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De la nación a la lengua

Por Josefina Ludmer

"El migrante busca y desea (y a veces encuentra) otro territorio, otra patria no nacional para la lengua. El territorio de la lengua es la patria del emigrado". Un extracto de Aquí América Latina, de Josefina Ludmer.

Por Josefina Ludmer.

Los relatos de migración de sudamericanos al primer mundo cuentan una travesía radical: el pasaje de la nación a la lengua. Y por eso dejan ver las relaciones entre territorio y lengua, nación y lengua, exilio y lengua, patria y lengua, imperio y lengua, mercado y lengua. Pueden narrar un exilio político (Clara Obligado durante la dictadura militar); económico (Fernández Moreno después de la crisis del 2001: “huir de la catástrofe hacia algún lugar donde fuera posible vivir mejor”, La profesora de español, p. 101); universitario (para hacer una tesis: S. Gamboa); para seguir a su pareja o arrastrados por ella (J. Franco, A. Vidal); para escapar de la policía que lo busca por drogas (C. Liscano), o simplemente para destacarse en el pueblo (H. Fontana). El emigrado, universitario o no, puede contar la experiencia propia y también la de otros (como en Gamboa, donde la emigración latinoamericana y su literatura está pluralizada y globalizada en París con los rumanos, rusos, coreanos, argelinos, marroquíes y muchos otros que cuentan su experiencia de migrantes). Hay migraciones latinoamericanas en el interior del español o a otras lenguas.

En los relatos latinoamericanos la primera discriminación es la lingüística: los inmigrantes universitarios trabajan con la lengua y sufren la diferencia lingúística. Son profesores de español o traductores o intérpretes (su campo son las diferencias y equivalencias entre lenguas: la propia y la de otros) o fi lólogos o escritores y, por lo general, son discriminados por sus acentos latinoamericanos: en El síndrome de Ulises, en París, al narrador le quitan un grupo de “Langues dans le monde” por el acento colombiano (quieren español de España) y pierde el 60% de los ingresos (317). En La profesora de español, en Andalucía, a la narradora le devuelven un artículo que escribió sobre las mercerías madrileñas “con unos breves comentarios: ‘interesante’, ‘plagada de argentinismos’, ‘no aceptamos colaboraciones’” (103). Hoy quieren español de España.

Los migrantes no universitarios (no califi cados en la lengua) forman parte de las exclusiones internas de cada nación en el neoliberalismo y la globalización: son los excluidos de la nación que dejan y también adonde llegan para ocupar el subsuelo del primer mundo. Están adentro y afuera del territorio adonde van: adentroafuera de toda nación. Habría una relación estructural, un vínculo publicoprivado, y político, entre los migrantes latinoamericanos, otros emigrados, y los afuera del trabajo y de la ley adonde llegan: en El camino a Ítaca, en Suecia, el uruguayo trabaja cuidando ancianos en un loquero. No es una equivalencia estricta o igualitaria, porque los sudamericanos pueden ponerse aún más abajo que los excluidos interiores, y servirles: en la película Bolivia (en las migraciones en el interior de América latina) se ve que el inmigrante boliviano sirve en un bar-parrilla de Buenos Aires a los taxistas sin trabajo, a los drogadictos y a los vendedores ambulantes; en El camino a Ítaca, en Barcelona, el uruguayo se relaciona con prostitutas y árabes y puede odiar a los otros inmigrantes o aliarse con ellos: “Cuando el meteco no está en guerra con el meteco se alía contra el nativo” (74-80).

El migrante es uno de los sujetos centrales de los años 2000 pero aparece antes; Gilles Deleuze, en los años 1980, en Qué es la filosofía, ya se refería a los migrantes como uno de los sujetos conceptuales.

 

Imaginemos al migrante

Primero, dolor, rabia y miedo. Deja un país sin futuro o un país en dictadura y se desplaza a Estados Unidos, a España, Alemania, Francia, Suecia…

El joven colombiano: “sentir dolor y rabia con una patria que no ofrece nada que no sea sangre y muertos y un futuro de pobreza” (Paraíso travel, p. 178).

La joven argentina: “El 5 de diciembre de 1976 llegué a Madrid, procedente de Argentina. Lo hice en un avión de Iberia, que tomé en Montevideo, por el temor que me producían las constantes desapariciones en la frontera. Salí vestida de verano, como si fuera una turista que se dirige a las playas de Uruguay y, dos o tres días más tarde, subí al avión que me llevaría a España, donde era invierno. Me despidieron mi padre y mi hermana. Tardé seis años –los que duró la dictadura– en poder regresar al país” (Las otras vidas, “Exilio”, p. 117).

