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Don Quijote y el problema de la justicia

Por Jaime Labastida

"El gran arco de la novela va desde que un hombre, hasta ese momento cuerdo, pierde la razón por obra de unas desgraciadas palabras, se lanza a la ventura y, finalmente, recupera la razón y muere. Pero ¿es así, tan sencillo?", se pregunta Jaime Labastida, poeta, filósofo y editor, Director General de Siglo XXI Editores. Un extracto de su libro Pensamiento en acción. 

Por Jaime Labastida.

 

Antes de entrar en el asunto que habrá de ocuparnos, aquí y ahora, o sea, el tema de la justicia en la obra, prodigiosa, de Miguel de Cervantes, permítanme que haga algunas consideraciones de carácter general respecto de la lengua española, hoy.

El español está constituido por una compleja variedad de hablas y dialectos. Es uno y múltiple a la vez. Lo diré de modo breve: es la unidad de lo diverso. No es igual observar (y hablar) el español desde la península ibérica que observarlo (y hablarlo) desde América. El español es, sin duda, una lengua universal que posee múltiples centros (dicho de otra manera: carece de centro). Como lo señaló Nicolás de Cusa a propósito de asunto distinto, podría decirse que la lengua española tiene su centro en cualquier parte y su circunferencia en ninguno. Lo que he dicho parece banal. No lo es, en modo alguno. Hasta hace poco tiempo, el famoso Diccionario de la Lengua Española (DLE, antes conocido vulgarmente por el acrónimo DRAE) se valía del método de contraste entre el español de América y el español de España.

El método tiene su razón de ser en diversos hechos: en la antigüedad misma de la lengua en la península, que es su origen; en la extraordinaria calidad de los lingüistas y filólogos de la Real Academia Española (RAE) porque ella elaboraba por sí y ante sí el diccionario. Pero hoy, por el contrario, en tanto que la Asociación de Academias de la Lengua Española (Asale) existe y trabaja, el diccionario lo redactan y lo aprueban todas las academias de la lengua. Por lo tanto, el método actual consiste en contrastar el español que se habla en todos y cada uno de los países de la lengua entre sí y ya no sólo el español de América con el de España. Pues el castellano, la lengua de una pequeña región de la península ibérica, se volvió español, una lengua universal, cuando cruzó el Atlántico y le sirvió de lingua franca a vascos, catalanes, gallegos y castellanos. Hoy es la lingua franca de los pueblos amerindios y nos comunica con el universo. Esto indica, a mi juicio, un asunto de importancia extrema. El español es una lengua universal precisamente porque es la lengua hablada no sólo por más de 500 millones de personas en el planeta, sino porque es la lengua oficial (de iure o de facto) en 23 países, en cuatro continentes. Europa tiene el 9% de hablantes, en tanto que América posee el contingente mayor: el 90%. Pero también se habla español en Asia y en África. Añado que en el XV Congreso de las Academias, celebrado en México el mes de noviembre pasado, se admitió la petición de la Academia de Guinea Ecuatorial para incorporarse como la XXIII academia de la Asale; luego, en Puerto Rico, al término del VII CILE se le admitió formalmente. De manera que hay una Academia de la Lengua Española en Europa (la RAE), una en Asia (Filipinas); otra más en África y las veinte restantes son, todas, de América (las más recientes, las de Puerto Rico y Estados Unidos).

Así, pues, hablo (hablamos) desde un topos determinado. Ese lugar no es sólo geográfico sino también lingüístico. En mi caso particular, hablo desde un sitio que estimo luminoso: el español de México. Soy un occidental del Extremo Occidente y, por lo tanto, poseo una raíz mesoamericana en mi cultura y en mi habla. También estoy hecho de maíz, como deseaba el guatemalteco Miguel Ángel Asturias y en mí se integran el aguacate (no la palta); las diversas especies de chile (no el pimiento ni el ají); mastico la papa (y no la patata); en México, bebemos el jugo de los cítricos y de las frutas (no el zumo); nos alimentamos con jitomate (y no con tomate, aunque todos estos vegetales sean lo mismo, o casi lo mismo). Así, en América usamos un sinnúmero de voces que vienen de nuestras lenguas originales (en las citadas, unas vienen del náhuatl, otras del quechua, en tanto que jugo y zumo son castizas).

