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El martillo de Dios

Un cuento de G. K. Chesterton

"Soy un hombre; en consecuencia, todos los diablos residen en mi corazón". Tomado de La pasión y el pérdón (Edhasa), un relato del paradojal escritor y periodista británico, protagonizado por un cura, con un final perturbador.

Por Gilbert Keith Chesterton.

El pueblecito de Bohum Beacon se extendía sobre una colina con una pendiente tan pronunciada, que la alta aguja de su iglesia parecía el pico de una pequeña montaña. Al pie de la iglesia había una fragua, que se mantenía casi siempre enrojecida por el fuego, y siempre llena de martillos y fragmentos de hierro. Frente a la fragua, en el cruce de dos calles empedradas, se veía “El Jabalí Azul”, la única posada del pueblo. Justo en esa bocacalle, al romper el alba —un alba plomiza y plateada—, acababan de encontrarse dos hermanos y estaban charlando. Uno de ellos empezaba la jornada; mientras que el otro, la acababa. El honorable reverendo Wilfrid Bohun era un hombre muy piadoso y se dirigía, con la aurora, a algún sobrio ejercicio de oración o recogimiento. Su hermano mayor, el honorable coronel Norman Bohun, para nada piadoso, vestido de frac, estaba sentado en un banco junto a la puerta de “El Jabalí Azul”, apurando lo que un observador filosófico podría, indistintamente, definir como su última copa del jueves o su primera copa del viernes. El coronel era un hombre sin escrúpulos.

Los Bohun eran una de las pocas familias aristocráticas que realmente se remontan a la Edad Media, y su pendón había flotado en Palestina. Pero suponer que estas familias mantienen la tradición es un gran error; a excepción de los pobres, muy pocos las conservan. Los aristócratas no viven de tradiciones, sino de modas. Los Bohun habían sido pícaros durante el reinado de Ana y petimetres con la reina Victoria. Pero, al igual de muchas antiguas casas, durante los últimos tiempos habían degenerado en simples borrachos y figurines perversos, y, al fin, en la familia se originaron ciertos vagos síntomas de locura. Realmente había algo de inhumano en el hambre feroz de placeres del coronel, y esa decisión crónica de no volver a casa hasta la madrugada semejaba en mucho a la horrible lucidez del insomnio. Era un animal bello y esbelto, y, aunque ya entrado en años, su cabellera era de un rubio admirable. Era apacible y leonado, pero sus ojos azules, de tan hundidos, resultaban negros. Además, los tenía muy juntos. Tenía unos notables bigotes amarillos, y se le formaban pliegues o surcos, junto a las guías, desde las fosas nasales hasta las quijadas; de tal modo que su cara parecía cortada por una risa burlona. Sobre el frac llevaba un abrigo amarillo pálido, tan liviano, que casi parecía una bata y, proyectado hacia la nuca, un sombrero verde de alas anchas, una curiosidad oriental, sin duda, comprada por ahí casualmente. Esa elegancia incoherente lo enorgullecía, y se jactaba de hacerla parecer coherente.

Su hermano, el cura, tenía también los cabellos rubios y el prototipo elegante, pero vestía de negro, todos los botones abrochados, pulcramente afeitado; era muy puntilloso con la higiene y algo nervioso. Daba la impresión de vivir sólo para la religión; pero algunos aseguraban (el herrero, en particular, que era presbiteriano) que lo suyo, más que amor a Dios era amor a la arquitectura gótica y que el hecho de que siempre anduviera rondando como una sombra por la iglesia, no era más que otra perspectiva, superior sin duda, de la misma incontenible sed de belleza que arrojaba al otro hermano a la turbulencia de las mujeres y el vino. La acusación no parecía justa: las prácticas piadosas del sacerdote eran innegables. En verdad, esta inculpación provenía de la imposibilidad de entender el amor a la soledad y el secreto de la oración, y se basaba sólo en que solían encontrar al sacerdote arrodillado, no ante el altar, sino en sitios como criptas o recovas, y hasta en el campanario.

En el camino hacia la iglesia, pasando por el patio de la fragua, el sacerdote se detuvo, arrugando el ceño, al ver a su hermano, que, con sus ojos cavernosos, miraba en la misma dirección. No se le ocurrió ni por un momento que el coronel se interesara por la iglesia. Así que se trataría de la fragua; y aunque el herrero, como presbiteriano, no formaba parte de su rebaño, igualmente Wilfrid Bohun había oído rumores de algunos escándalos y de cierta mujer del herrero, célebre por su belleza. Miró con desconfianza el portal de la fragua y el coronel, riendo, se levantó a hablar con él.

—Buenos días, Wilfrid —dijo—. Aquí estoy, como buen señor, desvelado por cuidar a mi gente. Vengo a buscar al herrero.

Wilfrid, mirando al suelo, respondió:

—El herrero no se encuentra. Ha ido a Greenford.

—Sí, lo sé —dijo el otro, sonriendo—. Precisamente por eso, vengo a buscarlo.

—Norman —dijo el clérigo, manteniendo la mirada hacia el suelo—, ¿nunca sentiste temor de que te mate un rayo?

