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Juego de velocidades

Enrique Winter

Entrevista a Enrique Winter

“Pienso en la belleza como algo que necesitamos urgentemente y me encargo de buscarla en lugares donde creo que no se la había encontrado”, responde el chileno Enrique Winter en esta entrevista sobre Las bolsas de basura, su primera novela, y sobre la escritura en general.

Por Valeria Tentoni. Foto: Constanza Jarpa Luco.

“En Las bolsas de basura, un artista / diseca quiltros despedazados por las ruedas de los autos. / Los encuentra a la orilla del camino / a modo de animitas, los encuentra siendo su propia tumba”: estos versos de la poeta Marcela Parra aparecieron en un libro que Enrique Winter (Santiago, 1982) publicó cuando estaba al frente de Ediciones del Temple, en Chile. Por esos días, además trabajar como editor todavía lo hacía como abogado en la Cámara de Diputados. Aun no era Magíster en Escritura Creativa por la Universidad de Nueva York.

Las cosas que iban a venir –esta, su primera novela, por ejemplo, editada por Alquimia; la traducción de un capítulo en The Guardian; premios como el Pablo de Rokha– todavía estaban en el futuro. Este año, además de las lecturas alrededor de Las bolsas de basura, aparecieron su nuevo título Lengua de señas, también por Alquimia, y una reedición en libro objeto de Guía de despacho (Pez Espiral): en Argentina, Zindo & Gafuri sacará estos dos juntos como De ruidos para construcción y orquesta.

La novela se abre con una chica, Brenda, que levanta cuzcos atropellados de la calle. “Los lava y los sutura, volviéndolos permeables a la belleza extrema”, en el baño de su departamento. Los levanta “para sacarles la pura piel, como usura, una traficante, una sicaria del tercer mundo”, para disecarlos. No para embalsamarlos, como a las personas que, tal y como leemos en Rascacielos, podrían fantasear con que el pavimento tuviera un espejo “donde mirar a aquél que es uno mismo / para el último abrazo”. En el medio está Miguel, están Eugenio y Brian. “La calma no es un lugar”, reclaman desde la sordidez con que se constituyen estos personajes, una fuerza que los propulsa a colisiones, a su vez, entre sí. Todo choca y, como en Crash, los choques también son la línea de percusión de una melodía de sensualidad. 

Enviamos algunas preguntas a Valparaíso, Chile, donde actualmente reside. Estas son las respuestas que volvieron:

 

¿Por qué dice en la solapa que debutás con Las bolsas de basura a 24 años de tu primera novela y 16 de tu primer premio de cuento? 

A los ocho años escribí una novela en inglés. Era una suma de relatos sobre Pingily, un niño que se aventuraba a situaciones que vine a conocer después, más allá del barrio. Cuando en el colegio vieron que nos habíamos tomado en serio la escritura, nos pidieron que cosiéramos también el libro físico. A las tapas de cartulina naranja les doblé las solapas para mi reseña, que daba pistas por si querían encontrarme: pecoso, 1.33 metros, 33 kilos, calza 33. Al año siguiente exigimos que nos dejaran escribir otro libro y el mío fue sobre una avioneta que caía en una isla desierta, nada muy original, salvo mi preocupación porque los personajes se peinaran con las espinas de los pescados. Nos hicieron votar por nuestros favoritos en esa mezcla tan británica de competitividad y democracia. Gané junto con un compañero colorado cuyo nombre me daba risa porque decía dinero dos veces: Philip Monypenny. El premio fue ya en la adolescencia, en el concurso de cuento del mismo colegio. En poesía salí segundo, pese a que ya entonces la escribía compulsivamente. Aunque todo esto es cierto, el gesto de la solapa buscaba evitar una lectura simplista del poeta que se pasa a la narrativa. Narrativa escribí siempre, la primera publicación es esta.

¿Cómo empezaste a escribir? ¿Por qué publicaste primero poesía? ¿Es una suerte de “lealtad a la patria” involuntaria?