El joven uruguayo se fue de un país sin futuro “donde las cosas iban a terminar mal, tarde o temprano”. Su madre estuvo presa durante la dictadura y él se crió con la abuela. Lo pescaron pasando droga y se escapa a Río de Janeiro donde conoce a una sueca que se lo lleva a Suecia: allí le cuida los hijos mientras ella trabaja (El camino a Ítaca, p. 21).

 

Experiencias radicales

Las historias migratorias aparecen como experiencias reales y ficcionales al mismo tiempo: están escritas en géneros de la realidad o su imitación (documentales, diarios, autobiografías, testimonios) y mezclan personajes reales y ficcionales. La lengua (y la subjetividad migrante: son lo mismo) se hace íntima y pública para mostrar que hoy ya no hay zonas puramente interiores.

El centro de los relatos es la pérdida de la nación en tanto territorio, y el cambio en el estatuto de la lengua y de los sujetos. Las ficciones dejan ver (el lenguaje tiende a la imaginarización en las escrituras de los últimos años) qué ocurre cuando la lengua pierde el suelo y hay que buscarle otro territorio.

La labor del relato de migración (el pasaje de la nación a la lengua) constituye una experiencia afectiva y lingüística radical, límite; un trabajo de afecciones, de fusiones y desfusiones de palabras (algunas sacralizadas) y de ideas recibidas. Como casi todas las escrituras de los años 2000, las novelas trabajan en la desdiferenciación de lo que antes se oponía nítidamente: tratan de borrar el mundo bipolar y sus binarismos conceptuales (realidad/fi cción, privado-íntimo/público). Funden lo opuesto y al mismo tiempo disuelven algo fusionado: el sentimiento de nacionterritoriolengua. Hablan de la pérdida de la lenguaterritorio de nacimiento en algunos sujetos que se van. Deshacen esa fusión, separan y diferencian sus elementos: la-mi lengua está acá conmigo, adentro, y la nación-territorio quedó allá.

 

Perder el suelo de la lengua y caer al subsuelo

En la migración la lengua se desterritorializa. El migrante pierde el suelo de la lengua, cae al subsuelo y el subsuelo no tiene límites.

“Siempre se puede caer más, siempre hay un fondo más”, dice el uruguayo en Suecia y en Barcelona (El camino a Ítaca, p. 233).

[…] al principio solamente clases de español pero una semana después ya estaba en los anuncios de “canguro” o baby sitter, y luego en los de enfermos y ancianos, o de locos, y al fi nal en lo más ínfi mo (El síndrome de Ulises, p. 20).

Desde el punto de vista territorial, las migraciones sudamericanas son, en casi todos los casos, descensos a varios subsuelos sociales y de género: entradas en la precarización, en la subalternidad y a veces en el delito. Y no solo las sudamericanas; en El síndrome de Ulises en París las profesionales universitarias de Europa del Este son prostitutas. En El camino a Ítaca el uruguayo que no habla una palabra de sueco tiene que cocinar y cuidar a las hijas de la sueca Ingrid mientras ella trabaja. En Paraíso Travel pasa a ser personal de limpieza o de cocina en Nueva York, y en El síndrome de Ulises el universitario que fue a París a hacer la tesis lava platos en el segundo subsuelo de un restaurante. Pueden caer todavía más abajo: a las cloacas y al pozo de la sociedad extranjera (El pozo de Juan Carlos Onetti aparece evocado y citado en El camino a Ítaca de Carlos Liscano y en El síndrome de Ulises de S. Gamboa), y se funden con la literatura del subsuelo del presente: con el naturalismo de las secreciones y los afectos desnudos.

Porque esa es la caída cuando la lengua pierde el territorio. Como si la mierda fuera la sustancia orgánica del inmigrante ilegal (es su infi erno: al boliviano le dicen “negro de mierda” en la Buenos Aires de Bolivia). En El camino a Ítaca en Barcelona el uruguayo que llegó de Suecia limpia un departamento donde un hombre juntaba mierda en bolsas y dice “La mierda no se termina nunca” (182). En El síndrome en París los africanos o argelinos recorren las cloacas (una hedionda oscuridad con ratas y víboras) buscando las cosas que se le pierden a la gente en los inodoros y piletas y las ponen en bolsas (327). En Paraíso Travel el colombiano se pierde en Nueva York sin entender una palabra de inglés, en un confuso episodio donde matan a un policía, entra en pánico, corre, cae y dice “Cuando empecé a quitarme la ropa me di cuenta de que me había cagado en los pantalones. Estaba untado de mierda de la cintura para abajo” (56).

