El movimiento al andar
Por Frédéric Lordon
Jueves 29 de noviembre de 2018
"Las ciencias sociales se han construido como ciencias de los hechos sociales, y no de los estados del alma. Ahora bien, los estados del alma y las emociones interiores de los individuos son el punto a donde parece llevar fatalmente toda evocación del deseo y de los afectos". Un adelanto de La sociedad de los afectos (Adriana Hidalgo), del filósofo y economista francés.
Por Frédéric Lordon.
La sociedad anda según los deseos y los afectos. Las ciencias sociales que buscan las fuerzas motrices deberían interesarse un poco en eso. El problema es que... las ciencias sociales tienen un problema con el deseo y los afectos. En su descargo, es necesario reconocer que existen razones para ello. Las ciencias sociales se han construido como ciencias de los hechos sociales, y no de los estados del alma. Ahora bien, los estados del alma y las emociones interiores de los individuos son el punto a donde parece llevar fatalmente toda evocación del deseo y de los afectos. Se comprende entonces sin esfuerzo el largo tormento de las ciencias sociales: enfrentadas a una suerte de evidencia plena –la presencia obvia de las emociones en los comportamientos humanos–, no por ello se han dejado de imponer una estricta censura, y la prohibición formal de llegar hasta allí. Concedamos que esta reticencia no era del todo ilegítima: no era absurdo pensar que volver a las emociones implicaba un riesgo serio de involución hacia una suerte de espiritualismo psicologista –respecto del cual el mismo gesto constitutivo de las ciencias sociales había sido el de retirarse–. Si esto era para transformar a las ciencias sociales en psicología sentimental, mejor valía, en efecto, abstenerse.
Por un estructuralismo de las pasiones
Pero no todas las prevenciones duran eternamente. Y algunas coyunturas ayudan a tirarlas abajo. Sin duda, el tiempo de la vergüenza ha pasado: las ciencias sociales redescubren las “emociones”. Con deleite, proporcionalmente quizás a la duración de lo que las frenaba, vuelven una tras otra: sociología, ciencia política, historia, antropología, todas hacen de ellas ahora un objeto privilegiado, hasta la misma economía, a su manera, siempre lastrada por su imposible deseo epistemológico persigue ahora su fantasma de ciencia dura asociándose con la neuro biología...1 Pero poco importan estas particularidades: aquí el punto decisivo es que las ciencias sociales, durante tanto tiempo mudas sobre esta cuestión, se abocan ahora incansablemente a las “emociones”. La historia de las ciencias sociales es así como una ruta de montaña: un giro sucede al otro. Después del giro lingüístico, del giro hermenéutico, del giro pragmático, ha llegado entonces el giro emocional –y en este caso no hay que burlarse de que esta cosa durante tanto tiempo ignorada sea al fin tomada en consideración–. Por ese motivo, el problema original de las emociones no ha sido resuelto –simplemente otra mediación ha ocurrido:
obviamente el redescubrimiento de las emociones se debe en gran medida a la fuerte vigencia, desde hace varias décadas, de las figuras del individuo, del actor y del sujeto; devuelto al centro del paisaje teórico de las ciencias sociales, ¿no era lógico que uno terminara por interesarse en sus “sentimientos” luego de haberse interesado por sus acciones y por sus discursos?–. Pero el interés puesto en el “actor”, hasta en los acontecimientos de su vida emocional, tiene también lógicamente como correlato un desinterés relativo más pronunciado por los objetos de rango superior, estructuras, instituciones, relaciones sociales, culpable por definición de no hacer lugar a las cosas vividas. Así, el giro emocional lleva al extremo el retorno teórico al individuo... con el riesgo de liquidar por completo todo lo que hay de propiamente social en las ciencias sociales, en vías de disolución en una suerte de psicología extendida.
No hay margen para sorprenderse de que la repsicologización de las ciencias sociales sea un peligro inscripto desde el inicio en la elección de abandonar las estructuras y, si hay alguna lógica en que la figura del actor recuperada en su primacía teórica haya terminado por hacer de sus “emociones” un punto de pasaje obligado, no la hay menos en que el relegamiento todas las determinaciones estructurales haya sido aún más completo. El nuevo interés de las ciencias sociales por las emociones es entonces terriblemente ambivalente. Es potencialmente portador de las más lamentables regresiones si el individualismo se agudiza en individualismo sentimental y si la transfiguración de la experiencia inmediata de la vida afectiva en tema teórico conduce aún más a hacer del individuo (emocionado) un explanans y no un explicandum –un punto de partida explicativo y no una cosa a explicar–. Y sin embargo, reincorpora al campo de análisis de las ciencias sociales ese hecho masivo de la vida pasional, individual y colectiva, que robustas prevenciones habían largo tiempo dejado de lado –¿pero a costa de qué limitaciones?–. Basta con la lectura de Durkheim para convencerse de que ha habido excesos en esta exclusión, y de que hay materia para esta reintegración: ¿no hacía, sin dudar, un abundante uso de la categoría de “sentimiento”? Es verdad que Durkheim planteaba desde el comienzo tan firmemente su punto de vista sociológico que el riesgo de la involución psicologizante resultaba neutralizado de entrada. Contra las tendencias mayoritarias de las ciencias sociales contemporáneas, uno debería entonces poder valerse de este precedente para testimoniar la posibilidad de hablar de los afectos sin caer más en un individualocentrismo que olvida las fuerzas sociales, las estructuras y las instituciones. No se ve en efecto por cuál maldición intelectual habría que elegir entre dos aspectos –igualmente pertinentes, y manifiestamente complementarios– de la realidad social: las emociones de los hombres, el peso de las determinaciones de las estructuras, que nada debería en principio oponer... excepto la construcción conflictiva de posiciones teóricas que los ha planteado como excluyentes uno del otro.
