Coronel Kurtz: Vietnam, 1971
Marlon Brando, personificando al Coronel Kurtz
Epifanías
Viernes 19 de febrero de 2016
"Guerra, war, guerre: su pronunciación es claramente un gruñido animal", escribe el autor de Bellas Artes para esta entrega, sobre el "jubileo del horror".
Por Luis Sagasti.
A medida que avanza río arriba el capitán Willard lee la impecable foja de servicio del coronel Walter E. Kurtz y no puede salir de su asombro. Kurtz es el mejor de ellos, allí en Vietnam; necesitaría dos pechos para colgar tantas medallas. El capitán no comprende aún, acaso porque la selva todavía deja pasar algo de luz, cómo es que el oficial más brillante de su generación, humanitario y de un humor envidiable, se ha vuelto loco. Le han hecho escuchar una grabación donde la voz del coronel es de color barro: “Vi un caracol arrastrándose por el filo de una navaja: ese es mi sueño, mi pesadilla… arrastrarme, deslizarme por el filo y sobrevivir.” Hasta donde se sabe, ha formado un ejército propio con tribus contemporáneas a la invención del fuego, que lo adoran como a un dios encarnado, un dios que parece un niño ofuscado muchas veces. Kurtz ha creado un reino en la jungla, más allá de Vietnam, al que es necesario ponerle fin. El capitán Willard comanda un pequeño grupo (son solo cinco, contándolo a él) que no tiene la menor idea del objetivo de la misión. Saben que deben escoltarlo y protegerlo, no más que eso.
No se figuran los de la lancha que remontar el Nung es también regresar al Principio; allí, donde no hay diferencias porque el filo de la razón no puede separar las cosas. Los límites del entendimiento se borran de a poco, el sentido que adquiere la realidad ya no es lineal ni puede expresarse mediante el lenguaje.
Guerra, war, guerre: su pronunciación es claramente un gruñido animal. No hay nada más allá de lo presente.
Cuando la expedición llega a destino los nativos conducen a Willard para que sea interrogado por Kurtz (del grupo solo sobrevivirá uno: Lance, un surfista rubio al borde de la demencia). El capitán es encerrado en una jaula de bambú; las horas y los días no pueden medir el tiempo de espera.
Kurtz es calvo y su cabeza iluminada por antorchas aparece y desaparece entre las sombras. Un sol ciego, errante en la silenciosa eternidad. De pronto comienza a hablar. Su voz es calma y por lo tanto estremecedora. Dice que una vez comandó una misión humanitaria: debían vacunar niños contra la polio, allí en aldeas de la selva. Ya se había retirado su compañía cuando un hombre los alcanza corriendo y les cuenta que el vietcong había llegado y había amputado los brazos de los chicos inoculados. Kurtz y los suyos regresan y encuentran una montaña de bracitos. Kurtz se quiebra en un llanto de abuela. El horror lo paraliza pero de pronto un rayo le parte la frente. "Dios mío… el genio de esto. El genio. El deseo de hacer esto. Perfecto, genuino, completo, cristalino, puro. Y entonces me di cuenta de que eran más fuertes que nosotros, porque ellos podían soportar eso (…) Si yo hubiese tenido diez divisiones de estos hombres, entonces nuestros problemas hubiesen terminado rápidamente".
El filo de la navaja no daña a Kurtz y ya está cansado de arrastrase, del jubileo del horror.
Libera entonces a su prisionero; después de todo un soldado debe cumplir con su deber.