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"Las adolescentes histéricas son vehículos de maldad"

Mariana Enríque publicó Los peligros de fumar en la cama, un libro de cuentos donde hace blanco en el terror en la infancia. En esta entrevista habla del libro, de su producción literaria y de cómo el género puede ser útil para sincerar como un presente cotidiano a la violencia de los '70.

Por P.Z. Fotos: Lucio Ramírez

Quedamos en encontrarnos en El coleccionista, el bar de Rivadavia al 4900, frente al Parque. Llego a la hora convenida y, como si ella lo hubiera dispuesto, cuando estaciono y bajo del auto, pasa por delante, lento, esforzándose para ser visto, un cortejo fúnebre. Breve, tres autos siguen al coche negro que lleva el cajón entre flores y coronas. La muerte nos hace un guiño antes de que hablemos de ella.

mariana enríquez

El bar tiene unas mariposas pintadas en la vidriera. Hay otros “coleccionistas” en Buenos Aires: un local de música en el Centro, un videoclub en Belgrano. Pero este es el único –que yo conozca, por lo menos– que tiene las mariposas. Esas mariposas lo delatan: el coleccionista tiene que ser El coleccionista de John Fowles. El halo de lo funesto que sigue apareciendo.

Mariana Enríquez ha publicado Los peligros de fumar en la cama (Emecé), un libro de cuentos donde lo siniestro es el denominador común. Doce cuentos que exploran la relación con el terror real. “El universo de Enríquez –definió Oliverio Coelho– se distingue por su excentricidad y su precisión aterradora”.

–¿Qué tiene de encantador lo siniestro?

–No sé si tiene algo de encantador. Escribirlo es muy divertido. Cuando surge, tiene la maldad de hacérselo al otro. Lo siniestro me resulta una sensación muy familiar, sencilla de encontrar. No tengo que hacer demasiado trabajo para llegar a eso, me sale muy natural. Encuentro cosas siniestras todo el tiempo.

 

–¿Deformación periodística?

–Deformación personal. [Risas] Tengo una forma retorcida de mirar, gustos retorcidos. Eso hace que encuentre esa sensación más fácilmente. En general, la escena fundante de los cuentos es una escena real. Mi idea era disparar sobre esa escena que tiene algo siniestro pero real.

–¿Pero la escena real es ya siniestra?

Muy leve. “El desentierro de la angelita”, por ejemplo, es una historia de una tía abuela que contaba que en el campo habían enterrado a su hermanita más chica en el fondo y que cuando llovía lloraba. Que la hermana se aparezca, obviamente es inventado. En “El carrito” la escena del cartonero borracho haciendo caca en una esquina es cierta. Como te decía al principio, como tengo una manera medio retorcida de mirar, esas escenas me quedan mucho más que una cosa epifánica de un cisne volando. Las registro y después son material.

–En esto de pescar las cosas, ¿estuviste con las antenas prendidas para empezar a escribir o son cuentos de años?

–Algunos son recientes pero las son ideas de muchos años. Suelo registrar la idea, después veo si hago algo. Muchos son recuerdos, cosas que no puedo olvidar de la infancia y la adolescencia. A lo mejor el esfuerzo que hice fue el de filtrar entre esos recuerdos. Pero tenía un real interés de que hubiera algo en el cuento que fuera cierto. Me ayudaba para una unidad mental. Aunque no se parezcan entre ellos y tengan estilos distintos, yo sabía que estaba ese hilo. Me servía para encontrarles un parentezco.

–Los cuentos suceden en muchos escenarios: Buenos Aires, Chaco, Barcelona, Ostende. ¿Tenías intención de alejarte de las leyendas del campo?

–Hubiera sido muy tópico: cuentos y leyendas. Me gustan, pero yo vivo acá y tengo una sensibilidad urbana, eso no deja de ser exótico para mí. El cuento “El aljibe” lo que le hacen a la chica es una cosa extrema en la provincia, pero después viven acá. Se trasladó para acá, pero no lo mantengo allá porque no sé cómo contarlo. Conozco el Norte, tengo familia, pero no llego tanto con la sensibilidad.

–¿Por qué ningún cuento está narrado en primera persona por un hombre?

–Fue un experimento. En las dos novelas que había escrito los protagonistas eran hombres, en la segunda el narrador también es hombre. Hice eso porque cuando escribía como mujer me salía mi voz todo el tiempo. Pero a un nivel de escritor muy amateur: lo leías y decías "¿pero qué es esto? ¡soy yo por todas partes!” Una voz propia construida me servía para otras cosas, funcionaba bien para el periodismo, para hacer columnas de opinión, pero en literatura era un moco absoluto. Empecé a ver si en formato corto podía experimentar con la voz de mujer conteniéndola un poco más. Al no irse en extensión no se me va tanto de las manos. Y me empezó a salir. Ahora que estoy empezando una novela con una mujer no sé si lo voy a poder sostener. Pero fue claramente un experimento porque me decía que no podía tener esta limitación terrible.

