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De la repetición

Pequeños viajes, grandes travesías

"La ciudad tiene esas cosas, en cada esquina se yuxtapone el que fuimos en otra época": tercera entrega del autor de Tres monedas.

Por Jorge Consiglio. Foto de Jorge Mónaco.

 

 

Para C.O.

 

Hay hechos que desatan el fin del mundo. Ocurren seguido. En enero del 93, por ejemplo, el Braer —un buque de bandera liberiana— encalló en las islas Shetland de Escocia. Salieron de sus bodegas 84.700 litros de petróleo crudo que el viento y las olas esparcieron por el Mar del Norte. Fue la mayor tragedia ecológica en la historia de la humanidad. Así lo consignaron los medios en ese momento. Cuatro meses más tarde, en Argentina, una reforma promulgada por el gobierno de un millonario extravagante permitía que un grupo de 20 empresas se disputaran los 7,6 millones de potenciales afiliados a las administradoras privadas de los depósitos previsionales. Dos tomas de la realidad, dos fotos distintas, unidas por un germen de perfidia. En los dos sucesos, se plantea una dialéctica en la que subyace la idea del fin de la especie; en otras palabras, aunque todo siga igual, con esas tragedias se clausura el universo.

 

***

 

En el 93 pasaron también otras cosas. Pongamos por caso el de Bea Rovati, la adolescente que tomaba el 108 en Asunción y Llavallol. El trayecto era corto: menos de quince minutos. Vivía en Helguera al 3700. Iba a un colegio privado del barrio de Devoto. Se bajaba en Marcos Paz casi Beiró. Lo más probable es que los días de malhumor —la mayoría— Bea tuviera pensamientos oscuros sobre el colegio o sobre su rutina, más que nada, sobre el colegio. Reflexionaría, sin demasiado rigor, acerca de la vulgaridad de una institución que convertía el bilingüismo en una moral. Como todes sus compañeres, cumplía doble turno, pero ella, precavida, en el corte del mediodía, volvía a su casa a almorzar. Tenía que ser rigurosa con sus horarios porque el impasse era breve: si perdía el colectivo de las 12.55, llegaba tarde a la segunda parte de la jornada. Esos mediodías, amodorrada por la digestión, subía al 108 y se cruzaba siempre con el mismo chofer. Era un hombre canoso, de poco pelo, un ser invisible. Es posible que ella pensara que su mirada inerte —a la del chofer, me refiero— se debiera al escenario repetido al que estaba condenado. Bea, que cumplía ese recorrido desde la primaria, lo había visto por primera vez a los once años. Y ahora, a mediados del 93, el tipo era un reaseguro, una muestra de que las cosas estaban en su lugar. Un día de aquel año que nos ocupa —uno en el que no llovía ni hacía mucho calor ni mucho frío— el chofer del 108 le dijo a Bea que no hacía falta que pagara por el viaje. Desde ese momento —ella sin duda lo experimentó así—, se abrió un portal y el colectivo se convirtió en una extensión de su casa. Esa unidad del 108, transformada por el hábito, había dejado de ser un lugar público o, por lo menos, ahora era un lugar menos público. De la repetición, definitivamente, deviene el amparo, es una noción corriente. La experiencia plantea esquemas previsibles, mapas, mojones. Se proyectan certezas con lo que se tiene a mano. Y esta circunstancia, cuyo movimiento es parecido al loop de la música electroacústica, genera secuencias de continuidad que se traducen en representaciones de pervivencia. Dicho de otro modo: diagraman espejismos. La letanía, con su súplica repetida, tiene efectos parecidos. Por un lado, vacía de sentido las palabras que usa y, por otro, las resignifica, las convierte en un mantra que altera la conciencia y crea una ilusión de armonía.

Pero también —en otro orden— está la repetición frenética. En el 96, trabajaba de visitador médico. Todos los miércoles a las 8 de la mañana tomaba el 55 desde Palermo hasta el Hospital Durand. La gente, con su ensimismamiento, defendía la trama —fragilísima— que había armado mientras dormía. A la altura de Camargo, subía un muchacho de treinta años. Tenía los ojos tenaces, limpios y extraviados. Miraba al mundo de frente, pero su atención estaba en otro lado. Pasaban cinco cuadras y empezaba a hablar solo. Contaba la misma historia: un camión cisterna que había tenido un accidente. El relato se resumía a una oración, pero él se detenía en la palabra “cisterna” y la repetía hasta el agotamiento. Además, en cada versión, alargaba la “s”. Decía: “Cissssterna”. A veces, alternaba con otra frase para autodefinirse. Decía: “Soy un discapacitado”. En este caso, también alargaba la “s” de “discapacitado”. Había una prosodia que lo definía. Superado el instante de asombro, los otros pasajeros hacían un gran esfuerzo para ignorarlo: la locura cuando no es un desafío es un riesgo. Aquel muchacho, con su discurso monótono, quebraba una normativa más profunda que la sintáctica, y ese hecho nos interpelaba a todos. Una noche se lo conté a un amigo psicólogo y me dijo que esa perturbación se llamaba ecolalia y que, por lo general, era síntoma de otras patologías mayores como la afasia, la esquizofrenia o la epilepsia. De un día para otro, me cambiaron de hospital y dejé de hacer ese recorrido, pero nunca olvidé la intensidad de aquel viaje. La verdad es que conté mil veces esta historia. Es porque siento una profunda identificación con ese tipo que repetía las palabras. Desde mi punto de vista, ser escritor supone, en gran medida, una fascinación —un encandilamiento— con el sonido del lenguaje. La acústica de un texto, creo, no solo define el tono, también determina el rumbo de la trama. Además, enmarca la realidad o, más precisamente, la representación que nos hacemos de ella: cierta parte del recorrido del 55, para mí, está fusionada para siempre con aquella experiencia. La ciudad tiene esas cosas, en cada esquina se yuxtapone el que fuimos en otra época.

 

 

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