Para que se capte de mejor manera lo que he dicho, acaso sea conveniente acudir a la Historia de la lengua española, libro lleno de erudición, obra de Ramón Menéndez Pidal. No omito decir que ese libro concibe la historia de nuestra lengua desde la península ibérica; registra su historia desde un topos lingüístico preciso y determinado. Tiene un capítulo, que no vacilo en calificar de espléndido, sobre las toponimias originales de España, que denuncia la posible existencia de una lengua arcaica, preibérica, tal vez precéltica, de donde provienen esos topónimos. El libro tiene capítulos extraordinarios sobre el lenguaje de los escritores peninsulares, de Cantar de mio Cid en adelante, pero sólo menciones marginales de los escritores americanos (alguna breve referencia a Sor Juana, una nota sobre Guaman Poma de Ayala, otro poco de Rubén Darío, alguna alusión al por entonces joven Jorge Luis Borges). Apenas un capítulo sobre el español de América (en tanto que incorpora léxico o formas al español general: maíz, canoa, huracán, cacique, hamaca: vienen de las lenguas del Caribe; tomate, chocolate, aguacate, del náhuatl; cancha o guano, del quechua, en fecha más reciente). No hago reproches. Me limito a consignar los hechos. Añado que el español de América empezó a cobrar distancia del europeo, fundamentalmente en los siglos XVII y XVIII, sobre todo en este último. Por esta razón, insisto en decir que hablo desde mi español, el español de México, mi lengua materna, mejor, mi lengua matriz, como la ha llamado Emilio Lledó, la lengua en la que concibo mis pensamientos, la lengua en la que se desarrolla mi sensibilidad.

En las circunstancias descritas, ¿qué impacto ha tenido la idea, así sea vaga, de la justicia, como se despliega en El ingenioso hidalgo Don Quijote de la Mancha? Ninguno de ustedes ignora que la voz española justicia viene de la latina iustitia y esta, a su vez, del sustantivo ius, que se ha traducido habitualmente por derecho. Sin embargo, las palabras ocultan (y revelan, por supuesto), grandes secretos en su interior. Si se examinan con atención los dos términos (ius y iustitia), de inmediato se advierte que en la mentalidad romana se hallan indisolublemente unidos. Esto indica que no puede haber iustitia sin ius y que un concepto deriva del otro. No sucede lo mismo con la voz española por la que se ha traducido el concepto de ius: derecho. Atrae la atención que las lenguas occidentales modernas utilicen el mismo término para traducir la voz ius: en francés, droit; en italiano, diritto; en portugués, direito; en inglés, right; en alemán, recht. Creo que se percibe con claridad que, sin importar que la lengua sea romance o anglosajona, la voz indica algo semejante: lo recto. Por consecuencia, cierto sedimento de carácter bárbaro debe estar en la raíz de nuestra palabra derecho: ¿acaso la idea de la vara, recta (o derecha) que tenía en su mano el juez que administraba la justicia? ¿Recuerdan que Don Quijote le exige a Sancho, entre las varias recomendaciones que le hace para cuando ejerza la función de gobernador de la Ínsula Barataria, que jamás tuerza la vara de la justicia?

Hay algo más en aquel sustantivo latino, ius. Émile Benveniste ha puesto en relieve que el verbo que le corresponde es iuro, jurar. Así, tanto Benveniste cuanto Ernout y Meillet nos han hecho evidente la relación que existe entre ius y iuro: hay un ritual, de orden mítico y religioso, cuando alguien jura: al jurar se compromete, pone en juego su conciencia (y su existencia entera) en el Teatro de la Justicia. Este vínculo se ha perdido en la relación que se produce entre las nociones occidentales de derecho y de justicia (etimológicamente, no guardan relación entre sí). En Roma, el ius iurandum era un juramento, codificado y ritualizado, aunque se había hecho ya por completo laico e indicaba tan sólo una relación con la ley Además, ius, en tanto que fórmula dicha, guarda estrecha relación con δίκη, voz helena que, de acuerdo una vez más con Benveniste, significa indicar, mostrar, pero sin que el verbo haga alusión al gesto, al índice, sino a la palabra: se trata de mostrar, por intermedio de la voz autorizada del juez que emite la sentencia, para indicar la rectitud de la norma. Todavía hoy se afirma que se dicta una sentencia (aunque se haya perdido toda relación mítica con las fórmulas).