—¿Qué quieres decir? ¿Ahora te interesa la meteorología?

—Quiero decir —contestó Wilfrid sin levantar la vista— que si nunca has temido que Dios te castigue en mitad de una calle.

—¡Ah, perdona! Ahora me doy cuenta: se te dio por el folklore.

—Y a ti por la blasfemia —dijo el religioso, herido en lo más vivo de su ser—. Pero si no temes a Dios, tendrás al menos razones para temer a los hombres. El mayor arqueó las cejas en un gesto de atenta cortesía.

—¿Temer a los hombres?

—Barnes, el herrero —precisó el clérigo—, es el hombre más robusto y vigoroso en cuarenta millas a la redonda. Y aunque tú no eres cobarde ni enclenque, él podría arrojarte por encima de esa pared.

Y dado que era verdad, hizo su efecto. En la cara de su hermano se profundizó y ennegreció la línea de las fosas nasales a la mandíbula. Pero la mueca burlona duró un instante, en seguida el coronel Bohun recobró su cruel buen humor, y largó una carcajada, dejando a la vista dos hileras de dientes de perro bajo sus bigotes amarillos.

—En tal caso, mi querido Wilfrid —dijo con indiferencia—, lo prudente será que el último de los Bohun se proteja con armaduras, aunque sea en parte.

Y quitándose el extravagante sombrero verde, dejó ver que estaba forrado de acero. En el forro de acero Wilfrid reconoció un ligero casco japonés o chino arrancado de un trofeo que adornaba las paredes del salón familiar.

—Es el primer sombrero que encontré a mano —explicó Norman alegremente—. Siempre tomo el primer sombrero y la primera mujer que encuentro a mano.

—El herrero salió para Greenford —dijo Wilfrid muy serio—, y no se sabe cuándo volverá.

Y manteniendo la cabeza inclinada, siguió su camino hacia la iglesia santiguándose como quien desea liberarse de un mal espíritu. Ansiaba olvidar rápidamente las groserías de su hermano en la fresca penumbra de aquellos altísimos claustros góticos. Pero estaba de Dios que aquella mañana la rutina de sus ejercicios religiosos sería interrumpida constantemente por pequeños accidentes. Al entrar en la iglesia, siempre desierta a estas horas, vio cómo una silueta arrodillada se levantaba precipitadamente y corría hacia la puerta, ya iluminada por la luz del día. La sorpresa lo dejó rígido: aquel feligrés madrugador no era otro que el idiota del pueblo, un sobrino del herrero, tan infortunado e incapaz de preocuparse de la iglesia ni de ninguna cosa. Se lo conocía como Juan el Loco, y al parecer no tenía otro nombre. Era un muchacho moreno, fuerte, robusto de hombros, con una carota lívida, cabellos negros y erizados, y siempre boquiabierto. Al pasar junto al sacerdote, el gesto de su monstruosa cara no permitió adivinar lo que podía haber estado haciendo allí. Hasta ese momento nadie lo había visto rezar. ¿Qué clase de rezos podían esperarse de ese hombre?

Wilfrid Bohun se quedó largo rato como clavado en el suelo, mirando al idiota, que salió a la calle, bañada ya por el sol, y a su hermano, que lo llamó, al verlo venir, con la alegre familiaridad de un tío que se dirige a un sobrino. Finalmente vio cómo su hermano lanzaba a la boca abierta de Juan Loco piezas de a un penique como quien tira al blanco.

Aquella horrible escena de la estupidez y la crueldad de la tierra precipitaron al asceta a consagrarse a sus plegarias, para quitarse esas imágenes de la cabeza y purificarse. Se ubicó en un banco de la galería, cubierta por una vidriera de colores que tenía el don de apaciguar su ánimo: era una vidriera azul en la que se veía un ángel con un ramo de lirios. Allí el sacerdote comenzó a olvidarse del idiota de cara lívida y boca de pez. La imagen de su perverso hermano, león hambriento que anda en busca de presa, se fue diluyendo de sus pensamientos. Y fue entregándose cada vez más a los halagadores y frescos tonos del cielo de zafiro y flores de plata de la vidriera.

Una media hora después Gibbs, el zapatero del pueblo, que lo estaba buscando con mucha prisa, lo encontró allí. El sacerdote se levantó al instante, entendiendo de inmediato que sólo algo grave podía obligar a Gibbs a buscarlo en aquel sitio. Pues el remendón, como ocurre en muchos pue­blos, era un ateo, y su aparición en la iglesia resultaba todavía más extraña que la de Juan el Loco. Aquella era, sin dudas, una mañana de enigmas teológicos.

—¿Qué pasa? —preguntó Wilfrid Bohun, con aparente serenidad, pero tomando el sombrero con mano temblorosa.

El ateo contestó con un tono de voz que, para ser suya, era increíblemente respetuosa y hasta denotaba cierta simpatía:

—Perdóneme, señor —dijo—; pero nos pareció indebido que usted no lo supiera de una vez. Ha pasado algo horrible… Su hermano…

Wilfrid juntó sus delgadas manos, y, sin lograr reprimirse, exclamó:

—¿Qué nueva atrocidad está haciendo?

