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Cthulhu en el Riachuelo

Entrevista a Mariana Enriquez
En el nuevo libro de cuentos de Mariana Enriquez, Las cosas que perdimos en el fuego (Anagrama), el miedo es narrado por mujeres que, desde un tono desquiciado y poco confiable, le dan otra vuelta de tuerca al extrañamiento y el terror.

Por Patricio Zunini.
Foto: Vito Rivelli.

A través de un abanico de narradoras —todas desequilibradas y funestas—, el nuevo libro de Mariana Enriquez es un espejo frente al lector que devuelve una figura alterada pero no necesariamente porque fue retocada. Las cosas que perdimos en el fuego (Anagrama) sorprende por la precisión con la que se apropia de las palabras para provocar un efecto que, aunque esperado, es siempre imprevisible.

Celos, amor y desamor, violencia doméstica, internet como refugio para ermitaños y casas que no son refugio de ningún tipo, la sombra de un asesino serial y la presencia de la dictadura —otra clase de asesino serial— entremezclada con las supersticiones locales. Son doce cuentos poblados de personajes portadores del miedo en los que, sin embargo, el foco no está en el terror si no en nosotros, en la forma en que definimos nuestra identidad, nuestros prejuicios y torpezas.

Y, si bien no es un dato que hable de la calidad literaria de un libro, sirve para poner un contexto: Las cosas que perdimos en el fuego es el primer libro de Enriquez contratado en 14 idiomas. Con ella hablamos de su nuevo libro.

Tal vez desde Chicos que vuelven hay otra dinámica en tus cuentos, que de un terror más íntimo pasaron a registrar más lo que sucede en la calle.

—Son más realistas, creo. En este libro hay muy pocos con elementos sobrenaturales.

Pero a la vez los vinculo con Otra vuelta de tuerca, de Henry James.

—Tal vez veas eso porque las narradoras son personas en las que no se puede confiar. O están mintiendo o están desequilibradas o no están viendo las cosas como son. Están dislocadas. Son muy poco confiables como narradoras.

Y está la casa como tema, que en lugar de dar cobijo, es un espacio de peligro.

—Mi idea era poner el horror lo más cerca posible y contaminar los espacios más relacionados con la protección. Es terrorífico que la desprotección penetre en esos espacios de cobijo. Espacios en todo sentido, porque en el cuento “Tela de araña” es en la pareja, que, de alguna manera, es tu hogar. Quería trabajar eso y meterlo en el cotidiano, en cosas totalmente triviales o que damos muy por sentado: la casa, el barrio, la escuela, la pareja.

¿Cuánto te influencia Lovecraft?

—Bueno, está el cuento “Bajo el agua negra”, que es una cita directamente. El cuento lovecraftiano te permite una cosmogonía tan amplia que la podés manipular como quieras. Aparte, si la ponés en otra geografía, te desconcierta totalmente. Hay un escritor norteamericano que se llama Laird Barron que me súper inspiró con eso, porque hace policiales lovecraftianos y funcionan. No quería seguir con los monstruos más tradicionales; no quería hacer ni vampiros ni zombis ni nada que no pudiera traducir más directamente. Me preocupa cómo traducir el terror, no hacer un trasplante de temas. En la traducción del género tenés que trabajar con elementos propios.

¿Por eso hay un cuento, “Los años intoxicados”, que es sobre el fin del alfonsinismo? Ahí el terror es un elemento muy ambiguo, que podría ser la autosugestión de las chicas que lo protagonizan.

—Son adolescentes y están muy excitadas mentalmente. Están en una situación muy desesperante. Cuando estás así, te buscás algo que sea un poco más intenso o interesante que tu vida en el fin del mundo. Porque el alfonsinismo, para mí, como adolescente, era el fin del mundo.

También los militares vuelven a aparecer en estos cuentos, pero, a diferencia de “Cuando hablábamos con los muertos”, un cuento de Los peligros de fumar en la cama, acá son generadores de leyendas urbanas.

—Hablar de los 70 es un tema complejo, porque está sobrecargado de literatura, y porque, cuando tenés mi edad, es casi inevitable. No está resuelto el tema de la dictadura. Durante todos los años de kirchnerismo y ahora también, es un tema en discusión. Está resuelto en los juicios y eso está bien, pero a nivel social, quiero decir, no está resuelto. Siguen saliendo libros que son un hit sobre la época. Sale Born y la rompe…

Vos participaste en la antología Golpes.

