El minotauro
Por Michel Pastoureau
Miércoles 12 de agosto de 2020
"Son muchos los autores que han narrado su historia, que ha dado lugar a versiones algo divergentes", explica el historiador francés en Animales célebres (Periférica), del que publicamos uno de sus preciosos capítulos aquí.
Por Michel Pastoureau. Traducción de Laura Salas Rodríguez.
El Minotauro, monstruo mitad hombre mitad toro, fruto de los amores contra natura de la reina Pasífae y de un vigoroso toro blanco, es el «animal» más célebre de la mitología griega. Son muchos los autores que han narrado su historia, que ha dado lugar a versiones algo divergentes. Sigo aquí la versión «clásica», la de Ovidio en las Metamorfosis, que caló en la cultura medieval y las antologías modernas.
Todo comienza con la bella ninfa Europa, hija de un rey de Fenicia, tan hermosa que el propio Zeus, soberano de los dioses y los hombres, se enamoró de ella. Un día que Europa iba paseando cerca de Tiro con su séquito, advirtió entre los rebaños de su padre un magnífico toro blanco de pelaje inmaculado y mirada dulcísima que nunca había visto antes: se acerca, lo acaricia y respira su aliento, que exhala olor a azafrán. El animal se tumba a sus pies para que ella pueda subirse a su lomo; así lo hace la ninfa. De inmediato, el toro se yergue, se precipita al mar y nada hasta la isla de Creta. Allí, Zeus, que había adoptado forma de toro para raptar a la bella, recupera su aspecto habitual y se une a ella bajo un inmenso plátano.
De esta unión y las siguientes nacieron tres hijos: Minos, Sarpedón y Radamantis. Después, Zeus dio la mano de Europa al rey de la isla, Asterión, que, como no tenía hijos, adoptó los de su joven esposa. Más tarde, mucho más tarde, cuando Europa murió, Zeus la transformó en constelación y la elevó a divinidad.
A la muerte de Asterión, Minos reivindicó el trono de Creta. Para probar ante sus dos hermanos que él era el elegido
de los dioses, anunció que Poseidón, dios de los mares y los océanos, haría salir de las aguas cuando él se lo pidiese un toro blanco de una belleza incomparable y un tamaño descomunal. Añadió que le entregaría el animal al dios protector a modo de sacrificio. Poseidón envió el toro, Sarpedón y Radamantis se postraron ante la voluntad divina y Minos se convirtió en rey de Creta. Además, fue un buen rey: llevó justicia y pros- peridad a los isleños y dotó al reino de unas leyes tan rectas y sólidas que otros países las copiaron. Pero Minos olvidó su promesa a Poseidón. Se quedó el espléndido toro y lo encerró en sus establos para que le diese descendencia.
La cólera de Poseidón fue inmensa. Para vengarse, inspiró a la mujer de Minos, Pasífae, una ciega pasión por el toro roba- do. Víctima de un deseo irrefrenable, la reina se unió al animal encerrándose en un armazón de madera con forma de vaca y, al cabo de unos meses, dio a luz un ser monstruoso, dotado de un cuerpo humano y una cabeza de toro: el Minotauro. Para ocultar la vergüenza que se había abatido sobre su familia y encubrir ante sus súbditos y visitantes el espectáculo de una criatura tan temible, Minos ordenó al ingenioso arquitecto Dédalo, por aquel entonces en Creta, que construyese un palacio tan tortuoso que una vez se entrara en él fuera imposible salir: el Laberinto. El Minotauro fue encerrado en el centro de dicho palacio de salas entretejidas y pasillos sinuosos; a partir de entonces nadie volvió a verlo. Minos no repudió a Pasífae, pero la abandonó y se entregó a innumerables aventuras amorosas. Para vengarse, la reina lanzó un maleficio sobre la cama de su esposo: cada vez que una de sus amantes se echaba en ella, le devoraban el cuerpo serpientes y escorpiones.
El nacimiento del Minotauro y las disputas de la pareja real no habían aplacado la cólera de Poseidón. El dios transformó al espléndido toro blanco, padre del monstruo, en una bestia furiosa que aterrorizó a los habitantes de Creta durante años. Finalmente, Hércules, hijo de Zeus y de la mortal Alcmena,
recibió la orden de domar a la fiera, de apoderarse de ella y de llevarla a su espalda hasta la Argólida. Fue el séptimo de sus fa- mosos «doce trabajos». El furioso toro continuó sus estragos en Grecia, llegando a matar al hijo de Minos, Androgeo, al que los atenienses habían enviado con mala intención para luchar contra él. Aquello provocó una guerra entre Minos y Egeo, rey de Atenas, que resultó vencido; Minos exigió entonces como tributo que cada siete años Atenas entregase siete jóve- nes y siete muchachas como alimento para el Minotauro, aún encerrado en el Laberinto. Condiciones terribles que Egeo se vio obligado a aceptar para no ver su ciudad destruida a manos de los cretenses.