—No, señor —dijo el zapatero, tosiendo—. Ya no puede hacer nada, ni desear nada, porque ya rindió cuentas. Lo mejor es que usted lo vea con sus propios ojos.

El cura siguió al zapatero. Bajaron por una escalera caracol hasta llegar a una puerta que estaba a nivel más alto que la calle. Desde allí, Bohun pudo abarcar de un vistazo toda la tragedia, como un paisaje. En el patio de la fragua había unos cinco o seis hombres vestidos de negro, y entre ellos un inspector de policía. Allí estaban el médico, el ministro presbiteriano, y el sacerdote católico, a cuya feligresía pertenecía la mujer del herrero. El sacerdote católico hablaba en voz baja con ella —una magnífica mujer de cabellos de oro— que sollozaba sentada en un banco, un poco apartados del resto. Entre ambos grupos, y junto a un montón de martillos y mazas, yacía tumbado boca abajo un hombre vestido de frac, abierto de brazos y piernas. Wilfrid, desde la altura donde se encontraba, reconoció todos los detalles de su traje y apariencia, y hasta los anillos de la familia Bohun. Pero el cráneo era una horrible masa aplastada, como una estrella negra y sangrienta.

Tras un instante, Wilfrid Bohun bajó corriendo al patio de la fragua. El doctor, que era el médico de la familia, se acercó a saludarlo, pero Wilfrid no se dio cuenta, sólo pudo balbucear:

—¡Mi hermano muerto! ¿Qué ocurrió? ¿Qué horrible misterio es éste?

Todos permanecieron en silencio, hasta que al fin el remendón, el más atrevido de los presentes, dijo así:

—Sí, señor; un espanto, muy horrible; pero no es misterio, no.

—¿Por qué? —preguntó el lívido Wilfrid.

—El asunto es muy claro —contestó Gibbs—. En cuarenta millas a la redonda sólo hay un hombre capaz de dar un golpe semejante, y justamente es el único hombre que tenía razón para hacerlo.

—No se debe prejuzgar —dijo el doctor, un poco nervioso, que era un hombre alto, de barba negra—. Pero me corresponde ratificar lo que dice Mr. Gibbs sobre la naturaleza del golpe: es en verdad un golpe increíble. Mr. Gibbs afirma que, en el distrito, sólo hay un hombre capaz de haberlo dado. Yo me atrevo a afirmar que no hay ninguno.

El cuerpo frágil del cura sufrió un estremecimiento supersticioso.

—No entiendo —dijo.

—Mr. Bohun —continuó el doctor en voz baja—, no encuentro imá­genes para explicarlo; decir que el cráneo ha sido destrozado como si fuera cáscara de huevo, todavía es poco. El cuerpo mismo fue penetrado por algunos fragmentos óseos, y también penetraron en el suelo, como atravesarían las balas una pared blanda. Esto parece obra de un gigante.

Calló un instante. Sus ojos chispeaban tras las gafas. Después prosiguió:

—La ventaja que eso tiene, es que, al menos, deja a mucha gente libre de toda sospecha. Si usted, o yo, o cualquier persona normal del pueblo fuera acusada de este crimen, podríamos dejarlas libres al instante, como se dejaría libre a un niño acusado de robar la columna de Nelson.

—Tal cual, es lo que yo digo —repitió el obstinado zapatero—. Sólo hay un hombre capaz de haberlo hecho, y es también el que pudo verse llevado a hacerlo. ¿Dónde está Simon Barnes, el maestro?

—Está en Greenford —tartamudeó el cura.

—Sería más fácil que estuviera en Francia —gruñó el zapatero.

—No; ni en un sitio ni en otro —se oyó decir de una vocecita descolorida, la del pequeño sacerdote católico, que acababa de reunirse al grupo—. Es evidente que ahora mismo viene por el camino.

El sacerdote no era hombre de aspecto atractivo. Tenía una cara redonda y vulgar y cabellos opacos; pero ni aunque hubiera sido tan bello como Apolo se habrían detenido a mirarlo. Todos miraron hacia el camino que atravesaba el llano.

 

En efecto: por allá se lo veía avanzar, con sus grandes trancos y su martillo al hombro, a Simon el herrero: hombre huesudo y gigantesco, de ojos profundos, negros, siniestros, y una barba oscura. Lo acompañaban dos hombres, con quienes charlaba tranquilamente, y aunque normalmente no era alegre, parecía contento.

—¡Dios mío! —gritó el ateo remendón—. ¡Y viene con el martillo asesino al hombro!

—No —dijo el inspector, hombre de aspecto sensible, con un bigote pardo y que ahora hablaba por primera vez—. El martillo que sirvió para el crimen quedó allí, junto al muro de la iglesia. Lo mismo que el cadáver, hemos dejado todo tal cual lo encontramos.

Todos recorrieron el lugar con la mirada hasta dar con el martillo. El sacerdote pequeño dio unos pasos y se acercó para examinar el instrumento.

