El giro hacia la felicidad: un adelanto del libro de Sara Ahmed
Una crítica cultural al imperativo de la alegría
Miércoles 20 de febrero de 2019
"La ciencia de la felicidad redescribe como bueno aquello que las personas ya consideran bueno. En la medida en que promocionar aquello que causa felicidad parece ser un deber de todos, la propia felicidad se vuelve un deber". Una nueva entrega de la colección Futuros próximos de Caja Negra, esta vez de la academia británico-australiana nacida en 1969: La promesa de la felicidad.
¿Qué quiero decir con “giro hacia la felicidad”? Es innegable que en los últimos años se han publicado numerosos libros sobre la ciencia y la economía de la felicidad. El éxito de las culturas terapéuticas y de los discursos de autoayuda también ha hecho lo suyo: existen hoy incontables volúmenes y cursos que nos enseñan a ser felices echando mano a una gran variedad de saberes, entre los que se cuentan la psicología positiva y diversas lecturas (a menudo orientalistas) de determinadas tradiciones orientales, sobre todo el budismo. Incluso se ha vuelto común hablar de la “industria de la felicidad”; la felicidad es algo que se produce y consume a través de estos libros, y que acumula valor como una forma de capital específica. La periodista Barbara Gunnell señala que “la búsqueda de felicidad sin duda está enriqueciendo a muchas personas. La industria del bienestar es próspera. Las ventas de libros de autoayuda y cds que prometen una vida más satisfactoria nunca han sido mayores”.
Los medios están saturados de imágenes e historias de felicidad. En Gran Bretaña, muchos periódicos tradicionales han decidido incluir “especiales” sobre la felicidad y en 2006 se emitió un programa de la bbc dedicado al tema, The Hapiness Formula [La fórmula de la felicidad]. El giro tiene incluso dimensiones internacionales; en Internet, podemos consultar el “Índice del planeta feliz” y otras encuestas e informes que miden la felicidad del mundo, como así también de cada Estado-Nación en particular y de manera comparativa.9 Los medios de comunicación son afectos a reproducir este tipo de investigaciones cuando sus hallazgos no se condicen con las expectativas sociales; es decir, cuando los países en vías de desarrollo terminan siendo descriptos como más felices que los hiperdesarrollados. Veamos el comienzo del siguiente artículo: “¿Quién lo creería? ¡Bangladesh es la nación más feliz del mundo! La de los Estados Unidos, por su parte, es una historia triste: ocupa apenas el puesto número 46 de la World Happiness Survey [Encuesta de felicidad mundial]”. La felicidad o infelicidad se convierte en noticia porque desafía ideas prexistentes acerca de la situación social de determinados individuos, grupos o naciones, y a menudo la publicación no hace sino confirmar dichas ideas por medio del lenguaje de la incredulidad.
También se advierte un giro hacia la felicidad en los marcos de referencia de la política y los gobiernos. Desde 1972, el gobierno de Bután mide la felicidad de su población, que se traduce en su cifra de Felicidad Bruta Interna.
En Gran Bretaña, David Cameron, líder del partido conservador, se explayó acerca de la felicidad como valor de gobierno, lo que a su vez condujo a un debate en los medios acerca del nuevo laborismo y su proyecto de felicidad y “bienestar social”. Distintos gobiernos comienzan a introducir la felicidad y el bienestar como activos mensurables y metas específicas de sus programas, complementando el Producto Bruto Interno con lo que ha llegado a ser conocido como el Índice de Progreso Real (IPR). La felicidad se ha convertido en un modo más genuino de medir el progreso; la felicidad, podríamos decir, es el nuevo indicador del desempeño. No sorprende, entonces, que su estudio se haya convertido en un campo de investigación por derecho propio: la publicación académica Happiness Studies tiene una reputación establecida y existen varios profesorados en estudios de la felicidad. Hacia el interior de la investigación científica, el giro se hace notar en un vasto espectro de disciplinas, entre las que se cuentan la historia, la psicología, la arquitectura, la política social y la economía. Es importante prestar atención a este fenómeno y reflexionar no solo acerca de la felicidad como forma de consenso, sino también acerca del aparente consenso existente a la hora de usar la palabra felicidad para designar algo.