¿No te afecta en esa búsqueda de la voz de autor el trabajo periodístico? ¿No te permean las lecturas y el discurso que utilizás en el diario?

A lo mejor porque hace mucho que laburo en periodismo y se ha vuelto una cosa bastante mecánica, no siento que me permeen tanto. A lo mejor porque lo que me gusta literariamente –no sólo lo que escribo sino también lo que leo– va por un lado que no es el carril principial de las discusiones de cultura en Argentina y todas partes. Leo en la perfieria. Leo mucha literatura argentina nueva, me interesa, pero es bastante distinto a lo que yo hago. En Radar tengo espacio para escribir casi exclusivamente lo que me gusta. Nunca tuve un estilo de polemista, no soy crítica literaria, no estudié letras. Cuando reseño un libro, mi opinión es mucho más de lectora. Llega la pila de libros y agarro el que me gusta, que el resto labure. [Risas] Tengo esa posibilidad porque trabajo hace muchos años, estoy laburando como subeditora, no me dan muchas órdenes. También tiene que ver con los escritores de mi edad. Es realmente muy heterogéneo lo que se está escribiendo: agarro el libro de Pola Oloixarac y Sonia Budassi y son completamente diferentes. Agarro el de Gabriela Cabezón Cámara y también es completamente diferente. Encuentro pequeñas cercanías, noto como cosas en común, por eso me gusta leerlos y estar como atenta. Pero como no tengo que pensarlos como crítica puedo tranquilamente tener una cosa de camaradería sin intervenir críticamente. Disfruto bastante de la posición de escritor que no es crítico. Un lugar menos comprometido que me permite leer más, con más tranquilidad.

–En la mayoría de los cuentos lo siniestro entra en relación con el humor, la ambigüedad, la belleza (las protagonistas nunca son lindas). ¿Qué otro componente utilizás?

–Son chicos o jóvenes: infancia y adolescencia. Deliberadamente saqué los cuentos de gente grande. Me doy cuenta cuando veo el conjunto, tiene que ver con la pesadilla del pasaje a la adultez. Hay muchos jóvenes a punto de ser adultos, en esa adolescencia extendida. Me parece que hay un universo que está relacionado con la belleza desde una manera esquemática o convencional, la dupla de belleza y juventud. A mí me interesa lo joven un poco arruinado, que no es tan perfecto. Eso también es bello.

–Me divertían mucho las chicas de “La Virgen de la tosquera” que le histeriqueaban al novio de la fea.

–Las adolescentes histéricas son vehículos de maldad importante. No sé si los hombres lo perciben porque son seducidos por ellas. Tienen las armas para hacerlo y son sumamente crueles. En ese cuento una chica le hecha su sangre menstrual en un café al varón. Eso lo hizo una amiga mía, ¡eso no está inventado! La chica era una chica “normal”, de colegio católico, con su pollerita. Estaba totalmente loca.

–Me gusta que se preguntan con naturalidad si no él se daba cuenta “cuando nos sentábamos sobre sus rodillas apoyando el culo con mucha fuerza, y tratando de manotearle la pija con la mano, como un descuido”.

–¡Hacen eso! No les importa nada. Está bueno laburar con la juventud en el género de terror porque el joven realmente es muy omnipotente. Hay cosas que son más difíciles de ponér a una persona grande, no se va a animar a hacerla o no la va a hacer. Tenés que construir un personaje de adulto con unas características determinadas. En cambio un joven está más lanzado hacia cualquier aventura, hacia dejarse sorprender. Lo podés alterar un poco más, lo podés drogar un poco más que a un grande. Un grande drogadicto es otro personaje. El género funciona con los adultos, pero en otro momento del terror. Stephen King labura muy bien con adultos y terror, por ejemplo. Pero también lo hace bien con jóvenes. Me encanta Stephen King y yo releí más Carrie que sus últimas novelas. En este cuento que hablamos, por ejemplo, me interesaban las compañeras de Carrie.

Carrie también arranca con tampones.

– La adolescencia es un momento terrible en la vida de una persona.

–Terranova alguna vez dijo que Carrie desnuda era el horror de la ingenuidad absoluta, perfecta.

–En realidad, estas chicas no pueden creer que el que les guste elija a alguien que para ellas no es atractivo. Eso tiene que ver con observar cómo odian a las feas. Como el tonto, el feo es terrible. En todo momento, pero en esa edad es totalmente determinante. No sólo lo ningunean: lo atacan. Es como si les hiciera algo.

–El secreto también tiene una fuerte carga siniestra. Todos los personajes del libro tienen un secreto: la escena donde aparece lo “maligno”.