Mantener unido lo que ha sido largo tiempo separado exige sin embargo entrar en el problema de las “emociones” de una manera particular que no tenga por efecto cerrarlo en lo inmediato sobre sí mismo en un subjetivismo sentimental, preocupado por los únicos estados de alma del “actor” y cortado de toda determinación social. Ahora bien, a esta “manera particular” no es fácil hallarla, ya que las emociones son espontáneamente pensadas como la intimidad de un sujeto... y por eso de entrada son proclives a determinar una visión subjetivista del mundo social. Es necesario recurrir a un pensamiento tan singular como el de Spinoza para resistir a la fatalidad de esta inclinación. Filósofo clásico, por ello preocupado por el problema de las pasiones, Spinoza propone nada menos que una conceptualización de los afectos tan contraintuitiva como rigurosa –eso habla de la intención de todos esos trabajos que hablan largamente de las emociones sin jamás darles la menor definición seria–, y sobre todo lo más lejos posible de todo psicologismo sentimental. Pues a eso tiende la paradoja spinoziana: a una teoría radicalmente antisubjetiva de los afectos... ordinariamente pensados como lo propio por excelencia de un sujeto. Es necesaria, en efecto, esta performance intelectual: guardar los afectos pero desembarazándose del sujeto (que se pensaba como su necesario punto de aplicación), para superar la antinomia de las emociones y de las estructuras puesto que el sujeto expulsado, el soporte de los afectos, ciertamente el individuo aunque ni monádico, ni libre, ni autodeterminado, puede entonces ser restituido a sus contextos institucionales y conectado sobre todo a un mundo de determinaciones sociales. Existen individuos y ellos experimentan afectos. Pero esos afectos no son otra cosa que el efecto de estructuras en las cuales los individuos son introducidos. Y los dos extremos de la cadena, considerados incompatibles, pueden al fin ser combinados para dar lugar a algo así como un estructuralismo de las pasiones.
A este estructuralismo de las pasiones le hace falta entonces la fuerza del punto de partida spinoziano –pero también es necesario que no nos detengamos allí–. No se podría caer en el absurdo de pedir a una filosofía del siglo XVII que ella sola aporte una ciencia social armada por completo. Es por esta razón que, en esta empresa, el poder de las intuiciones y de los conceptos spinozianos no se entrega en verdad más que a través de las combinaciones con las mejores adquisiciones de las ciencias sociales, al menos las que son compatibles con ellos –está lejos de ser el caso de todas...–. Aquí serán Marx, Bourdieu, Durkheim y Mauss, es decir, pensamientos constitutivamente reacios a la celebración del sujeto, y atentos a todo lo que lo excede –lo social con su fuerza propia–. Hay estructuras, y en las estructuras hay hombres apasionados; en primer término los hombres son movidos por sus pasiones, en última instancia sus pasiones son ampliamente determinadas por las estructuras; son movidos con frecuencia en una dirección que reproduce las estructuras pero a veces en otra que los inclina a crear otras nuevas: he aquí, en lo esencial, el orden de hechos que querrían aferrar las combinaciones particulares del estructuralismo de las pasiones.
Porque se propone mantener unidos los dos extremos considerados incompatibles –los individuos apasionados y las estructuras sociales impersonales–, el estructuralismo de las pasiones no se contenta con producir una síntesis de los supuestos contrarios, sino que permite también reglar ciertos problemas internos de una posición estructuralista en ciencias sociales donde la restauración individualista/ subjetivista había creído ver una insuficiencia insuperable: la incapacidad histórica. Si sólo hay estructuras minerales e inhabitadas, o digamos simplemente pobladas por agentes concebidos como sus soportes pasivos, ¿de dónde pueden venir las fuerzas o los acontecimientos que las harán escapar a la fatalidad de la reproducción ad aeternum? “Althusser no sirve para nada”, dice el grafiti de Mayo del 68 que se ve como la invalidación en los hechos del estructuralismo y de su incapacidad para pensar las transformaciones –o sea, el movimiento mismo de la historia–. Allí también entonces habría que elegir: o bien las estructuras, pero entonces sin el movimiento; o bien la historia, pero con la libertad del sujeto –puesto que no se concibe que pueda haber otra cosa que el libre albedrío, es decir, la liberación de las determinaciones estructurales en el origen de los impulsos de ruptura que hacen la historia–.
El antisubjetivismo pasional de Spinoza ofrece quizás el único medio de salir radicalmente de esta antinomia infernal y de contemplar un mundo de estructuras poblado, sin embargo, por individuos concebidos como polos de poder deseante, cuyo deseo, precisamente, puede a veces aspirar a escapar a las normalizaciones institucionales y, bajo ciertas condiciones, llegar allí. Porque hay deseo y afectos, términos cuya reintroducción era decididamente estratégica, hay
fuerzas motrices en el seno de las estructuras, fuerzas muy a menudo determinadas a la reproducción de lo mismo pero eventualmente capaces de producir movimiento en direcciones inéditas que llegan a romper el curso ordinario de las cosas, aunque sin escapar al orden causal de la determinación –cuando, por ejemplo, el funcionamiento de las estructuras atraviesa, a los ojos de los individuos, un punto insoportable, y los lleva en tal caso no ya al conformismo sino a la sedición–. Y vuelve a ser posible pensar tanto los órdenes institucionales en régimen como sus crisis... sin que haga falta suponer para estas últimas alguna magnífica irrupción de la “libertad” –simplemente la búsqueda de la causalidad pasional en nuevas direcciones–.