 

Juego de espejos

Hechas las consideraciones anteriores, entremos en el tema sobre el que mi querido amigo Javier Quijano pidió que conversáramos esta noche: el problema de la justicia en la obra de Cervantes. Si examinamos el desarrollo y la estructura de El ingenioso hidalgo Don Quijote de la Mancha, vemos que se despliega en un arco que va de las líneas con las que se abre la I Parte del Quijote a las últimas de la II Parte: es la vida de un hombre de 50 años desde el momento en que se convierte en Don Quijote hasta su muerte. Por un lado, desde el inicio, advertimos cómo ese hombre se obsesiona con ciertas palabras que halla en los libros de caballerías. El narrador (del que no sabemos quién es y que pronto empieza a jugar con nosotros) dice que no se quiere acordar del lugar donde vive el personaje y hasta disimula su nombre (que oscila de Quesada a Quijada, de Quijana a Quijano). Lo decisivo es que este personaje se ha de conceder un nombre y poner sobre sí un disfraz, por el cual se transforma en otro, muy diferente al rústico aldeano que antes era. Así, le dice a su vecino: Yo sé quién soy y sé que puedo ser los Doce Pares de Francia y aun los Doce de la Fama. Alonso Quijano se convierte en Don Quijote por obra de unas palabras y a través de un proceso arduo por el que cubre su cuerpo con un disfraz: la máscara no lo oculta, lo revela, mejor, lo transforma. Los héroes de las historietas modernas cubren su rostro; pero Don Quijote no. Todos pierden su identidad cotidiana para volverse otro. Esta transformación no es en modo alguno inocente: el hombre es fruto de su propio deseo. Alonso Quijano se desea como lo que no es, como otro, distinto y, sin embargo, semejante a los héroes de las novelas de caballerías (que superan, sin duda, a Ruy Díaz de Vivar, el Cid). Preguntaré qué sucede. El narrador dice que Alonso Quijano pasaba los días de claro en claro y las noches de turbio en turbio, de manera tal que la lectura le secó el cerebro y le hizo perder el juicio.

El asunto parece transparente. El gran arco de la novela va desde que un hombre, hasta ese momento cuerdo, pierde la razón por obra de unas desgraciadas palabras, se lanza a la ventura y, finalmente, recupera la razón y muere. Pero ¿es así, tan sencillo? Si lo fuera, sería en extremo grave: la vuelta al uso de su razón le habría causado la muerte. La primera pregunta que nos surge es esta: a pesar de que lo diga el narrador, ¿está loco, en verdad, Don Quijote? La segunda pregunta, si la respuesta a la primera fuera positiva, sería otra: ¿en qué consiste la locura de Don Quijote? Si Don Quijote y sólo Don Quijote está fuera de sus goznes, el resto de los hombres, ¿está cuerdo? Si Don Quijote está loco y ha perdido la razón, ¿el resto de los hombres no? Se opone aquí la razón de unos hombres a la sinrazón de otro, a la irracionalidad de un solo hombre. ¿Un solo hombre es irracional, Don Quijote, y se opone al mundo, que es racional, y a los hombres que son también racionales?

El asunto se complica. Porque si Don Quijote es el único loco, querría decir que, por oposición, el mundo al que se enfrenta es racional. Lo racional es real y lo real es racional, postuló Hegel en su Filosofía del derecho. Si esto fuera así, querría decir que Don Quijote, hombre irracional, está fuera de la realidad y que la realidad lo expulsa de su seno. Preguntemos qué decimos cuando decimos la palabra real. Real viene de res, palabra polisémica que suele traducirse por tema, asunto, cosa. El término latino, asociado a nascor (nacer) produjo nadie y vinculado a su participio, la voz nada. En alguna lengua romance, la voz res indica la negatividad pura: rien, en francés, mienta la nada (equivalente a néant); res en catalán significa no. Algo de semejante ocurre con la voz latina persona, la máscara que cubría el rostro del actor de teatro: esta voz, en francés, significa nadie. Añado que lo mismo pasa si se pregunta por el origen de la lengua y por la propiedad de las palabras. ¿Quién hace la lengua? Nadie, lo sabemos. ¿A quién le pertenece la lengua? A todos y a nadie: en fin de cuentas, Todos somos Nadie, el Otro Nombre de Odiseo.

Volvamos a la fórmula hegeliana: lo racional es real y lo real es racional. Todo, en Hegel, se halla en contradicción y en desarrollo. Lo real y lo racional están en tensión constante. Quiere decir que lo real deviene racional y que, a su vez, lo racional se hace real. ¿Qué hay en el mundo al que se enfrenta Don Quijote? ¿Es del todo racional? Si lo fuera, la acción de Don Quijote carecería de sentido. Lo racional en este caso significaría lo recto y ajustado a derecho. Pero el Caballero de la Triste Figura se enfrenta a lo que considera, por el contrario, irracional y desea desfacer entuertos. Quiere decir que, para él, ese mundo que combate es tuerto, torcido; que a Don Quijote le corresponde enderezarlo, volverlo recto, apegado a derecho. Un hombre solo, al parecer irracional, desea desfacer entuertos, o sea, poner otra vez el mundo sobre sus goznes. En este punto, Don Quijote guarda semejanzas con Hamlet. Este dice: The time is out of joint (el tiempo está fuera de sus goznes). El oficial Marcelo, que acompaña a Hamlet en las murallas del castillo, se asombra por la revelación del fantasma y exclama: Something is rotten in the state of Denmark.