Buena parte de esta producción ha sido clasificada bajo el rótulo de “nueva ciencia de la felicidad”. Esto no quiere decir que su estudio sea algo nuevo en sí; muchos de los textos fundamentales del área por lo general retoman el clásico utilitarismo inglés, en particular la obra de Jeremy Bentham y su célebre máxima sobre “la mayor felicidad posible para el número mayor de personas”. Según explica en Un fragmento sobre el gobierno, “es la máxima felicidad del mayor número lo que es la medida de lo bueno y de lo malo”. Con ello, el propio Bentham retoma una tradición anterior a él, que comprende la obra de David Hume, Cesare Beccaria y Claude-Adrien Helvétius. Por otra parte, la ciencia de la felicidad tiene una historia compartida con la economía política: baste recordar que en La riqueza de las naciones Adam Smith sostiene que el capitalismo nos lleva desde lo que él denomina una “igualdad miserable” hasta lo que cabría denominar una “feliz desigualdad”, tal que “un trabajador, incluso de la clase más baja y pobre, si es frugal y laborioso, puede disfrutar de una cantidad de cosas necesarias y cómodas para la vida mucho mayor de la que pueda conseguir cualquier salvaje”.
Desde luego, el utilitarismo del siglo XIX también dio lugar a una refutación explícita de esta concepción, en la que la desigualdad se convierte en medida del progreso y la felicidad. Siguiendo a Alexander Wedderburn, Bentham sostiene que el principio de utilidad es peligroso para el gobierno: “un principio que establece, como el único correcto y justificable fin del gobierno, la máxima dicha para el máximo número. ¿Cómo se puede negar que sea peligroso?, peligroso para cualquier gobierno, que tenga por su fin real u objeto, la máxima felicidad de unos cuantos, con o sin la adición de algún número comparativamente pequeño de otros”. A pesar de su convicción de que la felicidad de cada persona reviste el mismo grado de importancia (la felicidad de muchos no supone aquí necesariamente la felicidad de todos), la tradición utilitaria siempre sostuvo el principio de que el incremento de los niveles de felicidad brinda una medida del progreso humano. Será Émile Durkheim, recién, quien ofrezca una contundente crítica de este principio: “Mas, realmente, ¿es verdad que la felicidad del individuo aumenta a medida que el hombre progresa? Nada tan dudoso”.
Una de las figuras fundamentales de la nueva ciencia de la felicidad es Richard Layard, a quien los medios ingleses gustan llamar “el zar de la felicidad”. Su influyente libro La felicidad. Lecciones de una nueva ciencia, publicado en 2005, comienza por una crítica del modo en que la economía mide el progreso humano: “la economía iguala los cambios en la felicidad de una sociedad a los cambios en su poder adquisitivo”. Layard sostiene que la felicidad es el único modo de medir el desarrollo y el progreso: “la mejor sociedad es la sociedad más feliz”. Uno de los supuestos fundamentales de esta ciencia es que la felicidad es buena, y por ende nada podría ser mejor que maximizar la felicidad. La ciencia de la felicidad supone que la felicidad está “ahí afuera”, que es posible medirla y que tales mediciones son objetivas. Incluso se ha arriesgado un nombre para el instrumento que lo permitiría, el “hedonímetro”.
Si esta ciencia concibe a la felicidad como algo que está “allí afuera”, ahora bien, ¿en qué términos la define? Una vez más, Richard Layard nos brinda un punto de referencia útil. Sostiene que “la felicidad consiste en sentirse bien, y la miseria en sentirse mal”. La felicidad es “sentirse bien”, lo que implica que podemos medir la felicidad porque podemos medir cuán bien se siente la gente. Es decir que “allí afuera” en realidad significa “aquí adentro”. La idea de que es posible medir la felicidad supone que puedan medirse las emociones. Según Layard, “a la mayoría de las personas les resulta sencillo decir cuán bien se sienten”. La investigación de la felicidad se basa ante todo en el autoinforme: los estudios miden cuán feliz dice que se siente una persona, y asume que quien dice ser feliz, es feliz. El modelo no solo presupone la transparencia de las emociones (es decir, que es posible saber y decir cómo nos sentimos), sino que también toma el autoinforme como un discurso inmotivado y libre de complicaciones. No obstante, si de antemano se entiende que la felicidad es aquello que se anhela, difícilmente podamos aceptar que preguntarle a alguien cuán feliz se siente constituya una pregunta neutral. La misma no solo le pide que evalúe sus condiciones de vida, sino que las evalúe en función de categorías cargadas de valores.
De esta forma, es posible que estas mediciones no midan en realidad cómo se sienten las personas, sino su deseo relativo de estar cerca de la felicidad, o incluso su deseo relativo de dar (a los demás y a sí mismas) un buen informe de su propia vida. En este punto, es importante precisar cómo se conciben los sentimientos. Buena parte de esta nueva ciencia de la felicidad se basa en la premisa de que las emociones son transparentes y constituyen los cimientos de la vida moral. Si algo es bueno, nos hace sentir bien; si algo es malo, nos hace sentir mal. De esta forma, la ciencia de la felicidad se funda en un modelo de subjetividad muy específico, en el que la persona siempre sabe cómo se siente y puede diferenciar entre emociones buenas y malas, distinción que a su vez constituye las bases del bienestar no solo subjetivo sino también social. Los estudios culturales y el psicoanálisis podrían hacer aportes muy interesantes a este debate, en la medida en que ofrecen teorías de la emoción que, lejos de fundarse en un sujeto totalmente presente ante sí, lo piensan como una instancia que no siempre sabe qué siente.
