Efemérides y caprichos
Otra columna desde España
Jueves 14 de mayo de 2020
"Si los gestores culturales y los cargos de las instituciones leyeran sabrían que las verdaderas efemérides son cosas así, y que lo otro, lo de haber nacido en 1899 o 1900, no es más que un capricho".
Por Antonio Jiménez Morato.
Los gestores culturales, evidenciando que mucha cultura no tienen, suelen elegir cada año una serie de efemérides con las que engatusar a los patrocinadores e instituciones oficiales para armar eventos, que es de lo que ellos viven. Llama la atención mucho, por cierto, que nunca haya salido nada relevante para la cultura de estos acontecimientos en los que, cada vez más, se usa exclusivamente la imagen del autor, porque ni tan siquiera buscan ya a escritores que realmente puedan ofrecer algo sólido al público, y por extensión se elige a los invitados más por características contextuales (género, orientación sexual, nacionalidad) que por su trabajo. Digo todo esto porque el año pasado corrió mucha tinta con el 120 aniversario del nacimiento de Borges, esa es otra, los gestores culturales han dejado ya totalmente de lado la necesidad de los números redondos, y eso de los diez, veinticinco, cincuenta, cien y desde ahí ya moverse por siglos o medios siglos ha quedado de lado. No sorprendería a nadie que un día de estos celebremos el 132 aniversario de algo si viene bien hacerlo o están a punto de liberarse los derechos de la obra y los herederos quieren hacer un poco de caja y no les importa compartir el botín con alguna fundación o museo. Pero, más allá de eso, lo curioso es que se elija como motivo de la efemérides el nacimiento o muerte de un autor, en vez de fechas más determinantes para el devenir de la literatura. Por ejemplo, las de la edición de un libro, el momento en que comenzó a circular el texto y, por lo tanto, comenzó a realmente influir en sus contemporáneos y la posteridad
El caso de Borges el año pasado, 120 aniversario de su nacimiento, repetimos, fue el soniquete repetido, era especialmente llamativo en ese sentido. En 2019 se cumplían: noventa años de la publicación de Cuaderno San Martín, setenta y cinco de la publicación de Ficciones, setenta de la de El Aleph, cincuenta y cinco de El otro, el mismo (totalmente de acuerdo en que elegir un quincuagésimo quinto aniversario es jugar a ser gestor cultural, eso se lo concedo, querido y atento lector), cincuenta de Elogio de la sombra, cuarenta de Borges oral y treinta y cinco de Atlas (que es algo que la viuda podría haber reclamado fácilmente como un hito histórico por lo que todos sabemos, independientemente de que 35, como cifra –qué borgeano me quedó eso– sea también caprichosa). Queda claro que había aniversarios más lógicos para justificar los eventos culturales que el usado. Pero los caminos de la gestión cultural son inescrutables.
Resulta especialmente llamativo el caso de los que, sin duda, son reconocidos hoy como los dos grandes libros de ficción de Borges, y acaso sus dos libros mayores, esas cimas sobrehumanas de perfección que son Ficciones y El Aleph. Pero, como bien sabe el lector avezado, fiarse de las bibliografías en el caso de Borges puede ser complicado. En realidad plantear una celebración usando como excusa estas efemérides puede ser un asunto espinoso, porque Borges había publicado antes casi todos los textos que componen ambos libros en revistas, incluso algunos ya en libros, y no dejó de retocarlos. De hecho la versión «final» de Ficciones, con los tres últimos cuentos que añadió a la colección, y no son textos menores, ahí está, por ejemplo, uno de sus más reconocidos relatos, «El sur», no se publicó hasta 1956. Algo similar sucedió con la trayectoria de El Aleph, que aunque se editó en 1949 no recibe su acabado final hasta la edición de 1974, aunque sea en detalles nimios (por cierto, otra efemérides: cuarenta y cinco años de la versión definitiva del libro), pero no debe nunca desviar uno demasiado la mirada de esos pormenores aparentemente intrascendentes en los modos de circulación de la obra de Borges. Basta con sabe que, hasta la edición de las Obras completas, no quedaron muchos textos ubicados donde él, por lo visto, quería.