Creo que sí, aquí no hay novelista que no haya escrito poemas, y ahora que estudio las lealtades invisibles en ¡Ay, mis ancestros! de Anne Ancelin Schützenberger, debe ser también con mi abuela, que de la guerra salvó un libro de Goethe. Pero ni ella ni la patria me presentaron la poesía, yo llegué solo en una casa sin libros, y desde la necesidad urgente de expresarme. Dibujaba, pintaba. Primero la poesía, porque primero fueron la intensidad del dolor y el asombro ante las cosas que no eran lo que parecían, las ganas de cantar más que de contar. Hay dos comienzos, el que te dije de niño y otro con la poesía a los catorce, con una chica que me gustó sin tomarme en cuenta. Fue en el mismo verano en que mis padres se separaron y cuando mi primo me compró El extranjero y El loco en una feria artesanal.

¿Cómo se llevan en Chile con los que pasan de poesía a narrativa? ¿Se registra algo del orden de la traición? Pregunto porque en Argentina, no tanto ahora, pero todavía un poco sí, no siempre lo disculpan. 

Entre todo lo que no me perdonan, escribir una novela rara es lo de menos. Y no me cambié de género, porque ya saqué otro libro de poesía, Lengua de señas, y aparecerá estos días en Argentina junto con el anterior, Guía de despacho, como De ruidos para construcción y orquesta por Zindo & Gafuri. Creo que la sensación inicial de que se escribe una novela para asentar una carrera literaria se disipa con solo mirar que esas carreras están controladas por factores ajenos a la literatura. En Valparaíso, además, estoy más lejos de Santiago de lo que estaba en Nueva York, más lejos de lo que están entre sí la poesía y la narrativa que me remecen.

¿Qué cambios hiciste para disponerte ante este género, si alguno?  

Los materiales me van dando la forma de lo que escribo y hace años que mis reflexiones sobre la circularidad del tiempo, por ejemplo, en los procesos de entusiasmo y pérdida de las relaciones humanas y los nuevos comienzos en distintos escenarios, de la urgencia por salvar algo de las ocasiones en que uno se jugó la vida, cuando ya pasa a ser un rito jugársela así, empezaron a derramarse fuera de los formatos de mi poesía. Siento que a medida que se lee y vive más se va gastando cierto impulso poético, como el del goleador que baja al mediocampo cuando se acerca a los treinta, pero junto con eso ha aprendido a administrar la pelota, tiene mucho más que decirle al equipo. La diferencia de densidad, lo poco que hay que disparar al arco en la narrativa, me abismó inicialmente, tuve que entender la literatura también como un juego de velocidades que, en la edición me llevaba a extender más que a cortar como en la poesía, a evitar algunas elipsis y personificaciones, a cambiar ritmos que dominaba por otros que no.

¿Qué elementos de la escritura y la lectura de poesía pudiste aprovechar en Las bolsas de basura, de cuáles te cuidaste o intentaste moderar? Editaste muchos años poesía, además... 

Aproveché mucho la precisión, la posibilidad de construir atmósferas con pocos elementos, la propensión a la metáfora, a la comparación, al ingenio (de estas tres a la larga tuve que cuidarme, borrando la mayoría, allí apareció el editor que fui por una década), a ver lo que estaba allí sin ser apuntado y, sobre todo, la libertad de la poesía, donde la trama importa poco. Es que, para mí, en la narrativa también importa poco, me provocan las novelas en las que asistimos al desarrollo de un pensamiento mientras tuercen las posibilidades del lenguaje, inventando otros nuevos que ensanchen la experiencia humana, como en Molloy de Beckett, cuyo principio y final acabo de descubrir versionados en Eloy de Droguett, otro que escribe así, sin sujetarse a una historia ni a mayor referente real que el carácter político de sus personajes. De la poesía me traje un lirismo más fino, creo, que el que encuentro generalmente en las novelas y funciona en ella porque el tono es bajo, a ras de suelo, patente en mis poemarios más narrativos, como Rascacielos.

