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El gueto interior

Por Santiago H. Amigorena

Leé el arranque de El gueto interior, de Santiago Amigorena (Literatura Random House), novela finalista de los tres grandes premios de las letras francesas en 2019 y traducida por Martín Caparrós.

Por Santiago H. Amigorena. Traducción de Martín Caparrós. Foto de H. Bamberger.

 

 

El 13 de septiembre de 1940, en Buenos Aires, la tarde estaba lluviosa y la guerra europea tan lejos que se podría haber creído que todavía eran tiempos de paz. La avenida de Mayo, esa gran arteria bordeada de edificios Art Nouveau que separa la Casa de Gobierno del Congreso, estaba casi vacía; solo algunos hombres apurados, que salían de sus oficinas céntricas con un diario sobre la cabeza para conjurar las gotas, corrían bajo la lluvia buscando un colectivo o un taxi para volver a casa. Entre esos transeúntes furtivos, un hombre de 38 años, Vicente Rosenberg, protegido por su sombrero, avanzaba con paso calmo pero indeciso hacia la puerta del Tortoni, un café de moda donde era posible, en esos tiempos, cruzarse con Jorge Luis Borges y las glorias del tango o con refugiados europeos como Ortega y Gasset, Roger Caillois o Arthur Rubinstein. Vicente era un joven judío. O un joven polaco. O un joven argentino. De hecho, el 13 de septiembre de 1940, Vicente Rosenberg no sabía exactamente qué era. Al entrar al café no había tardado en ver, en una de esas mesitas pegadas a la pared frente a la barra, la silueta maciza de Ariel Edelsohn, su mejor amigo. Con los codos y un café sobre el mármol de la mesa, Ariel esperaba a Vicente leyendo el diario no muy lejos de los billares de la sala trasera. A su lado, mirando hacia el fondo del local para vigilar las carambolas, nervioso como siempre, estaba Sammy Grunfeld, un joven que solía unírseles. Tras darles la mano, Vicente sacudió su abrigo para aliviarlo de las últimas gotas que trataban de empapar la gabardina espesa y se sentó junto a sus amigos, estirando el cuello para leer los títulos de los diarios: en Europa, los nazis empezaban a encerrar a los judíos en guetos. Ariel, que sus amigos argentinos llamaban «el Oso», dobló el diario con un suspiro hondo.

–Los judíos me rompen las pelotas. Siempre me rompieron las pelotas. Cuando me di cuenta de que mi madre se iba a volver tan judía e hinchapelotas como la suya, entonces decidí irme.

–Comparada con la mía, tu madre no es tan hinchapelotas –le había contestado Sammy, siempre con la mirada en los billares.

Incómodo, Ariel miró a Vicente pero, como le pareció que pensaba en otra cosa, siguió hablando con Sammy, que ya casi les daba la espalda.

–Lo peor es que cuando ella tenía veinte años su único sueño era dejar el shtetl para ir a vivir a la ciudad. Mi abuela ya le parecía una hinchapelotas por las mismas razones por las que ella me lo parece a mí.­

–Y sin embargo, hinchapelotas o no, la hiciste cruzar el Atlántico para tenerla con vos.

–Sí… hasta las peores cosas las podemos extrañar.

Divertido por el tono solemne de Ariel, Sammy soltó una carcajada breve y ruidosa como un chasquido de dedos. Por su parte, un poco hosco, Vicente callaba. Hacía meses que no tenía ninguna gana de conversar sobre lo que pasaba en Europa.

–¿Qué te pasa, Wincenty? ¿El buen tiempo te pone de mal humor?

Vicente miró a Ariel con una sonrisa casi triste: de todas las personas que veía en Buenos Aires, Ariel, al que había conocido en Varsovia cuando tenían dieciocho años y acababan de enrolarse en el ejército, era el único que todavía lo llamaba Wincenty.

–Mi madre tampoco soportaba a sus padres. Por eso nos fuimos de Chełm cuando yo era chico.

Vicente lo dijo sin mucha convicción, y Sammy, al que Vicente y Ariel habían conocido en el barco que los traía de Burdeos a Buenos Aires en 1928 y que, en esa ciudad entonces esquiva, se había aferrado a ellos como a un salvavidas, intentó sacar la conclusión de este debate improvisado:

–Es lo que hacemos desde la noche de los tiempos, ¿no? Queremos a nuestros padres, después no los soportamos, y después nos vamos… Quizás es eso ser judío.

–Sí… O ser humano.

 

 

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