—Sí, con el cuento de una chica que ve la sombra de un hombre que se ahorcó cuando le sacaron la casa para hacer las autopistas. Es la presencia de los militares y la dictadura en la sociedad con los otros los efectos de la represión, que hay un montón. Es un tema que me sigue interesando tratar, pero al que le voy buscando la vuelta. Como fuente de leyendas urbanas, hay muchas. Cuesta meterlas literariamente porque parece que llevarlas a un género tan popular como el terror las banaliza o las trivializa o las volvés divertidas, con lo que termina siendo algo irrespetuoso. Yo creo que no, porque para mí el terror es el género menos banal de todos.

Pero me parece que en “Cuando hablábamos con los muertos” o en la crónica sobre el entierro de los huesos de la madre de Marta Dillon en Alguien camina sobre tu tumba, ponés especial énfasis en trabajás el tema con mucho respeto.

—No me gusta el tratamiento canchero desafiante del tema. No soy así y no soy así en la literatura. Además, me doy cuenta de la carga semántica y simbólica de ciertas cosas que tanto tienen que ver con lo literario a ese nivel: niños cambiados, niños robados, no saber si tu compañero de clase que se fue está o no está, si vos sos o no sos. Todos los niños tienen la fantasía de ser adoptados: yo tenía la fantasía de ser adoptada y robada. Creía que mis padres eran extraterrestres que me habían robado y esperaba que mi familia me viniera a buscar. Que a la fantasía normal de la adopción le agregara la del niño llevado por extraterrestres, es como la fantasía de los niños apropiados. También el par aparecido-desaparecido: yo escribo cuentos de fantasmas, que en argentino se llaman de aparecidos. Que la otra dupla sea el desaparecido, que también es un fantasma, es una carga semántica tan fuerte de la que no me puedo escapar. O el horror presente con los campos de concentración en la ciudad. Hay una matriz que tiene que ver con climas y con miedos muy primarios que sigo trabajando.

Salvo por un único cuento que está narrado por una voz masculina, que es sobre el Petiso Orejudo, el resto son voces femeninas y en primera persona: ¿qué tiene esa voz femenina?

—No me salía escribir mujeres, mis dos primeras novelas son de varones. Me costaba mucho menos escribir hombres porque los sentía menos cercanos. Era más libre, me animaba más. Cuando empecé a encontrar las voces de estas mujeres, que son muy particulares, me di cuenta de la recurrencia con tramas muy distintas pero con una misma mirada. Y quise poner un varón, uno solo, como contracara. Ese cuento, “Pablito clavó un clavito”, siempre me gustó. Estaba en la antología de cuentos de villanos, que era buenísima y que quedó medio perdida. También hay algo de fatalidad: yo tengo épocas de escritura y esta fue la época de escribir mujeres así. Probablemente después me vaya para otro lado, pero tenía que dejar constancia de la búsqueda de esta voz. No hace tanto que me pienso a mí misma como mujer, más allá de la cuestión teórica.

Necesito que me expliques esto último.

—Yo sé que soy una mujer, pero siempre me sentí como una especie de mente andrógina. No hablo de sexualidad —porque soy anticuadamente heterosexual—, si no mentalmente. Nunca se me ocurrió que yo no pudiera hacer cualquier cosa por ser mujer. Creo que a partir de esta edad empecé a tomar decisiones que están directamente relacionadas con lo corporal, por eso hay tanto cuerpo de mujer en los cuentos. La decisión de no tener hijos, la vida en pareja, el cambio del cuerpo. No aparecen como catarsis, si no como una reflexión. Es una reflexión que salió terriblemente horrorosa, pero así es como me sale.

En la entrevista que hicimos cuando publicaste Los peligros de fumar en la cama, habías dicho que las adolescentes eran un vehículo de maldad. En estos cuentos las veo más como víctimas.

—No son malas pero propician situaciones. Ninguna entiende la fuerza que desata. En ese sentido las veo como vehículos: no son vehículos conscientes sino antenas. Están súper abiertas a que ocurran cosas, pero cuando las cosas ocurren las sorprenden muchísimo.

¿Eso también tiene que ver con una idea sobre el rol femenino?

—Creo que eso tiene que ver más con el género terror que con el género femenino, si bien está la idea de bruja, que es como un estereotipo, pero oblicuamente. La mujer como bruja, como desatadora de tempestades que después no puede controlar. Pero es una idea mitológica, no es una reflexión de género.

