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El maravilloso primer libro de Junot Díaz

Sobre Los boys

Matías Moscardi se mete en el universo del Premio Púlitzer dominicano, autor de La maravillosa vida breve de Óscar Wao: "Algunos escritores encuentran toda la potencia de su estilo en el segundo o tercer libro. Junot Díaz la encontró desde el comienzo".

Por Matías Moscardi.

Algunos escritores encuentran toda la potencia de su estilo en el segundo o tercer libro. Junot Díaz la encontró desde el comienzo: Los boys (1996) –su primer libro de cuentos– es, para mí, la mejor puerta de entrada a su narrativa, la obra que condensa la fuerza poética, las coordenadas temáticas fundamentales y la inflexión tonal que después vamos a encontrar expandida y diseminada en su novela La maravillosa vida breve de Óscar Wao (2008) y, sobre todo, en su último libro de cuentos Así es como la pierdes (2012).

J.D. nació en República Dominicana y emigró a los Estados Unidos a los seis años. Escribe en inglés. El título original de este volumen de once relatos es infinitamente mejor que su traducción: Drown, ahogado, me remite personalmente –además de a la situación autobiográfica de los inmigrantes dominicanos en Estados Unidos, que funciona como universo de referencia constante en su obra– a la jerga de la batalla naval; así se dice cuando perdemos un barco: hundido.

A veces, cuando leo una novela, me imagino actores reales para cada personaje. Cuando se trata de una traducción, me imagino traductores. No sé muy bien por qué –los motivos que tengo no me convencen–, pero algo de J.D. me lleva a la escritura de Luis Chaves, al motor narrativo de sus poemas, a su cuidado de orfebre, a su delicadeza marcial. Pienso: sería un buen traductor. Sin embargo, la traducción española de Eduardo Lago se deja leer. Hay escritores que atraviesan los obstáculos de sus traductores. Kafka, en una mala traducción, sigue siendo genial. Sucede lo mismo con J.D: a pesar de los numerosos «tíos» que llenan de baches la avenida del texto, lo cierto es que la música de J.D. funciona a pesar del etnocentrismo lingüístico: logramos escuchar la rareza de un inglés ventrilocuado por Santo Domingo.

Hay una película de Luis Buñuel que siempre recuerdo: Los olvidados (1950). En la película, somos testigos de un mundo infantil cargado de pobreza y perversidad. El clima general de los cuentos de Junot Díaz se parece al de Los olvidados, como esas canciones infantiles con las que Kurt Cobain asociaba el ritornelo eterno de los estribillos de Nirvana, cantados con la ternura esencial de un niño pero escritos con la tinta negra del dolor, la violencia o la muerte, cortadas con los anticlimas de las catástrofes personales o la melancolía de eso que Freud llamaba, de manera lapidaria, «lo percedero».

También por eso, los cuentos que componen Los boys tienen la ilación de una novela: los personajes reaparecen, las historias familiares avanzan o retroceden en el tiempo, para componer las piezas de un mismo cuadro de corte autobiográfico atravesado por la inmigración, las distancias culturales, las dificultades económicas, los descubrimientos sexuales, el fracaso amoroso y la invariable ausencia de la figura paterna: «mi padre era una nube de humo de cigarro, de esos mismos cigarros de los que aún quedaban huellas en los uniformes que dejó al irse» (68). La voz infantil de Yúnior, con arrugas de adulto, es el motor inmóvil de los extraordinarios cuentos de Junot Díaz: los narradores de sus relatos siempre conservan cierta engañosa inocencia como forma de aproximación a las cosas y a las situaciones.

Los numerosos diálogos que se filtran en la prosa de J.D. tienen poquísimas acotaciones escénicas, apenas algún «dijo mengano» o «dijo sultano» que los distingue. Esto hace que su escritura sea una especie de radioteatro en donde las voces de los personajes son los hilos invisibles del titiritero, porque aparecen fundidas en el corazón del relato, circulan por las venas del texto como sangre en el cuerpo o los versos aislados de un largo poema.

Mis dos cuentos preferidos son «Ysrael», el primero, y «Sin cara», el anteúltimo. Estos dos cuentos –versiones dominicanas de Salinger– tienen como protagonista a un nene que se pasea por las calles del pueblo con una máscara que nos recuerda al fabuloso «hombre que ríe». Se corre el rumor que de muy chico un chancho le comió la cara. Los otros nenes del pueblo le tiran piedras, lo golpean. La soledad de este personaje tiñe de punta a punta el resto de los relatos, como si la infancia –o la inmigración, o el desamor, o el fracaso– fuera ese mismo rostro devorado para el cual necesitamos, invariablemente, una máscara.

 

 

 

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