La tercera vez que hubo que enviar un contingente de víc- timas, Teseo, hijo de Egeo, pidió formar parte de los jóvenes que zarparían rumbo a Creta para ser sacrificados. Ufano de sus hazañas precedentes, esperaba acabar con el monstruo y liberar de ese modo a Atenas de su sumisión. En el momento de despedirse de su padre y embarcar en una nave provista de siniestras velas negras, Teseo le prometió que, de salir victo- rioso, volvería en un barco que enarbolase velas blancas, como signo de alegría y de victoria. En Creta, Teseo obtuvo una ayuda inesperada: la de Ariadna, hija de Minos y de Pasífae, que se enamoró locamente de él. La muchacha le describió al joven héroe griego el famoso Laberinto y le confió un enor- me ovillo de hilo para que lo fuese desenrollando nada más entrar; esto le permitiría encontrar la salida una vez venciese al monstruo. A cambio de dicha complicidad, Teseo prometió a Ariadna llevarla con él a Grecia y convertirla en su esposa.
Todo ocurrió como estaba previsto. Teseo desentrañó el ovillo, combatió a un Minotauro más o menos adormecido, lo venció fácilmente y, gracias a la astucia de Ariadna, pudo encontrar el camino para salir del Laberinto. Se hizo a la mar en la nave que lo había llevado pero, tras una escala en la isla de Naxos, en las Cícladas, abandonó allí a Ariadna, a la que
no tenía intención de tomar por esposa. Conmovido por el dolor de la joven, el dios Dioniso —que según algunas de las versiones de la leyenda fue quien había dado orden a Teseo de dejarla en Naxos— la consoló, la desposó, la colmó de regalos y la llevó con él al Olimpo.
Mientras tanto, Teseo seguía navegando en dirección a Atenas; embriagado de alegría y de gloria, olvidó cambiar las velas de la nave, y Egeo, desde la orilla, divisó las velas negras. Loco de dolor al creer que su hijo había muerto, se precipitó al mar y desapareció para siempre. Teseo lo sucedió en el trono de Atenas.
En Creta, Minos se enteró al mismo tiempo de la muerte del Minotauro y de la traición de su hija. También comprendió que había sido el excesivamente ingenioso Dédalo quien había sugerido a Ariadna el truco para facilitar la salida de Teseo del Laberinto y la de Pasífae para unirse al toro. Furioso, encerró al arquitecto y a su hijo Ícaro en el Laberinto, en el lugar del monstruo. Pero Dédalo consiguió fabricar dos pares de alas que les permitieron escapar volando. El imprudente Ícaro, una vez libre, quiso elevarse muy alto en el cielo, como un pájaro. El sol fundió la cera que adhería las alas a su cuerpo y cayó al mar. Dédalo se refugió en Sicilia, donde Minos intentó matar- lo. En vano. Fue el propio Minos quien encontró una muerte horrible, cocido en una bañera por las hijas del rey Cócalo, protector de Dédalo.
*
El gran toro salvaje, al que se da el nombre de uro, es uno de los animales más representados en la pintura parietal del Paleolítico. Ya entonces es símbolo de fuerza y fertilidad, objeto de admiración y veneración. Su culto, en formas variadas, atra- vesará los milenios. No cabe duda de que la historia del Minotauro y de los mitos que lo acompañan son el legado de esos
cultos taurinos prehistóricos y protohistóricos. En concreto, muestran el papel que desempeñaron en Creta en la época minoica (segundo milenio antes de nuestra era). El Laberinto es en sí mismo una imagen deformada de los imponentes pa- lacios construidos en aquella época, y que la arqueología ha ido descubriendo con el paso del tiempo.