El libro abre con un poema de Marcela Parra del que parece brotar tu novela. ¿Desde cuándo guardás y hacés crecer en vos el imaginario de esta historia?

A comienzos de 2008 seleccioné y edité Silabario, mancha de Parra para Ediciones del Temple y me encontré con ese poema del galán porno que elude los requerimientos sexuales de su esposa (al trabajo lo que es del trabajo y a la casa lo que es de la casa) leyendo “una novela titulada Las bolsas de basura”. Entre risas le dije que esa novela no existía. Esa es la gracia, respondió, y yo le prometí que la escribiría. Me demoré siete años nada más en cumplirle y la estrofa en que ella inventa la trama de la novela (un artista diseca quiltros despedazados por las ruedas de los autos) fue el pie forzado desde donde fluyó mi escritura. Tenía dos ejes que, en principio, nada tenían que ver –la taxidermia y el quiebre amoroso– y los enfrenté, como recomienda Raúl Ruiz, porque de todo roce salen chispas. Ponerme a pensar en perros me llevó a recuerdos terribles y desde ellos a imaginarios sórdidos que no había tocado en mi poesía. Algo similar me sucedió al escribir escenas de continuidad, con la descripción obsesiva de la belleza en espacios como los baños compartidos de las pensiones: los pétalos de hongos, las pintas de pastas de dientes.

Uno de los apartados comienza con la línea: “La calma no es un lugar”. ¿De dónde emerge esta aseveración? 

Es de esos versos que entiendo después de escribirlos y muestra el error de creer que la calma puede hallarse en otra parte o en otra persona. Tal vez respondía, en estas lealtades patrias o invisibles, a Bolaño, para quien “solo la calma no nos traiciona”. Claro, la calma no, lo que nos traiciona es el lugar o sujeto al que le asignemos la posibilidad de dárnosla. En la novela marca el pronto desasosiego de Miguel una vez que ha perdido la sensibilidad por su trabajo en la nueva ciudad y pasa a desarrollar sus primeros vínculos, a aceptar la visita del pasado, los llamados de la carne. Porque sin llamados de la carne todo esto sería mucho más fácil y al bajo costo del aburrimiento.

Miguel, el personaje central, es uno en tránsito de un lugar a otro, atrapado de algún modo siempre en “lo que pudo haber sido”. Está el título de otro libro tuyo, contundente aquí: Atar las naves. ¿Cuánto de tu experiencia como extranjero se jugó en estas páginas? 

Escribí Atar las naves entre los dieciséis y los veinte años, la crítica feroz a la inmovilidad que desarrollo ahí marcó mis decisiones vitales y, por cierto, cada uno de mis libros posteriores que reaccionaban al anterior: en Rascacielos todo está afuera, todo es viaje, y en Guía de despacho decanta la idea de que al final los lugares, en bajas, son intercambiables, que solo las relaciones humanas son únicas. En fin, la cuerda que amarra las naves del primer libro, la cuerda que no se usó para saltar porque con ella se colgó el abuelo vuelve en mi segunda novela, en la que investigo a esos antepasados de los que casi nada sé. Hace tiempo que no tengo otra experiencia que la de extranjero, cuando uno se va deja de pertenecer al lugar del que sale, pero nunca pasa a ser del lugar al que llega. Esa falta de pertenencia me pone alerta a los detalles diferentes, a los sonidos, a los olores y sabores, a las texturas de las cosas, sobre todo a las maneras de conducirnos frente a los otros. A estas alturas se han radicalizado en mí los momentos de extremo encierro de escritura y de extrema sociabilidad, como si en ambos hubiera un tablón ante el naufragio de pensar en lo que pudo haber sido. Ya en la solapa de Atar las naves hablaba de actividades que había abandonado. Y, claro, la escritura da al menos la sensación de dejar algo. Finalmente, una de las secciones de ese libro se titula “No es la figura sino el movimiento”, pero cada vez que intento asentarme –esta semana compré electrodomésticos– se instalan primero los fantasmas. Luego escribo.