Era uno de los martillos más livianos y pequeños que hay en las fraguas, y sólo por eso llamaba la atención. Pero en el hierro había una mancha de sangre y un mechón de pelos amarillos. Tras una pausa, el pequeño sacerdote, sin quitar la vista del martillo, comenzó a hablar, por cierto, con voz algo alterada:

—Mr. Gibbs, se equivocó al asegurar que aquí no hay misterio — dijo—. Porque hay, al menos, un misterio: cómo es posible que ese hombre tan fuerte haya dado semejante golpe con un martillo tan pequeño.

—Eso no tiene importancia —dijo Gibbs, febril—. ¿Qué hacemos con Simon Barnes?

—Dejarlo —dijo el sacerdote tranquilamente—. Él está viniendo hacia aquí por sí solo. Conozco a sus dos acompañantes. Son buenos vecinos de Greenford. Ahora ya deben estar a la altura de la capilla presbiteriana.

Y así fue; en ese momento el fornido herrero dobló la esquina de la iglesia, entró en su patio y de inmediato se quedó inmóvil: el martillo cayó de su mano. El inspector, que había conservado una corrección impenetrable, al instante fue hacia él.

—Mr. Barnes: no le preguntaré —dijo— si sabe lo que ha sucedido aquí. Usted no está obligado a declararlo. Espero y deseo que lo ignore y que pueda dar pruebas de su ignorancia. Pero tengo la obligación de arrestarlo, en nombre del rey, por la muerte del coronel Norman Bohun.

—No está usted obligado a confesar nada —dijo el zapatero con oficiosa diligencia—. Todos tenemos derecho a dar pruebas. Todavía no está confirmado que ese cuerpo con la cabeza aplastada sea el del coronel Bohun.

—En eso no hay discusión —le dijo el doctor, en privado, al sacerdote—. Este episodio no da lugar a historias detectivescas. Yo he sido el mé­ dico del coronel y conozco su cuerpo mejor de lo que lo conocía él mismo. Sus manos eran hermosas, pero con una particularidad: los dedos segundo y tercero, el índice y el medio, eran del mismo tamaño. No caben dudas de que éste es el coronel.

Y le dio una mirada al cadáver. Los ojos de acero del inmóvil maestro de fragua siguieron la dirección de su mirada y fueron a dar también en el cadáver.

—¿Así que ha muerto el coronel Bohun? —dijo el maestro tranquilamente—. Significa que a estas horas ya está condenado.

—¡No diga nada! ¡Usted no diga nada! —gritó el zapatero ateo, casi saltando en un éxtasis de admiración por el sistema legal inglés—, porque no hay legalistas como los descreídos.

El herrero lo miró con cara augusta de fanático.

—A ustedes, los infieles, les viene bien escurrirse como ardillas donde las leyes del mundo lo consienten —dijo—. Pero Dios guarda a los suyos. Ahora mismo lo van a ver.

Y después, señalando el cadáver del coronel, preguntó:

—¿Cuándo murió este perro pecador?

—Sea moderado con su lenguaje —dijo el médico.

—Que la Biblia modere su lenguaje y yo moderaré el mío. ¿Cuándo murió?

—A las seis de la mañana todavía estaba vivo —balbuceó Wilfrid Bohun.

—Dios es bueno —dijo el herrero—. Señor inspector: puede arrestarme, no tengo el menor inconveniente. Quien debe tener inconvenientes para arrestarme es usted. A mí no me aflige en absoluto salir del juicio limpio de mancha. Pero a usted sí le afligirá, sin duda, salir del juicio con un contratiempo en su carrera.

Por primera vez, el robusto inspector miró al herrero con ojos aterradores. Lo mismo hicieron los demás, salvo el singular pequeño sacerdote, que seguía sin quitar la vista del martillo que había servido para asestar aquel golpe tan tremendo.

—A la puerta de la fragua hay dos hombres —continuó el herrero con grave lucidez—. Son buenos comerciantes de Greenford, todos ustedes los conocen. Ellos podrán jurar que desde antes de la medianoche hasta el amanecer, y aun mucho después, me han visto en la sala de sesiones de nuestra Misión Religiosa, que toda la noche ha trabajado en salvar almas. En Greenford hay otros veinte que jurarán lo mismo. Señor inspector, si se tratara de un gentil, lo dejaría precipitarse a su ruina. Pero estoy obligado, como cristiano, a ofrecerle la salvación, y preguntarle si antes de llevarme a juicio quiere usted recibir la prueba de mi coartada..

El inspector, algo desconcertado, repuso:

—Naturalmente que preferiría absolverlo de una vez.

Con aire desembarazado, el herrero salió del patio y se reunió con sus dos amigos de Greenford, que, por supuesto, eran amigos de todos los presentes. Y ambos, en efecto, afirmaron unas cuantas cosas que nadie pensó siquiera en poner en duda. Cuando los testigos terminaron de declarar, la inocencia de Simon quedó tan sólidamente establecida como la misma iglesia que servía de fondo a la escena.

Y entonces sobrevino un silencio sepulcral más angustioso que todas las palabras. El cura, sólo para cortar ese clima, le dijo al sacerdote católico:

—Padre Brown: según parece, a usted le intriga mucho el martillo.

—Es cierto —contestó éste—. ¿Cómo es posible que el instrumento del crimen sea tan pequeño?

