans Christian Andersen vivió toda su vida de huérfano, de hotel en hotel, en Copenhague, que sus cuentos son artimañas de un pasajero en tránsito. Caminaba, dicen, como un exiliado, por la ciudad vespertina, sin más finalidad que robar sus propios recuerdos para después ubicarlos, tal vez, en los desamparos voraces de sus niños príncipes. La tristeza, en otras palabras, fue su escudo y también su astucia: la cuidaba como un mago eximio, capaz de trasmutar sus fantasías fúnebres en pequeños instantes festivos.

Mallarmé pensó este mismo mecanismo para la lírica. Intuyó en ella algo del orden del crimen (hacia afuera, hacia adentro) y postuló a la poesía como cadáver. Visto así, no habría diferencias entre un coleccionista de recuerdos y otro de fragmentos de lenguaje. Ambos saben que su pasión es el más peligroso de los bienes, que, para poseerlo todo, hay que ansiar también perderlo todo. Atletas de la desposesión, se empecinan en recomponer las piezas de un museo imaginario, el único posible. Allí, cuando lo humano se revela como un pacto que no alcanza para resarcir, queda aún la posibilidad de tramar, con los dioramas de la vida, la propia herencia-inventario para disfrutarla como quien exhibe pasiones. Dicho de otro modo: a la fatiga del deseo, oponen el entusiasmo de lo infantil. A un duelo que llevaría a aceptar la pérdida, el orgullo de no ser comprendido. A lo fugaz, la impresión duradera de lo que nunca existió.

 

Juguetes

El pintor de Chirico los llamó “adivinanzas para pequeños príncipes”. Se incluyen aquí los trompos, las bicis, los títeres, las figuritas con brillantes, los gusanos de seda, las esferas de nieve, es decir todo aquello que transporte mágicamente a la ciudad maternal, a ese momento, siempre absoluto, siempre irrecuperable, previo a la contaminación, el conocimiento y la conciencia. Giorgio Agamben agregó que los puerilia ludicra están emparentados a los ritos funerarios y los objetos rituales, uniendo muerte e infancia, experiencia e historia. En el reino de un niño, sostuvo, la miniaturización permite conocer el todo antes que las partes y por tanto vencer, captándolo a simple vista, lo temible del objeto.

Ese embeleso persiste en algunos adultos privilegiados. La boîte à joujoux que dedicó Débussy a su hija Claude Emma en 1913 --cuyo “tema” es una caja de juguetes que se anima-- alcanza por sí sola como prueba. (Se recordará que Débussy, que fue amigo de Mallarmé y de Satie, solía dar conferencias para chicos en la radio, y que compuso también la suite para piano Children’s Corner cuyas piezas incluyen un arrorró infantil, una serenata para una muñeca, y la aparición de un pastorcito.)

Por su parte, en uno de los libros más ferozmente bellos e inadecuados de Walter Benjamin --Dirección única--, en medio de una sorprendente galería de niños (Niño leyendo, Niño que llega tarde, Niño goloso, Niño en una calesita, Niño escondido, Niño desordenado),  se lee: “Cada piedra que encuentra, cada flor arrancada y cada mariposa capturada son ya, para él, el inicio de una colección. No bien ha entrado en la vida y ya es un cazador: atrapa a los espíritus cuyo rastro husmea en las cosas”. En la concepción benjaminiana del niño, se observará, no se trata de encontrar lo nuevo sino de renovar lo viejo haciéndolo propio, de perderse por horas en la selva del sueño, donde los papeles de estaño son tesoros de plata, los cubos de madera ataúdes, los cactus árboles totémicos y las monedas escudos.

La felicidad infantil proviene de esa aglomeración azarosa, solitaria y placentera, parecida a la que experimentará más tarde el poeta moderno, encarnado para siempre en Baudelaire, cuando proyecte sobre las cosas su mirada alegórica, transportando sus objets trouvés al desorden de la poesía. Los cajones donde el niño guarda sus tesoros son arsenales y zoológicos. Los del poeta serán reservas de imágenes y retazos de lenguaje. En ambos casos, se trata de un objetivo muy simple y muy complejo: habitar un “tiempo perdido”. Como los niños, los poetas intuyen el vínculo exacto entre curiosidad y memoria, nostalgia y resistencia, aventura y tolerancia. Y lo que buscan es nada menos que liberar a las cosas de su destino utilitario y al lenguaje de sus automatismos más odiosos: quedarse en su propio coto de caza donde es posible seguir siendo un pequeño príncipe. La poesía es la continuación de la infancia por otros medios.

 

Islas

El mundo de Liliput, el País del Nunca Jamás, son islas. También lo son la pista cerrada de la écuyère, los camafeos, los emblemas, los mundos perdidos o utópicos, los poemas, todo aquello que, como en el caso del “aleph”, elimina la posibilidad del contagio de la experiencia, al tiempo que maximiza las posibilidades de la visión trascendental.

Una isla, podría decirse, es lo que queda cuando todo se ha perdido. Un museo personal que trae lo muerto de sí a un diorama viviente. Un resabio de algo olvidado que se organiza a partir de una huella. Las islas son siempre insumisas. En ellas, el vacío –la potencialidad pura—lleva al máximo la coincidencia entre actividad y solipsismo, entre audacia heroica y nostalgia.

Hernán Díaz, en su ensayo A Tropical Archipelago. Continental Narratives of Isolation in Modern Europe and the Americas, fue todavía más lejos: propuso que las islas lindan con la muerte por todos lados, como los cuerpos; que el aislamiento, en ellas, es deliberado, que las “narrativas de islas” reproducen un aislamiento dentro de otro (la literatura). Algo virginal, secreto, desorientador pareciera desatarse en esas tierras que, quizá, no están en ningún lado sino en un tiempo de transición entre la extrañeza y el hogar, el pasado y el futuro, lo que se es y lo que, tal vez, se desearía ser.

Las islas son también lugares raramente felices. Tristes, pero felices, como toda infancia, o mejor sería decir como toda infancia recobrada. El mundo se vuelve allí superficie en blanco. Por eso, todos los náufragos sucumben a la compulsión lingüística: se desviven por nombrar. En su aislamiento, construyen fábulas de castigo o salvación: lo mismo da, con tal de cancelar la temporalidad y abrir espacios donde otra genealogía –cierta fantasía de autocreación—pueda tener lugar. La apuesta es a que todo suceda por primera vez, sin antecedentes, sin las jerarquías del poder o la historia. La paradoja, sin embargo, persiste. Al encerrarse en el presente—que es, como la isla, una forma radical—el náufrago satura de aura los objetos y se vuelve él mismo una pieza de museo, una figura orgullosa que, afuera del mapa y del tiempo, se yergue solo (pero un solitario, se sabe, es Nadie y Todos).

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