Y, sin embargo, pese a todos lo dicho hasta ahora: lo movedizo de la bibliografía borgeana, su sorprendente capacidad de jugar, también, con las fechas y la ubicación de un texto en un lugar u otro de su obra como plus de significación. Sin duda el ejemplo más conocido es el de su conferencia «El escritor argentino y la tradición», dictada en 1951, cuya primera edición impresa es de 1953 (quizás por eso Saer siempre cruzaba ambas fechas cuando hablaba de ella, lo que no es sino un tímido y sutil homenaje a la intención de su autor), y que Borges, desde 1957, incluyó dentro del libro Discusión, un libro que, en todas las bibliografías aparece fechado en… 1932. Así pues, un lector distraído, que va leyendo cronológicamente los textos de Borges, o que asume la cronología fijada en las Obras completas, se sorprenderá al ver que la efusividad nacionalista mostrada por el joven Borges en los años veinte era ya, a inicios de la década siguiente, cosa del pasado. Y, sin embargo, en la realidad ese texto es fruto de la experiencia de un hombre que llevaba más de dos décadas sin publicar nuevas colecciones de poesía, que había compilado como libros en la década inmediatamente preceden dos obras maestras y estaba ya ultimando el que sería su gran libro de ensayos Otras inquisiciones. La conferencia fue dictada casi en el cierre de esa década prodigiosa, en la que desde 1941, fecha de publicación de El jardín de los senderos que se bifurcan hasta la publicación en 1952 del mencionado Otras inquisiciones Borges entrega al mundo sus libros más imperecederos (acaso El hacedor y El otro, el mismo completen el quinteto de «indispensables» de su producción). Y tampoco puede observarse con indiferencia la fecha por el momento histórico que está viviendo Argentina, como es sabido Perón gana las elecciones en 1946 y comienza el primer periodo de su presidencia, así como los sinsabores que el peronismo proporcionó a Borges, que se queda sin trabajo por las represalias del peronismo emergente. La conferencia dictada en 1951 es lo más cercano a un texto político que Borges podía escribir, y hay que reconocer su valentía a la hora de dictarla en pleno apogeo peronista. Pero luego, tras la llegada de la «Revolución libertadora», Borges, de cara al futuro, desplaza ese texto, una poética y casi diríase que una estética, dos décadas atrás en el tiempo. Si, como ya dijo una vez de Kafka, que modificaba a sus precursores, él mismo realizó el acto de prestidigitación de convertirse en precursor de sí mismo gracias a un «artificio» editorial.
Y, con todo, pese a lo dicho hasta ahora, sí creo que hay un momento determinante que ameritaba haber sido el centro de los eventos conmemorativos el año pasado: la infección que casi mató a Borges cuando contaba con tan sólo 39 años y sus consecuencias. La anécdota es conocida, entre otras cosas porque él mismo la ficcionalizó en parte dentro del cuento «El Sur».
Borges, que ha perdido ese mismo año a su padre, está atravesando una de sus mejores rachas profesionales: sus dos libros recientes le han valido renombre, en la revista El Hogar tiene una columna de crítica literaria fija y, gracias a la intervención del poeta y diplomático Francisco Luis Bernárdez, que le ha conseguido un empleo en la biblioteca municipal Miguel Cané de Boedo, cuenta al fin con un sueldo fijo que alivia las estrecheces económicas en las que viven su madre y él. Pero Borges está comenzando a perder la vista, como ya le sucediera a su padre, y, al bajar las escaleras de su casa en la calle donde había convivido durante la última década con sus padres y su abuela, en la quinta planta de la Avenida Puyrredón 2190, se resbala y se golpea con el batiente de una ventana que estaba mal cerrada. Esa herida, a la que en principio no dio importancia, le provocará una septicemia que lo tuvo en el hospital durante dos semanas, y de la que se sobrepondrá atravesando una penosa convalecencia. Es durante dicha convalecencia cuando Borges, preocupado ante la posibilidad de que la altas fiebres que ha sufrido le hayan dejado secuelas irreparables, se convierte en narrador, en el genio del relato breve que hoy admiramos. Borges decide poner a prueba su capacidad creadora, nos dice, pero ante la posibilidad de comprobar que el accidente lo haya afectado se lanza a un género que apenas había cultivado, ya que hasta entonces la poesía y el ensayo habían sido sus tazas de té. El resultado es el primer cuento conceptual, o no retiniano, como bien señaló Graciela Speranza: «Pierre Menard, autor del Quijote». Esa es la fecha del nacimiento del Borges que hoy admiramos: culto, paradójico, sosegado, un mago capaz de escribir un ensayo sobre una obra ficticia que en realidad trastoca por completo la visión que tenemos del mundo. Y también murió algo, pareciera habernos dejado entrever en la escritura de «El Sur», donde Dahlman, demasiado parecido a él mismo, con el mismo trabajo en la biblioteca pública donde escribió casi todos sus grandes cuentos (esa es otra: el verdadero admirador no debería ir a la Fundación Borges, donde no pasó nada relacionado con su obra, sino darse una vuelta, paradójicamente, por Boedo, pero esa sería otra historia), decide morir a cuchillo en las fantasías construidas en medio de su delirio febril. Un Borges, hipotético, murió durante aquellas dos semanas de hospitalización y emergió otro, muy parecido al que era antes de la herida y la infección, pero distinto en algo.
Si los gestores culturales y los cargos de las instituciones leyeran sabrían que las verdaderas efemérides son cosas así, y que lo otro, lo de haber nacido en 1899 o 1900, no es más que un capricho.