El doctor volvió la cabeza.

—¡Por san Jorge, es cierto! —exclamó—. ¿Quién pudo servirse de un martillo tan liviano, teniendo disponibles tantos martillos más pesados y fuertes?

Después, bajando la voz, susurró al oído del cura:

—Sólo una persona incapaz de manejar uno más pesado. La diferencia entre hombres y mujeres no es cuestión de valor o fuerza, sino de robustez en los músculos de los varones para levantar pesos. Una mujer osada puede cometer cien asesinatos con un martillo liviano, y ser incapaz de matar un escarabajo con un martillo pesado.

Wilfrid Bohun se le quedó mirando como hipnotizado de horror; mientras que el padre Brown escuchaba con mucha atención, con la cabeza inclinada a un lado. El doctor continuó explicándose con más énfasis:

—¿Por qué estos imbéciles suponen que la única persona que odia al amante de una mujer es su marido? En nueve casos, de cada diez, ocurre que quien más odia al amante es la mujer misma. ¿Quién sabe qué insolen­cias o traiciones habrá desenmascarado el amante a los ojos de ella? Miren ustedes eso. Y señaló con un ademán a la rubia que seguía sentada en el banco.

Al fin había levantado la cabeza, y las lágrimas comenzaban a secarse en sus bellas mejillas. Pero los ojos parecían sostenidos con un hilo eléctrico al cadáver del coronel, esa fijeza en la mirada sugería algo de idiotismo.

El reverendo Wilfrid Bohun hizo un ademán, como dando a entender que renunciaba a indagar en el asunto. Pero el padre Brown, sacudiéndose algunas cenizas de la fragua que acababan de caerle en la manga, dijo con su típico tono de indiferencia:

—A usted le pasa lo mismo que a muchos otros médicos. Su ciencia del espíritu es arrebatadora; pero su ciencia física es plenamente imposible. Convengo con usted en que la mujer suele tener más deseos de matar al cómplice que los que pudiera tener el mismo injuriado. Y acepto también que una mujer prefiera siempre un martillo liviano a uno pesado. Pero aquí el problema radica en una imposibilidad física absoluta. No hay mujer en el mundo con fuerza suficiente como para aplastar un cráneo de un golpe en esta forma.

Y, tras una pausa reflexiva, continuó:

—Esta gente no se ha dado cuenta del caso. Si usted se fija, verá que este hombre llevaba un casco de hierro debajo del sombrero, y con el golpe quedó destrozado como si se tratara de vidrio. Observe a esa mujer: vea usted sus brazos.

Hubo un nuevo silencio, y después, un poco ofendido, el doctor dijo:

—Bueno, es posible que yo me engañe. En este mundo todo tiene su pro y su contra. Pero vamos a lo esencial: sólo un idiota, teniendo a disposición estos martillos, pudo elegir el más liviano. Al oír esto, Wilfrid Bohun se llevó las flacas y temblorosas manos a la cabeza, como si quisiera arrancarse los ralos cabellos amarillos. Luego, dejándolas caer de nuevo, exclamó:

—Ésa era la palabra que me estaba haciendo falta. Usted lo ha dicho. Y, dominándose, prosiguió:

—Usted ha dicho: “Sólo un idiota”.

—Sí, ¿y entonces?

—Entonces esto sólo podría haberlo hecho un idiota —concluyó el cura. Los otros se miraron desconcertados, mientras él proseguía con femenina y febril agitación:

—Yo soy sacerdote; y un sacerdote no puede derramar sangre. Quiero decir que no está en sus manos llevar a nadie a la horca. Y doy gracias a Dios de eso, ya que ahora me doy cuenta de quién es el delincuente, y es un delincuente que no puede ser llevado a la horca.

—¿Está diciendo que no está dispuesto a denunciarlo? —preguntó el doctor.

—Aunque lo denunciara, no le podrán colgar —contestó Wilfrid con una sonrisa llena de extraña alegría—. Al venir a la iglesia esta mañana, encontré allí a un loco rezando, a ese desdichado Juan, el idiota. Dios sabe lo que habrá rezado; pero no es inverosímil suponer que para un loco las plegarias fueran lo contrario de lo debido. Y es muy posible que un loco rece antes de matar a un hombre. Cuando lo vi por última vez, el pobre Juan estaba con mi hermano. Mi hermano estaba burlándose de él.

—By Jove! —gritó el doctor—. ¡Por fin! ¡Esto es hablar claro! Pero, ¿cómo explicarse entonces...?

El reverendo Wilfrid comenzó a temblar al sentirse casi cerca de la verdad:

—¿No ve usted, no se da cuenta de que es lo único que puede explicar estos dos enigmas? —dijo—: uno, es el martillo liviano; el otro, el golpe formidable. El herrero pudo asestar el golpe, pero no se hubiera valido de ese martillo. Su mujer pudo emplear ese martillo, pero nunca pegar semejante golpe. Sin embargo, un loco pudo hacer las dos cosas. ¿El martillo era pequeño? Bueno, él es un loco: así como tomó ese martillo pudo tomar cualquier otro objeto. Y en cuanto al golpe, ¿acaso usted no sabe, doctor, que un loco en un momento de paroxismo tiene la fuerza de diez hombres? El doctor, lanzando un profundo suspiro, contestó:

—¡Por Dios! Creo que ha dado usted en el clavo.

