El arte de la novela en tiempos de confinamiento
Por Facundo Gerez
Miércoles 01 de julio de 2020
"El novelista tiene un sentido de la duración, aprecia la estabilidad. Tiene, en general, se me hace, un espíritu conservador, en algún punto. Alguien dispuesto a estar mucho tiempo en un mismo lugar", escribe el autor de Samsara.
Por Facundo Gerez.
Gui Khury es skater, tiene once años y vive en Curitiba. Es brasileño y fue criado en Estados Unidos. Ayer, me entero, hizo algo que nunca nadie había hecho antes: el primer salto de 1080 grados –tres giros completos– en una rampa vertical homologada. “El aislamiento por el coronavirus ayudó", dice su padre. "Antes tenía una vida centrada en la escuela y no tenía mucho tiempo para entrenar. Ahora está más en casa, come mejor y tiene más tiempo para prepararse".
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Mirando el cielo de Villa Urquiza, pienso en el cielo de Boedo. En el libro de Daniel Durand, El cielo de Boedo. Un libro de poemas escrito a principios de siglo que, pienso, bien podría haber sido escrito ahora, en estos tiempos.
Alguien, desde su casa, mira el cielo y habla de eso. Escribe acerca de eso, del cielo del barrio. Es una rutina de contemplación, un ejercicio de atención plena. Un libro que, además, leyéndolo, dan ganas de escribir. Que invita a la reescritura, a replicar el método de observación y escritura. Se me ocurre que todos debiéramos escribir, en algún momento, el cielo del barrio (desde la terraza, el techo, el balcón, la ventana, lo que sea que haya); pienso que es un buen momento éste, ahora que no tenemos mucho más vínculo con el mundo que el pedacito de cielo que alcanzamos a ver desde casa.
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Faulkner decía que él era un poeta fallido. Que todo novelista quiere, inicialmente, escribir poesía. Que es lo primero que intenta. Cuando descubre que no puede, prueba con el cuento, pero vuelve a fracasar. Sólo entonces, después de haber fracasado en el poema y en el cuento, el novelista se pone a escribir novelas. Asume que ese es su lugar en el mundo. Así llegó Faulkner –y así llegamos muchos– a la novela, con esa suma de fracasos a cuestas, en ese orden.
La sensación es que en la poesía y en el cuento, por diferentes motivos, de diferentes modos, uno está más expuesto que en la novela. En la extensión de la novela todo se disimula un poco, incluso el error, que no solo se disimula sino que además se integra y se transforma con bastante naturalidad en parte de la obra. Así como un improvisador de jazz observa el error y no lo juzga –lo incorpora a la ejecución–, el novelista hace lo mismo: observa el error –asiste a él, lo contempla– pero no lo juzga como tal, lo toma como un accidente del terreno y avanza, siguiendo el cauce que le propone el desvío.
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Novelan, también, aquellos que se llevan bien con los tiempos. Los que, en la extensión y el ejercicio de la novela, sienten alguna conexión con su ritmo biológico.
El novelista tiene un sentido de la duración, aprecia la estabilidad. Tiene, en general, se me hace, un espíritu conservador, en algún punto. Alguien dispuesto a estar mucho tiempo en un mismo lugar –que disfruta de pasar tantas jornadas de escritura, de vida, en un mismo sitio, en un mismo mundo– es alguien que vive, de alguna manera, en estado de repetición sostenida. Alguien, en más o en menos, metódico, rutinario.
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Rutina, la palabra, tiene dos acepciones, según la RAE. “Costumbre o hábito adquirido de hacer las cosas por mera práctica y de manera más o menos automática”, la primera, y “secuencia invariable de instrucciones que forma parte de un programa y se puede utilizar repetidamente”, la segunda.