¿En qué circunstancias se escribió esta novela? ¿Fue en Nueva York? ¿Cómo fue tu experiencia en el programa de escritura creativa?  

Sí, la escribí en dos semestres, por entregas, para el taller de Diamela Eltit. Tenía una carpeta donde iba tirando hace años las escenas, frases e ideas para esta novela –de solo los descartes podría hacer otra– y la beca allá me permitió al fin concentrarme en su escritura. La edición la hice un año más en Valparaíso, sobre todo en los últimos dos meses en los que me dediqué a ella desde que despertaba hasta que me acostaba y también mientras dormía. La literatura es contingente y colaborativa: pude aprender de excelentes escritores y compañeros, sobre todo de la oferta cultural de la ciudad en las artes visuales y la poesía experimental que traduzco.  

¿Cómo trabajaste a estos personajes taxidermistas? 

Las bolsas de basura impidió el regreso a otra actividad que me tomara más horas que la escritura. Recuerdo la alegría intensa de subirme a un bus rumbo a Coquimbo solo por haber decidido que allí transcurría la novela. A esa investigación en terreno, de las esquinas de travestis al servicio médico legal, de los cementerios a las fuentes de soda, se sumó fuertemente la de los taxidermistas. Lo primero que hice fue juntarme con Antonio Becerro, el artista en el que pensó Marcela Parra para su poema, y terminé trabajando con él hasta la gráfica del libro. Luego leí sobre los materiales, los procedimientos, la historia, iba descubriendo a la par de Brenda, la personaje, sorprendiéndome, fallando junto con ella. Sus taxidermias las compuse con perros muertos y escalpelo a la vista. El máximo refinamiento conceptual para los más bajos impulsos, así me definieron el derecho penal en la escuela. También documenté el lenguaje burocrático, en fin, las jaurías cojas me siguen en las calles del puerto, agradecidas.

La belleza, aquí, hecha con sangre seca de accidentes viales, “se lava y se sutura”. “Una mirada que insiste en los desechos”, dice Lina Meruane. “Cuando las cosas se destiñen el color sigue en ellas”, leemos en tu novela. ¿Qué buscabas decir o preguntarte con tu trabajo alrededor de lo “bello” como desperdicio? 

Me obsesiona la belleza fuera de los cánones tradicionales que, si no imponen la discriminación de clase o racial, por lo bajo perpetúan la pereza de los artistas. En eso la belleza se parece al lenguaje directo, que algunos escritores celebran sin darse cuenta de que es el mismo que usan los políticos y los publicistas para vendernos cosas que no necesitamos. Pienso en la belleza como algo que necesitamos urgentemente y me encargo de buscarla en lugares donde creo que no se la había encontrado. Es una belleza relacionada con la limpieza de las segundas o terceras oportunidades. La metáfora central de la taxidermia es darle permanencia a lo muerto, no darle vida, sino permanencia. Políticamente se opone a la obsolescencia programada, a lo desechables que son los objetos de consumo y las relaciones humanas. “La perpetuidad es revolucionaria” escribí en Guía de despacho. Qué queda de un perro cuando muere, qué queda de una relación amorosa cuando se acaba. A cada uno de los personajes les falta algo e intentar llenarlo es lo que los mueve. Tal vez la belleza sea eso que siempre nos falta, lo que no es, a la manera de la teología negativa. Me gusta pensar que el color no se ha ido cuando las cosas se destiñen, porque de verdad me cuesta entender dónde está el color que ya no se ve, porque de verdad creo que uno nunca deja de amar a las personas que amó y así. Lo bello está en lo que no entendemos, también en la estructura de las obras que dejan el espacio suficiente para que entre el lector con sus inquietudes y pueda sentirse acariciado por una mano que, probablemente, está sucia.