Supongo eso sale del cotidiano argentino, no descarto la influencia de la época: en todo lo no dicho, en todo lo que no se puede decir. La infancia es ese territorio más puro de terror y crecer en dictadura es una cosa que nos pasó a todos. Es difícil de transmitir ese terror cuando no crecías en una familia que tuviera militantes. Decís “no la pasé tan mal”, pero en realidad estabas viviendo una situación de terror completo. Pasaban cosas de las que nadie hablaba y todo el mundo intuía. Y vos, un chico, estabas absorbiendo primariamente es la emoción del adulto muerto de miedo.

–En ese sentido, el último cuento es aborda desde una forma diferente a los desaparecidos.

–Es un cuento que me gusta pero dudé en incluirlo porque me tiene cansada la discusión de cómo contar los ’70. En ambas direcciones: me tiene cansada la narración canónica oficial quieta, pero también me tienen cansada las formas de destruir eso y que la discusión esté tan puesta ahí que lo valioso sea destruir la canónica sea como sea.

–El título del cuento me parece un hallazgo: “Cuando hablábamos con nuestros muertos”. [*]

–Yo pensaba que fuera el título del libro. El cuento me parece importante, por algo está último –tiene su fuerza que esté último–, pero no quería entrar en una discusión teórica. El cuento salió desde un lugar mucho más intuitivo. En la mayoría de los cuentos hay algo que pasó de verdad. Me enteré de conocidos, algunos que eran hijos de desaparecidos y otros no, que empezaron a jugar con la copa tratando de ver dónde estaban sus parientes. Una cosa que desactivaron rápidamente ellos mismos por salud mental. Pero yo no me lo olvidé más. Entonces pensé hacer un cuento de adolescentes, no hubo mucho más. Todas las reflexiones que hice, las hice después. No ignoro que existe la lucha de relatos, me parece que está bien, pero no es un terreno que a mí me interese pisar fuerte. Hay mucha teoría y se está hablando mucho del tema. Traté de mover el foco. Está claro que hay otras formas de contarlo, pero no tienen que ser necesariamente apelando a ese relato a ver si lo montamos o lo desmontamos. Como hacer un policial con desaparecidos, que también es una forma de integrarlo, de sincerarlo como un cotidiano. Que deje de ser un tema lejano y sincerarlo como algo que está todo el tiempo presente.

–¿Tenés idea de cómo se está trabajando el género en Argentina?

–Conozco un escritor que escribe terror que se llama Juan José Burzi, pero no conozco mucho más. Hace mucho que no se escribe fantástico. Hay un libro interesante que se llama El terror argentino, una recopilación de Elvio Gandolfo y Eduardo Hojman. Antes había más: para mí, la mitad de los cuentos de Cortázar son cuentos de terror: “Lejana”, “Circe”, “La puerta condenada”. “Final de juego” es, por lo menos, muy inquietante. “No se culpe a nadie”, “Las ménades”. Quiroga, obviamente. Tampoco me gusta mucho, quiero decir me parece que me aleja como Lovecraft: selva, espacio, lo puedo disfrutar pero no me influyen demasiado.

–Pero decime que a los once o doce no mirabas el relleno de las almohadas para ver si estaba hecha con plumas.

–No: yo tenía miedo de que me agarren la pierna debajo de la cama. Hasta hoy no duermo con la pierna colgando, por las dudas.

–¿Cómo te llevás con las películas? ¿Te agarró el fanatismo por La llamada?

–Las miré con atención porque visualmente estaban buenas, pero el cine no me fanatiza mucho. Miro: tengo la esperanza de que me guste algo –del género y fuera del género– pero me aburre bastante. Las películas de terror son malas, sobre todo las del torture porn: Hostel, El juego del miedo. Busco cosas que me den miedo en películas que no están específicamente marcadas en nicho de mercado. Tampoco miro las japonesas. Le presto más atención a las películas españolas porque tienen un relato más clásico, son malas como películas pero la narración es más literaria. La última de Michael Hanake, La cinta blanca, que compite por el Oscar es una película de terror: blanco y negro, arty, alemana, totalmente densa. Es como un pueblo de malditos en Alemania de 1914, son unos niños malos que ves que crecerán y serán nazis. Pero por supuesto no es leída como una película de terror. Es que el género quedó en algo muy episódico: viene el tipo, te mata y pasamos a otro, mata al que sigue. Muy pulp. Funciona comercialmente, porque es una cosa de consumo absolutamente inmediata. A mí no me gusta el humor en el cine –lo hago en los cuentos– pero me parece que cuando hay humor me corta la película. O sea: me parece que a partir de Scream se terminó el cine de terror norteamericano. Esa cosa de encontrarle el procedimiento y la vuelta de metalenguaje: si me van a decir que todo es mentira, no la miro. ¿Para qué?

*

* Es un error durante la entrevista, el título es “Cuando hablábamos con los muertos”, lo que es un título aún mejor.

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