Dos acepciones parecidas pero diferentes, al punto de lo opuesto. Si la rutina tiene mala prensa, una connotación negativa (si se dice que tal persona “es rutinaria” como quien dice “es aburrida”), es porque se la vincula a la primera acepción, a la rutina que tiende a la automatización (a la optimización, la reducción, la eficiencia). Pero hay rutinas que son todo lo contrario. Rutinas que son puro devaneo. Que, lejos de contraer, expanden. Que propician la novedad, el hallazgo, lo inédito. El vínculo entre dos cosas nunca antes vinculadas, la combinatoria, la creación. Lo gratuito. El derroche. Novelar es un poco eso. Repetir, jornada a jornada, el acto de escritura, sentarse frente al dispositivo, abrir el documento, toda la liturgia, el ritual –eso que, de afuera, se ve, siempre, tan igual– es hacer algo nuevo cada día.
Una palabra que no termina de convencer lleva, de pronto, a buscar un sinónimo; ese sinónimo remite a una etimología que lleva, a su vez, a un hecho histórico y, no se sabe cómo, en algún momento el novelista está leyendo algo sobre una pseudociencia, que lo lleva a picar una biografía (a ver un documental, a comprar un libro o a revisitar su propia biblioteca).
Cada movimiento tiene consecuencias imprevisibles, es tirar de un hilo que no se sabe dónde va a terminar. Es habitual que termine en cualquier lado. En la entrada de una enciclopedia sobre un órgano del cuerpo humano, en un paper de religiones comparadas. Todos los días se aprende algo nuevo. Física, química, astronomía. No hay límites, ni jerarquías. Hay desparpajo, irreverencia. El novelista es lo contrario a un especialista, es un aficionado, un hobbista de todas las cosas. Una flor, un color, el comportamiento de un insecto. Una imagen lleva a un lugar en el mapa, un momumento lleva a un corte transversal. Hoy puede ser el corte transversal de un edificio; mañana, el de un planeta. Llega un punto en el que pareciera que nada de todo eso –que, con la excusa de documentarse, hace horas que el novelista está viendo frente a su pantalla– tiene algo que ver con la novela en curso, pero el novelista sabe que no es tan así; que, a la larga, de una u otra manera, todo tiene que ver con todo.
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A una semana del hecho, Gui Khury sigue siendo noticia. “Me lo imaginaba, pero no lo creía posible hasta que un día comencé a pensar en eso como algo real. Lo hablaba con mis amigos y les decía que algún día lo lograría. Y cuando me salió, fue lo mejor que me pudo pasar en la vida”, dice en una entrevista telefónica para un diario argentino. “Antes del aislamiento entrenaba tres ó cuatro veces por semana, con jornadas de dos ó tres horas, pero ahora practico todos los días”.
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Obligado, como estuvo durante estos meses, a estar socialmente aislado, no es extraño que el novelista se haya sentido a gusto. Más que bien. Tal vez mejor que nunca. Que, sin mayores estímulos –fiestas, eventos, reuniones en general– haya evitado algunos daños colaterales –dormirse a deshoras, algún que otro atracón, más de una resaca– y, en consecuencia, se haya visto presto, a punto, como nunca, para afrontar la rutina, el día a día, la jornada de escritura. Que, como Gui Khury, se haya visto potenciado.
Como el skate, pienso, escribir una novela es, sobre todo, una actividad física.
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Pumas en las calles de Santiago de Chile; cabras al norte de Gales; cisnes y patos en calles próximas al Sena, en París; jabalíes en plena Avenida Diagonal, en Barcelona. Acá, sin ir más lejos, lobos marinos, a sus anchas, en las calles internas del puerto de Mar del Plata; las que llevan a la escollera sur, la que termina en el cristo. Todos vimos alguna de esas imágenes. Es posible, decía, que en estos meses el novelista, como Gui Khury, se haya enfocado en lo suyo, en su rutina, de un modo intenso. Que haya afinado su sensibilidad. Que haya entrado, como nunca, in the mood. Que se haya vinculado de tal manera con la escritura de la novela en curso que se haya sentido como un animal que avanza, silencioso y decidido, sobre las calles de una ciudad vacía.