Comunidad organizada
Pequeños viajes, grandes travesías
Miércoles 08 de abril de 2020
"Las palabras tienen entidad propia. Y, en ciertas ocasiones, rebaten o, para ser más preciso, cuestionan, aquello que representan". Otra columna del autor de Tres monedas, después de su arranque el mes pasado.
Por Jorge Consiglio.
La solidaridad social es indispensable, pero el capitalismo busca siempre desalentarla. A propósito de este tema, me vienen dos cosas a la cabeza. 1) Buena parte de mi vida, trabajé en una corporación; en este ámbito, una de las palabras clave era “productividad”. Ese concepto determinaba la conducta de los “colaboradores” —usaban ese eufemismo para nombrarnos— y determinaba el eje de evaluación de todas las actividades. En otros términos, en nombre de la “productividad” se justificaba la codicia, la mentira —institucional e individual— y, por sobre todo, la violencia: el sujeto debía ser considerado exclusivamente en función del consumo. 2) Hay una novela de Aira en la que un personaje, a través del narrador, reflexiona sobre su mala conciencia: “Era un poco melancólico que él, un intelectual proveniente del campo popular, curtido en el sindicalismo combativo y en la prensa obrera, siguiera alquilando contra su voluntad una veta de su inconsciente verdadero a las ideologías canallas. Pero ya debería haber aprendido, se dijo, que el inconsciente era inmanejable, por lo menos el inconsciente verdadero, el malo, no el domesticado por el diván.”
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El 146 va desde Ciudadela al centro y del centro a Ciudadela. Tiene una frecuencia tolerable. Siempre lo tomé en el mismo lugar, San Martín y Nazca, y me bajé a distintas alturas de la avenida Corrientes de acuerdo a mis destinos. En la página de internet de la línea —aparece una toma de una unidad colosal, la 2534— afirman que durante el recorrido se tocan, entre otros, los siguientes puntos: Hospital Posadas, Villa Real, Plaza Miserere y Correo Central. Cuando leo estos nombres, organizo espacios ficcionales que, a un mismo tiempo, certifican y discuten con los reales. Es un hecho: las palabras tienen entidad propia. Y, en ciertas ocasiones, rebaten o, para ser más preciso, cuestionan, aquello que representan. De alguna manera, esto que escribo contradice, sin ningún rigor, la noción de arbitrariedad del signo lingüístico que expresó con tanta precisión Ferdinand de Saussure en 1916.
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Bakunim considera al estado como algo negativo, pero, desde luego, tiene en cuenta la necesidad de organizarse en comunidad. Acción que, según su pensamiento, resulta indispensable para activar el proceso de autoconciencia que se irá acumulando generación tras generación. Esta marcha conducirá indefectiblemente a la libertad. Idea atractiva: la emancipación —moral, intelectual y económica— proviene de la reflexión comunitaria y no del aislamiento. Escribo esto y me entusiasmo. Releo. Después pierdo el hilo. Tiendo a la dispersión: cualquier cosa me distrae. En este caso, imagino que el único libro que tengo de Bakunim, Dios y el estado, lo heredé de un abuelo anarquista. La fantasía no se sostiene mucho tiempo; la realidad, con su contundencia, se impone. Mi abuelo paterno, el único con el que tuve trato, hubiera abjurado, sin duda, de cualquier postulado libertario por tímido que fuera. Dejo pasar dos minutos y entro en una especie de loop. Entonces todo, absolutamente todo, me resulta inestable. Y la vacilación, como el temblor, es un viaje de ida. Relativizo una cosa y sigo con otra y después con otra, hasta que me empantano. En esos momentos, no tengo opinión formada que dure más de un minuto. Pero, por suerte, mi conciencia es liviana y me libera pronto del tema. Me pasa como a la mayoría: vivo tranquilo con la culpa a cuestas.
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Gerardo enviudó a los 60. Un año y medio más tarde se casó con Luisa, que trabaja en una panadería por Barracas. Viven en Villa del Parque y a Luisa se le hace largo el viaje al trabajo. Entra a las seis y tiene que combinar dos colectivos. El primero es el 146. Lo toma quince minutos antes de las cinco. A esa hora, siempre pasa la misma unidad manejada por la misma persona. Se repiten también los pasajeros. Hay un grupo de habitués que nunca falla. Uno le ceba mate al chofer. En la radio, comentan noticias insólitas. De lo que se dice, nada tiene lógica, pero los hechos, por extraños, llaman la atención de todos: un sastre vive con una tijera en el estómago, un matrimonio se casa dos veces porque la novia pierde la memoria, una mujer despierta y es 17 años más joven. Son extravagancias. Luisa las guarda en su memoria y piensa en ellas durante las primeras horas del día. Después del almuerzo, empiezan a desdibujarse hasta que se evaporan por completo.
En el grupo del colectivo 146 hay gente de distintas edades: un camillero de 19 años y una mujer de 65, por ejemplo. Tienen en común su condición de trabajadores. Ellos saben, aunque jamás lo comenten, que esa categoría los legitima frente al mundo y que, además, funciona como justificativo vital. Por otro lado, la mayoría tiene el sentido del humor a flor de piel, se ríen de cualquier cosa. Luisa comparte ese atributo pero, a veces, se entristece sin motivo. Si esto le pasa en el colectivo, se queda callada, encogida de hombros y trata de no pensar en nada. Pero si ocurre en la panadería, se consuela, sin ser demasiado consciente de ello, con la idea de saberse parte de una comunidad matutina.