El padre Brown había estado contemplando a Bohun con la mirada fija como para demostrarle que sus grandes ojos grises de buey, no eran tan insignificantes como el resto de su persona. Cuando los otros hicieron silencio, dijo con el mayor respeto:

—Mr. Bohun, la teoría que usted propone es la única que resiste un examen atento, y como hipótesis, lo explica todo. Usted bien merece, entonces, que le diga que, fundado en mi conocimiento de los hechos, su teoría es completamente falsa. Y, dicho esto, el hombrecito se alejó un poco, para dedicarse otra vez al famoso martillo.

—Este sujeto parece saber más de lo que le convendría saber —murmuró el doctor, malhumorado, al oído de Bohun—. Estos sacerdotes papistas son unos probados socarrones.

—No, no —dijo Bohun con expresión de fatiga—. Fue el loco, fue el loco. El grupo formado por el doctor y los dos clérigos se había quedado separado del grupo oficial, en el que se encontraban el inspector y el herrero. Pero, como se fueron disolviendo, el primer grupo quedó en contacto con el segundo. El sacerdote miró tranquilamente hacia arriba y hacia abajo al oír al maestro herrero que decía en voz alta:

—Creo que lo convencí, señor inspector. Como usted dice, soy un hombre bastante fuerte, pero no tanto como para lanzar mi martillo desde Greenford hasta aquí. Mi martillo no tiene alas para volar sobre valles y montañas. El inspector rio amistosamente, y dijo:

—No, claro; usted puede considerarse libre de toda sospecha, aunque, para ser sincero, es una de las coincidencias más singulares que he visto en mi vida. Sólo le ruego que nos ayude con todo empeño a buscar otro hombre tan fuerte y fornido como usted. ¡Por san Jorge!; usted podrá sernos muy útil, aunque sea para atrapar al criminal. ¿No tiene sospecha de ningún hombre?

—Sí, tengo una sospecha; pero no de un hombre —dijo, pálido, el herrero. Y al ver que todos dirigían la mirada asustada hacia el banco en que estaba su mujer, apoyó su robusta mano sobre el hombro de ella, y añadió:

—Y tampoco de una mujer.

—¿Qué quiere decir? —preguntó el inspector, muy risueño—. Supongo que usted no creerá que las vacas sean capaces de manejar un martillo, ¿no es cierto?

—No creo que algún ser de carne y hueso haya movido ese martillo —continuó el herrero con voz un poco ahogada—. Hablando en términos humanos, yo creo que ese hombre ha muerto por sí mismo. Wilfrid hizo un movimiento hacia delante, y miró al herrero con ojos ardientes.

—Entonces, Barnes —dijo con voz áspera el zapatero— ¿usted quiere decir que el martillo saltó solo y le aplastó la cabeza?

—¡Oh, caballeros! —exclamó Simon—, ustedes pueden extrañarse y burlarse; ustedes, sacerdotes, que todos los domingos nos cuentan cuán misteriosamente el Señor castigó a Senaquerib. Yo creo que Aquel que ronda invisiblemente todas las casas, quiso proteger la honra de la mía, e hizo perecer al corruptor frente a mi puerta. Así, pues, creo que la fuerza de este martillazo no es más que la fuerza de los terremotos.

Wilfrid, entonces, con indescriptible voz, dijo:

—Yo mismo le había dicho a Norman que temiera el rayo de Dios.

A lo cual, el inspector, esbozando una sonrisa contestó:

—Sólo que ese agente queda fuera de mi jurisdicción.

—Pero usted no queda fuera de la suya —contestó el herrero—. Recuérdelo bien. Y volviendo la robusta espalda, entró en su casa.

El padre Brown, con su siempre amable facilidad de maneras, alejó de allí al conmovido Bohun:

—Vámonos de este horrible lugar, Mr. Bohun —le dijo—. ¿Me permite recorrer un poco su iglesia? Me han dicho que es una de las más antiguas de Inglaterra. Y… usted comprende. . . —añadió con un gesto cómico—, nosotros nos interesamos mucho por las iglesias antiguas de Inglaterra.

Wilfrid Bohun no pudo sonreír, porque el sentido del humor no era su fuerte; pero asintió con la cabeza, sintiéndose muy bien dispuesto a mostrar los esplendores del gótico a quien podría apreciarlos mejor que el herrero presbiteriano o el zapatero anticlerical.

—Desde luego —dijo—, entremos por aquí. Y lo condujo a la entrada lateral, donde se abría la puerta con escalones al patio. Cuando estaba por el segundo escalón, el padre Brown sintió una mano sobre su hombro y, volviéndose, vio la figura oscura y esbelta del doctor, cuyo rostro también aparecía oscuro de sospechas.

—Señor —dijo el médico con brusquedad—, usted parece estar al tanto de algunos secretos de este horrible negocio. ¿Puedo preguntarle si se propone guardárselos para sí?