Te lo pregunto porque el último cuento, que le da título al libro, tiene a la mujer como una víctima que se convierte en victimaria: la mujer quemada que sale a mostrar su monstruosidad. Y el contexto de "Ni una menos" puede provocar una lectura particular.

—Ese es el cuento más inspirado en cuestiones actuales, pero fue escrito antes de la movida de “Ni una menos”. Mucho antes: salió publicado en “Buen Salvaje” hace dos o tres años. La génesis fue que quería escribir un cuento de brujas contemporáneas. La bruja fue una mujer atacada: mi idea era cómo reaccionar ante un ataque. Y lo primero que pensé fue que la mujer tenía que apropiarse de su cuerpo y usar las armas del enemigo. Entonces ellas tenían que propiciar las hogueras para ir voluntariamente. Cambian las reglas del juego. Esas mujeres que sobreviven y están quemadas, ya no sé si son mujeres. Es una idea medio ballardiana en la que voluntariamente mutan hacia una nueva carne que se convierte en una nueva atracción. ¿Los hombres van a seguir atraídos ante estas mujeres? ¿Se les van a unir todas? En ese cuento sí me interesaba tratar la violencia machista, pero desde un lugar más inesperado. Era como empoderarse en lo que al principio parece una autoflagelación y en realidad es una transformación. El desafío es hacia el otro: qué vamos a hacer con la atracción y los cánones de belleza. Además, me parece que las mujeres, sobre todo las mujeres argentinas, siempre demostraron, y en todas las circunstancias, ser muy capaces de movilización y de organización. Las Madres de Plaza de Mayo son un ejemplo, pero hay un montón y de todo el arco ideológico. Las minas tienen una capacidad de organización y de empoderamiento y de salir del lugar de víctima con mucha inteligencia y a veces con mucha rabia —las dos cosas me parecen bien— que demuestran que se puede salir de la caja de la victimización pura. El error en un cuento así habría sido escribir que ellas quemaran a los tipos. Eso es un binarismo que me parece malo literariamente pero además me parece pobre ideológicamente.

En ese cuento que cierra el libro, la primera mujer quemada pide plata en el subte y besa a la gente, que es lo mismo que hace el chico sucio en el cuento que abre.

—Es algo buscado.

Pero, a diferencia de ella, el chico sucio no tiene nombre hasta que se sospecha que está muerto.

—Sí, por eso la chica del subte —que además es una chica real, yo la veía pidiendo, pero no sé cómo se quemó— dice su nombre. Los chicos no pueden hacer esto. No pueden tomar la palabra, no se pueden designar. Por eso un chico pobre, cuando le pasa algo, termina siendo escrito por otro, dicho por otro, llamado por otro, inventado por otro. Por eso también en “El chico sucio” dejé que no sea muy claro cuál es el muerto, porque, la verdad, no importa.

En el cuento sobre el alfonsinismo, la protagonista habla de cómo los padres aceptan quedamente el neoliberalismo menemista y dice que odia «a la gente inocente». Es una frase que se puede leer solo en clave política.

—Va en la misma dirección que el tema de la victimización, pero en otro sentido. Hay gente que no se hace cargo, como si no hubiese contribuido a la desgracia que le está pasando. Siempre es otro el que la provocó y ellos no tuvieron la culpa de nada. Hay un grado de no hacerse responsable y creerse completamente inocente, que llega un ser una negación cínica. Hay todo un discurso acerca de la bondad de los argentinos que básicamente me parece falso. Esa frase tiene que ver con eso, con las pibas irritadas de ver cómo los padres no se responsabilizan del futuro que les dan a ellas.

¿Toda la literatura argentina es política?

—La sociedad argentina está altamente politizada desde siempre. Y, además, antagónicamente politizada, porque puede haber sociedades muy politizadas, pero en otro sentido y por ahí no tan internamente. Yo no sé si la literatura es tan política en sí, no sé si a un extranjero, cuando se lo das a leer, hace esa lectura política. Pero creo que nosotros, por cómo tenemos programada la cabeza, leemos casi todo políticamente.

¿Cómo se leen tus cuentos afuera?

—Por las reseñas que salieron en España los ven como políticos. A lo mejor no ven como políticos otros que yo sí, pero nosotros tendemos a leer cosas que no son tan claramente políticas siempre desde ese ángulo por una deformación de la mirada. Vamos por ese ángulo porque así nos leemos a nosotros permanentemente. Si eso es bueno o no, no lo sé.

***

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