¿Quién, qué ha enloquecido? ¿Sólo Don Quijote está loco? O, por el contrario, ¿están locos el tiempo (de Hamlet) y el mundo (de Don Quijote)? Si algo está podrido en el estado de Dinamarca, ¿qué está podrido en España? En Dinamarca, algo podrido se halla en el Estado, en las altas esferas del poder. En España, ¿qué? ¿Qué es lo él, Don Quijote, está loco? Hay aquí un juego de espejos, en uno de los cuales el autor, Cervantes, se divierte con nosotros. Adviértase: a Hamlet lo mueve el deseo de venganza; a Don Quijote, en cambio, el deseo de hacer el bien. En ambos casos se trata de un anhelo claro de justicia; pero en Hamlet ese deseo se presenta en el nivel más alto del ejercicio de la política, mientras que en el caso de Don Quijote se trata de un hombre sin relieve que intenta, él solo, desfacer entuertos.

El escenario donde se mueve Hamlet es un castillo y él es un príncipe: su lucha es contra un rey, su tío, usurpador del trono y del lecho de su padre. Pero el espacio en el que Don Quijote desarrolla su acción es el campo de La Mancha y un conjunto de aldeas; es un rústico hidalgo de lanza en astillero y galgo corredor, que consume las tres partes de su hacienda en comer y la otra cuarta parte en vestir. Hamlet, príncipe y heredero del trono, lleva espada al cinto; es hombre de poder, un asesino (mata a Polonio y al rey, su tío). Don Quijote lleva lanza y espada, igual que Hamlet, pero no sabemos que haya dado muerte a nadie y sus aventuras para restablecer el orden dentro de un mundo enloquecido le llevan, por el contrario, a recibir una paliza tras otra. Hamlet se desplaza en las altas esferas de la política; Don Quijote en los niveles bajos y medianos de las aldeas españolas. En ninguno de los dos advierto la presencia del Destino, ni bajo la forma de algún oscuro oráculo (como en la tragedia de Edipo que, al tratar de evadir la sentencia de Apolo, lo que hace es cumplirla) ni bajo la mirada omnisciente de algún dios providente.

Hamlet y Don Quijote son seres humanos en total desamparo. Han nacido en el inicio de la Edad Moderna y no los protege ningún dios de bondad. Dios, el dios cristiano, está ausente; guarda un silencio ominoso en La Mancha y en el castillo de Dinamarca. No vemos a Don Quijote acudir a ninguna misa y el cura de su pueblo (hombre docto, graduado en Sigüenza) es sólo un personaje que ha leído novelas de caballerías y que discute con Alonso Quijano sobre asuntos literarios (quién es el mejor caballero, si Palmerín de Inglaterrareal, qué lo racional? El mundo en el que batalla Don Quijote, ¿es a la vez real y racional? ¿Sólo o Amadís de Gaula). No hay en la novela ninguna discusión sobre temas religiosos. Hamlet y Don Quijote se desplazan bajo el silencio eterno de los espacios infinitos pero, a diferencia de Pascal, no elevan sus ojos al cielo ni sienten, como aquel, terror ninguno ante el silencio de la bóveda celeste, infinita. Son hombres de acción, buscan que el tiempo, enloquecido y fuera de sus goznes, vuelva a su lugar.

Shakespeare se vale de un instrumento literario de larga data para crear su personaje: el foro de un teatro. Cervantes inaugura un nuevo género literario, digo, la novela moderna. El tono en que habla Hamlet es el tono elevado, que viene de la tragedia griega. El tono en que se expresan lo mismo Don Quijote que su escudero es el tono del habla popular, el tono bajo del pueblo bajo. Las diferencias entre los dos personajes son abismales. Pero en el fondo late en ambos el mismo anhelo por la justicia: que las puertas del tiempo o del mundo vuelvan a sus goznes. El gozne hace que las puertas giren sobre sí mismas, que se abran y cierren. La puerta del tiempo en que vive Hamlet; la puerta del mundo donde combate Don Quijote, ¿se abre o se cierra? ¿No hay puerta? La puerta, ¿se halla fuera de quicio? ¿Quién está desquiciado? ¿Don Quijote? ¿El tiempo? ¿El mundo? ¿La puerta? Algún día, ¿pero cuándo?, ¿estará la puerta firme y en sus goznes? Ese día, tal vez lejano, ¿dejará de haber entuertos? Entonces y sólo entonces, ¿morirá Don Quijote?

 

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