—¡Pero qué dice, doctor! —contestó el sacerdote sonriendo plácidamente—. Que un hombre de mi profesión se calle las cosas cuando no está seguro de ellas es porque hay una razón decisiva; y lo que corresponde es que se las calle cuando no está seguro de ellas. Pero si le parece que he sido reticente hasta la descortesía, con usted o con cualquiera, violentaré mi costumbre todo lo que me sea posible. Le voy a dar dos indicios. —A saber… —indagó el doctor, muy solemne.

—Primero —contestó el padre Brown—, algo que es de su competencia: un asunto de ciencia física. El herrero se equivoca, no tal vez en asegurar que se trate de un acto divino, sino en creer que es un milagro. Aquí no hay milagro, doctor, salvo hasta donde el hombre mismo, dotado como está de un corazón extraño, perverso y, con todo, semiheroico, es un milagro. La fuerza que destruyó ese cráneo es una fuerza muy conocida por los hombres de ciencia: una de las leyes de la Naturaleza que ha sido discutida con mayor frecuencia.

El doctor, que lo observaba con sañuda atención, preguntó simplemente:

—¿Y luego?

—El otro indicio es el siguiente —contestó el sacerdote—. ¿Usted se acuerda de que el herrero, aunque cree en el milagro, se burlaba de la posibilidad de que su martillo tuviera alas y hubiera venido volando por el campo desde una distancia de media milla?

—Sí —dijo el doctor—; lo recuerdo.

—Bueno —añadió el padre Brown con una sonrisa llana—. Pues, esa suposición fantástica es la más cercana a la verdad de todas las que hoy se han aseverado. Y dicho esto, terminó de subir la escalera para reunirse con el cura.

El reverendo Wilfrid lo había estado esperando, pálido e impaciente, parecía que esa pequeña tardanza agotaría la resistencia de sus nervios. Lo condujo directamente a su rincón favorito, a esa zona de la galería que estaba más cerca del techo labrado, iluminada por la admirable ventana del ángel. El sacerdote latino observó y admiró todo con el mayor detalle, hablando incesantemente, aunque en voz baja. Al dar, en el curso de sus exploraciones, con la salida lateral y la escalera caracol por donde Wilfrid bajó para ver a su hermano muerto, el padre Brown, en lugar de bajar, trepó con la agilidad de un mono, y desde arriba dijo con su clara voz:

—Suba, Mr. Bohun. Este aire le hará bien. Bohun subió, y se encontró en una especie de galería o balcón de piedra, desde el cual se dominaba la extensísima llanura donde se alzaba la pequeña colina del pueblo, llena de vegetación hasta el límite rojizo del horizonte, y salpicada aquí y allá de aldeas y granjas. Hacia abajo, como un cuadro blanco y pequeño, se veía el patio de la fragua, donde el inspector seguía tomando notas, y el cadáver yacía aún como una mosca aplastada.

—Esto parece un mapamundi, ¿verdad? —observó el padre Brown.

—Sí —dijo Bohun gravemente, y ladeó la cabeza.

Debajo y alrededor de ellos las líneas del edificio gótico se sumergían en el vacío con una agilidad vertiginosa y suicida. La arquitectura de la Edad Media contiene una energía titánica que, bajo cualquier aspecto que se la vea, siempre parece precipitarse como un caballo indomable. Aquella iglesia había sido labrada en roca antigua y taciturna, ya barbada de musgo y coronada por aquí y por allá por los nidos de los pájaros. Pero cuando se la contemplaba desde abajo, parecía saltar hasta las estrellas como el agua de una fuente; y cuando se la contemplaba desde arriba, como ahora, se derramaba como una catarata en un abismo sin ecos. Aquellos dos hombres se encontraban, así, solos frente a la fachada más terrible del gótico: la desproporción y la contradicción monstruosas, las perspectivas vertiginosas, el vislumbre de la grandeza de las cosas mínimas y la pequeñez de las grandes: un torbellino de piedra en medio del aire. Detalles de la piedra, que por su proximidad aparecían enormes, se destacaban sobre campos y granjas que, a la distancia, aparecían diminutos. Una especie de fiera, o pájaro, labrada en un ángulo semejaba un enorme dragón capaz de devorar todos los pastos y las aldeas del contorno. La atmósfera misma era embriagadora y amenazante, y los hombres se sentían como suspendidos en el aire sobre las alas batientes de un genio colosal. La iglesia entera, enorme y rica como una catedral, parecía caer como una lluvia impetuosa sobre aquellos campos asoleados.

—Creo que adentrarse en estas alturas, aun para rezar, es arriesgado —observó el padre Brown—. Las alturas no fueron hechas para ser admiradas desde arriba, si no desde abajo.

—¿Usted está sugiriendo que puede uno caer? —preguntó Wilfrid.

—Quiero decir que aunque no caiga el cuerpo, se le cae a uno el alma —contestó el otro.

—No lo entiendo —dijo Bohun.