Caer al subsuelo quiere decir también caer al subsuelo de la lengua. El migrante, en su camino de la nación a la lengua, pasa a la agramaticalidad (no entiende nada) y a la ilegalidad al mismo tiempo. Como si cayera a lo preindividual, al subsuelo de lo humano; como si se transformara en infans. La experiencia de perderse y caer (el horror de tocar el límite de la lengua y del cuerpo) es la de la afectividad a la intemperie: en El camino a Ítaca el uruguayo duerme en la plaza en Barcelona.

 

Quedar encerrado afuera

Chango (en “Exilio”, de Las otras vidas de Clara Obligado): “el exilio no se termina nunca. Nunca. Ni siquiera si se regresa al país. Siempre tengo la sensación de estar encerrado fuera” (130).

La joven uruguaya: “Voy dentro de mi burbuja española sin descifrar lo que hablan a mi alrededor. Con el tiempo aprenderé a no escucharlos. Hace mucho frío y el día está –invariablemente– gris” (Frankfurt, p. 11).

Como si el sujetolengua quedara reducido a la interioridad pero en el exterior, a la intemperie, como la uruguaya en Frankfurt o el uruguayo en Barcelona. La diferencia lingüística queda encerrada afuera y esa es una de las experiencias límites de la migración. La imagen puede ser literal: el uruguayo Tapita (en Veneno de Hugo Fontana) es encerrado en la prisión de Texas por el delito de incendiar un hotel de homosexuales, y después es matado con una inyección letal.

En La profesora de español, en Andalucía, el cartero argentino que sabía griego se suicida en la prisión española donde estaba encerrado por haber arrojado a la basura las cartas que tenía que repartir. Allí hay otro inmigrante que queda encerrado en el ascensor y ella misma, la primera persona de La profesora de español, a los quince días de llegar, queda encerrada afuera en el balcón de su propia casa, porque “aquí en España las puertas de los balcones no se abren de afuera”. En esa situación imagina una voz que habla de la diferencia entre argentinos y españoles: “imposible que una puerta solo se abra de adentro” (36-38).

La caída y el encierro afuera marcan para el sujeto el límite de los afectos y también el límite de la lengua. Es el umbral de otra representación.

 

Transformarse en nadie y representar lo que pierde

Por un brevísimo momento le pareció darse cuenta de que nunca se había acercado tanto a ser nadie de la forma y con la intensidad con que lo estaba haciendo en ese preciso instante… (Veneno, p. 176).

nadie conocía a nadie… todos nos habíamos convertido en otro (Las otras vidas, “Exilio”, p. 124).

En la caída y el encierro del relato de migración, en el camino de la nación a la lengua (en la desfusión del afecto nacionterritoriolengua), los sujetos sufren la experiencia a veces trágica de convertirse en nadie o en otro: en el latino, el hispano, el sudaca, el bolita. Y entonces pasan a representar en el exterior, y en lo público, lo que pierden, la nación como “uno”: son “Colombia” o “Bolivia” o “Argentina”. El emigrado latinoamericano sería entonces, paradojalmente, uno de los sujetos nacionales de la globalización. Porque está desnacionalizado y desterritorializado puede ser un representante de lo nacional latinoamericano hoy: a Tapita, el emigrante de Veneno, lo matan en una cárcel de Texas (cuando el ex presidente Bush era gobernador) el día de la conmemoración de la Independencia en Uruguay.

 

El territorio de la lengua

El migrante busca y desea (y a veces encuentra) otro territorio, otra patria no nacional para la lengua. El territorio de la lengua es la patria del emigrado.

No hay casa cuando se deja un país, se vive a la intemperie, el corte no cicatriza. Solo con Norma (una fi lóloga que conoció en la Biblioteca Nacional de Madrid) no me sentía herida (Clara Obligado, “El grito y el silencio”, en Las otras vidas, p. 33).

Marlon, el colombiano al que su novia arrastró a Nueva York, se pierde y se hunde en la mierda hasta que la colombiana lo despierta y ve el letrero del restaurante “Tierra Colombiana” y creyó que allí “estaban su patria y su hogar, porque casi puedo sentir lo que sintió cuando vio el letrero y olió el inconfundible olor de las empanadas y escuchó las voces familiares con el tono y el dejo de los mismos que por un momento pensó que también estaban allí, tal vez su padre, su madre, tal vez la misma Reina o Carlitos o Juancho Tirado” (Paraíso travel, p. 26). “La excitación que tengo por entender las conversaciones y la posibilidad de pedir empanadas en mi propio idioma, me hace tamborilear en el mostrador y tararear la canción que muchos de los que están acá no pueden comprender y yo sí. Eso me hace muy feliz” (Frankfurt, p. 84).

 

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