¿De qué libros te sentís cerca, con este?

De El proceso de Kafka, porque ambos proponemos lo que me parece un thriller al revés, en el que no perseguimos al culpable sino que problematizamos la eventual salvación del inocente. Kafka inventa este mundo burocrático que no entendemos y que no podemos parar de leer. También de Lulu de Mircea Cărtărescu, por la fluidez con que trabaja el miedo al travestismo y a la homosexualidad a través de un recuerdo de infancia. Me siento afín a la complejidad de sus atmósferas, que veo, asimismo, en La resta de Alia Trabucco y Nancy de Bruno Lloret, entre los jóvenes chilenos que publicaron el último año, o del tratamiento sensible y ambicioso de la provincia en Un hombre llamado Lobo de Oliverio Coelho, por ejemplo.

“Creo firmemente que la escritura no es un lugar de encuentro sino de búsquedas”, dijiste en una entrevista. ¿Qué estabas buscando en Las bolsas de basura? ¿Qué buscabas en libros anteriores, qué andás buscando por estos días?

Me refería a encontrar en oposición a buscar durante la escritura, porque, una vez publicada, la literatura sí me parece un lugar de encuentro humano. Concibo la literatura como un registro de los procesos de duda y exploración, yo no escribo de lo que ya sé. Es decir, sé de dónde parto, pero no hacia dónde voy y eso es un principio de libertad fundamental, porque las hojas de ruta que llevo se van quedando cortas frente a los hallazgos y estos me llevan a zonas recónditas del subconsciente o de la experiencia. Los personajes en Las bolsas de basura están desesperados y algo ajeno a ellos los mueve; a mí me pasa algo similar. Como Brenda y Miguel con la taxidermia, buscaba la permeabilidad de la belleza extrema, la violencia con que pueden redimirse los atropellados de este sistema económico por vía de un gesto que es artístico, pero que quienes lo ejecutan no tienen idea que lo es. Ninguno de ellos lee, como en la vida misma, pero se cuelan anónimos videos de Marina Abramovich, recados de William Carlos Williams. Buscaba trabajar el encierro del que se siente perseguido, la estética de ese instante en que se pasa de la funcionalidad social a ser un paria y cómo no podríamos darnos cuenta, incapaces de distinguir lo crucial de lo que no lo es. La novela tampoco lo distingue y se queda afuera de la entrevista de Brian, porque a la narración misma le han cerrado la puerta y no le queda otra que describir los movimientos en la plaza hasta que él salga. Desestabilizar al narrador, preguntarse dónde está cuando narra en tercera persona, esa clase de búsquedas sobre dónde poner el ojo me incumben. El ojo y los otros ocho sentidos, algo más explícito en Lengua de señas, que trabaja sobre la percepción, también las artes visuales y, ciertamente, la ambigüedad y el ritmo con los cuales opera por la extensión del verso, los encabalgamientos y el retiro de la puntuación. En Rascacielos buscaba desesperadamente ser los otros, que hablara lo desconocido en poemas más cerrados, con referente directo en la realidad. Guía de despacho acusa el golpe de la imposibilidad de la representación y de la fugacidad de las relaciones humanas construidas en movimiento, de su equivalencia con las mercancías. Exploré modos de producción extinguidos como el de las balleneras. En esos tres poemarios hay amor, ni qué decir en esta novela, más allá de su sordidez o tal vez por ella misma. Ahora indago en los documentos y bloqueos de la memoria de mi abuela, sobreviviente de guerras mundiales y de suicidas para una novela, Volga, en la que discurro sobre el poder, el silencio impuesto y la transmisión genética del trauma, en fin, sobre la identidad que, a su modo, también se me escapa.

 

*En Chile, a los perros cruza, también llamados entre nosotros "cuzcos", se les dice "quiltros".

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