La divinidad más antigua en forma de toro de la que dan fe los documentos es el dios sumerio Enlil, instrumento privilegiado de las relaciones entre el cielo y la tierra, al que, ya a finales del cuarto milenio antes de nuestra era, se sacrifican gran número de toros. En Babilonia, el dios Anu, mitad hombre mitad toro, goza de un culto parecido. Por lo demás, en toda la Mesopotamia antigua, el toro encarna un doble principio de vigor y de prosperidad. Sacrificar al animal cumple dos funciones: para el rey y para el guerrero, se trata de investirse con la fuerza inagotable del toro; para el campesino, se trata de recoger las virtudes fertilizantes y de gozar así de cosechas abundantes. El mismo toro fértil es el que nos encontramos en la India occidental desde el principio de la Antigüedad. Sus cuernos son signo del vínculo privilegiado con la tormenta (símbolo primordial de la fecundidad); no se le castra —cosa que lo privaría de gran parte de su poder—, pero se le domes- tica para que ayude a labrar los campos colocándole directa- mente el arado sobre los cuernos. Y cuando muere, su piel sirve de ropa para las mujeres estériles, que de ese modo se ven curadas de su afección. India sigue siendo hasta nuestros días el país de los bovinos sagrados.
En Egipto, el toro es un principio vital y un atributo de poder: los reyes lo matan y se lo comen para revitalizarse. Más que una simple idea de fecundación, el toro egipcio transmite una idea de poder y de sexualidad. Además, ambas dimensiones mantienen una estrecha relación, como en el culto al toro o buey Apis, instrumento de prosperidad, la expresión más completa de la divinidad egipcia revestida de forma animal. Se dice que Apis fue engendrado por una ternera virgen, fecun- dada por el fuego celeste. Favorece las crecidas benéficas del río Nilo.
La mayor parte de los pueblos de Asia Menor y del Oriente Próximo mediterráneo también ha considerado al toro una figura divina que otorga fuerza y fertilidad. Los fenicios le rindieron homenaje al consagrarle la primera letra de su alfa- beto, de la cual deriva nuestra A latina: en sus orígenes, la A fue una cabeza de toro estilizada y probablemente la imagen de un gran dios taurino. Otros pueblos adoraron también a dioses-toro (hititas, cananeos), sobre todo los partisanos del dios Baal —que pertenecían a diversas etnias—. La Biblia nos cuenta que los propios hebreos, en varias ocasiones, fueron seducidos por el culto idolátrico de dicha divinidad pagana, y que sus jefes o sus profetas (Moisés, Elías, Oseas) debieron hacer un severo llamamiento para devolverlos a la justa ley.
En cualquier caso, no fue en el Oriente Próximo continen- tal, sino en Creta, donde la taurolatría antigua conoció sus manifestaciones más intensas. Durante mucho tiempo la isla vivió enteramente bajo el reino del sol y del toro, ambos rela- cionados con una religión de la fecundidad. Más que en ningún otro sitio, parece que allí se le reservó una atención especial a los cuernos del animal; en ellos se concentraba, según se de- cía, la mayor parte de su vigor fertilizante: tocarlos o, mejor aún, apropiarse de ellos, procuraba fuerza y abundancia. De ahí que en Creta emergieran dos motivos relacionados con una gran fortuna: el casco de cuernos taurinos y el cuerno de la abundancia. Leyendas, textos y documentos arqueológicos de la época minoica nos transmiten la memoria de los rituales cretenses, que tenían por objeto transferir a los reyes, a los hombres, a los campos y al ganado todo el potencial vital y fecundo del dios-toro: sacrificios y banquetes, cazas y carreras taurinas, coito iniciático entre el rey de la isla disfrazado de toro y la reina, disfrazada de vaca. Buen número de leyendas, entre ellas las de Europa, Minos, Pasífae y el Minotauro, ha ido acompañando estos ritos.
Estas leyendas calaron muy pronto en Grecia, donde se fusionaron con otras tradiciones. La hazaña de Teseo, tras vencer al Minotauro, convirtió de modo definitivo la victoria sobre un toro en la prueba suprema del heroísmo y de la virilidad en el mundo griego. Jasón y Hércules, a su vez, sometieron a sendos toros tras enfrentarse a ellos: el primero antes de apoderarse del Vellocino de Oro, cuando les colocó el yugo a los monstruosos toros de Hefesto; el segundo, ya lo hemos visto, durante su séptimo trabajo, cuando llevó a Grecia el toro furioso de Poseidón que arrasaba Creta.
También en Roma el toro estableció vínculos precoces con la fertilidad, la virilidad, la guerra y la victoria. El primitivo dios Marte era sin duda un dios taurino, vecino de los de Oriente Próximo. Pero fue sobre todo el culto a Mitra, el mitraísmo, el que desarrolló, a partir del siglo i de nuestra era, los cultos taurinos en el mundo romano.