Las perspectivas culturales y psicoanalíticas nos permiten indagar el modo en que nuestro habitual apego a la idea misma de buena vida es también un espacio ambivalente, en el que resulta confusa la separación entre sentirse bien y sentirse mal. Con ello, la lectura de la felicidad pasaría a depender de una correcta lectura de la gramática de esta ambivalencia. Pero la investigación de la felicidad no se limita a medir emociones, sino que además interpreta aquello que mide. Ante todo, la medición de la felicidad permite producir conocimiento acerca de la distribución de la felicidad. Este tipo de investigación ha generado bases de datos que muestran dónde se localiza la felicidad, determinación que en buena medida depende de modelos comparativos. Estas bases de datos muestran, por ejemplo, qué individuos son más felices que otros, pero también qué grupos y qué Estados-Nación son más felices que otros. La ciencia de la felicidad establece correlaciones entre los niveles de felicidad y los indicadores sociales, que dan lugar a los denominados “indicadores de felicidad”. Estos indicadores señalan qué tipos de personas tienen más felicidad; funcionan no solo como mediciones, sino también como predicciones de felicidad. Según los economistas Bruno S. Frey y Alois Stutzer, estos indicadores permiten predecir cuán felices habrán de ser distintos tipos de personas, de lo que se desprende lo que ellos denominan “psicogramas de la felicidad”. Uno de los principales indicadores de felicidad es el matrimonio. La unión conyugal vendría a ser así “el mejor de los mundos posibles”, en la medida en que maximiza la felicidad. El argumento es simple: si una persona está casada, es más probable que sea más feliz que si no lo estuviera. El hallazgo trae de la mano una recomendación: ¡cásese y será más feliz! La confluencia entre medición y predicción resulta muy potente. Podríamos caracterizar la ciencia de la felicidad como un conocimiento de tipo performativo que, al encontrar la felicidad en ciertos lugares, los constituye como buenos lugares, como aquello que debería ser promovido a la categoría de bien. Las correlaciones se leen como causalidades, lo que a su vez se convierte en el fundamento de su promoción. De esta forma, se promueve lo que en el primer capítulo de este libro llamaré las “causas-de-felicidad”, que acaso sean la causa misma de que haya informes sobre la felicidad. La ciencia de la felicidad redescribe como bueno aquello que las personas ya consideran bueno. En la medida en que promocionar aquello que causa felicidad parece ser un deber de todos, la propia felicidad se vuelve un deber. A lo largo de este libro habré de explorar la significación de este “deber de felicidad”.
Esto no quiere decir que siempre se encuentre la felicidad. Podríamos decir, incluso, que la idea de felicidad se vuelve más potente en la medida en que se la percibe en crisis. Dicha crisis funciona sobre todo como un relato de desencanto: la acumulación de riqueza no ha traído consigo una acumulación de felicidad. Desde luego, el principal responsable de que esta crisis se convierta en “una crisis” es el efecto regulatorio producido por la convicción compartida de que a mayor riqueza la gente “debería” ser más feliz. Richard Layard da inicio a su ciencia de la felicidad con lo que él describe como una paradoja: “Cuando las sociedades occidentales se volvieron más ricas, sus integrantes no se volvieron más felices”. Si bien esta nueva ciencia de la felicidad separa la felicidad de la acumulación de riqueza, la sitúa en determinados lugares, en particular en el matrimonio, ampliamente considerado como el mayor “indicador de felicidad” (véase el capítulo segundo de este libro), junto con la estabilidad familiar y comunitaria (capítulo cuarto). Se busca la felicidad allí donde se espera encontrarla, aun cuando se parte del anuncio de la falta de felicidad. Lo sorprendente es que esta crisis de la felicidad no ha producido un cuestionamiento de los ideales sociales, sino que, por el contrario, parece haber reforzado su influencia sobre la vida tanto psíquica como política. La demanda de felicidad se articula cada vez más en términos de un retorno a los ideales sociales, como si lo que explicara esta crisis de la felicidad no fuera el fracaso de dichos ideales sino nuestro fracaso en alcanzarlos. Y, por lo visto, en tiempos de crisis el lenguaje de la felicidad resulta aún más influyente.