—Por ejemplo, considere usted al herrero —continuó el padre Brown—. Es un buen hombre, pero no un cristiano: es rudo, arrogante, incapaz de perdonar. Su religión escocesa es producto de los hombres que oraban en lo alto de montañas y precipicios, y se habituaron a considerar el mundo desde arriba y no ver el cielo desde abajo. La humildad es madre de los gigantes. Desde el valle se aprecian muy bien las eminencias y las cosas de gran tamaño. Desde la cumbre sólo se ven las cosas pequeñas. —De cualquier modo, él no lo hizo —dijo Bohun con tremenda inquietud. —No —dijo el otro con un acento extraño—. Bien sabemos que no fue él. Y tras un instante, contemplando apaciblemente la llanura con sus pálidos ojos grises, continuó: —Conocí a un hombre que comenzó por arrodillarse ante el altar, como hacen los demás, luego se fue enamorando de lugares altos y solitarios para entregarse a sus oraciones, como, por ejemplo, los rincones y nichos de los campanarios y chapiteles. Instalado allí, le parecía que el mundo todo giraba a sus pies como una rueda, su mente también se trastornaba, y se imaginaba ser Dios. De ese modo, aunque era un hombre bueno, cometió un gran crimen. Wilfrid estaba mirando hacia otro lado, pero sus huesudas manos, apretadas al parapeto de piedra, se pusieron blancas y azules.

—Ese hombre creyó que a él le tocaba juzgar al mundo y castigar al pecador. Eso nunca se le hubiera ocurrido de haber mantenido la costumbre de arrodillarse en el suelo, como los demás hombres. Pero, desde las alturas, los hombres le parecían insectos. Un día distinguió, a sus pies, exactamente debajo de él, a uno que se pavoneaba muy orgulloso, llevaba un sombrero verde que lo hacía muy visible: ¡como un insecto ponzoñoso! El único ruido que se oyó fue el graznido de las cornejas por los rincones del campanario.

El padre Brown continuó:

—Había algo más para tentarlo: en su mano tenía uno de los instrumentos más terribles de la Naturaleza; me refiero a la ley de la gravedad, esa energía loca y feroz en virtud de la cual todas las criaturas de este mundo caen hacia el corazón de la tierra en cuanto pueden hacerlo. Fíjese: el inspector pasea ahora exactamente allá abajo, en el patio de la fragua. Si yo le lanzo una piedrita desde este parapeto, llegará a él con la fuerza de una bala. Si dejo caer un martillo, aunque sea un martillo pequeño… Wilfrid Bohun pasó una pierna por encima del parapeto, y el padre Brown se lanzó ágilmente tomándolo del cuello para retenerlo.

—No por esa puerta —le dijo con mucha afabilidad—. Esa puerta lleva al infierno.

Bohun, tambaleándose, se recostó en el muro y miró al padre Brown con ojos de espanto.

—¿Cómo sabe todo eso? —gritó—. ¿Es usted el diablo?

—Soy un hombre —contestó gravemente el padre Brown—; en consecuencia, todos los diablos residen en mi corazón.

Escúcheme… Y, tras una pausa, prosiguió:

—Sé lo que hizo, o, al menos, adivino lo esencial. Cuando usted se separó de su hermano estaba poseído por la ira, una ira no injustificada, al extremo que tomó un martillo al azar, sintiendo un deseo sordo de matarlo en el sitio mismo del pecado. Pero, dominándose, se lo guardó en su levita abotonada y se metió en la iglesia. Estuvo rezando en un lado y otro sin saber lo que hacía: bajo la vidriera del ángel en la plataforma de arriba, en otra más alta, desde donde usted podía ver el sombrero oriental del coronel como el dorso verde de un escarabajo rampante. Pero de pronto, algo estalló dentro de su alma, y obedeciendo a un impulso súbito de procedencia indeterminada, dejó caer el rayo de Dios.

Wilfrid se llevó una mano temblorosa a la cabeza y preguntó con voz sofocada:

—¿Usted cómo sabe que su sombrero parecía un escarabajo verde?

—¡Oh, eso es algo de sentido común! —dijo el otro con un esbozo de sonrisa—. Pero, escúcheme un poco más. Sé todo esto, pero nadie más lo sabrá. Usted es quien tiene que dar el próximo paso; yo no doy más pasos: dejo esto sellado con el sello de la confesión. Si quiere saber por qué, es porque me sobran razones, y a usted sólo le importa una. Lo dejo en libertad de obrar, porque usted no está aún muy corrompido, como suelen estarlo los asesinos. Usted se negó a contribuir a la acusación del herrero, que era lo más fácil, y a la de su mujer, que tampoco era difícil. Usted trató de culpar al idiota, sabiendo que no se lo podía castigar. Y ese solo hecho es una señal de salvación, y encontrar tales señales en los asesinos es algo concerniente a mi oficio. Y ahora, baje al pueblo, y haga lo que quiera, que usted está tan libre como el viento. Porque yo ya he dicho mi última palabra. Bajaron la escalera caracol en el mayor silencio, y aparecieron frente a la fragua, a la luz del sol.

Wilfrid Bohun levantó delicadamente la aldaba, abrió la puerta de la cerca de madera y, dirigiéndose al inspector, dijo:

—Me entrego a la justicia: he matado a mi hermano.

 

 

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