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Editorial

Cómo pronunciar cuchillo

Foto por: Steph Martyniuk

Uno de los cuentos del primer libro de relatos de Souvankham Thammavongsa, escritora nacida en un campo de refugiados laosianos en Tailandia y criada en Canadá.



 Por Souvankham Thammavongsa. Traducción de Paula Galíndez.



La nota estaba tipeada, doblada en cuatro y sujetada con un alfiler de gancho al pecho de la nena. Era imposible no verla. Y como ya había pasado con el resto de las notas que la nena llevaba a la casa, su madre sacó el alfiler y la tiró a la basura. Si pasaba algo importante, alguien la iba a llamar. Y nadie había llamado.

La familia vivía en un pequeño departamento de dos ambientes. En la pared del ambiente más grande, había una pintura muy chiquita con una curva marrón en el centro. Se suponía que esa curva marrón era un puente y que las manchas rojas y naranjas que tenía alrededor eran árboles. La había pintado el padre de la nena, pero ya no pintaba. Cuando volvía del trabajo, lo primero que hacía era sacarse los zapatos de una patada. Después le daba un diario a la nena, que desdoblaba las páginas en el piso y armaba un cuadrado, y alrededor de ese cuadrado se sentaban a cenar.

Para cenar había repollo y tripas de cerdo. El carnicero siempre las tiraba a la basura o las vendía baratas, así que la madre de la nena le compraba bolsas y bolsas de tripas y las ponía en el congelador. Había tantas maneras de hacerlas: con caldo, jengibre y fideos; a la brasa; guisadas con eneldo fresco; o como más le gustaban a la nena: al horno con hierba de limón y sal. Cuando llevaba esos platos a la escuela, algunos chicos le hacían burla por el olor. Ella les lanzaba siempre la misma respuesta: “¡No sabrías apreciar una buena comida ni aunque pesara quinientos kilos y se te sentara en la cara!”.

Cuando ya estaban sentados para cenar, la nena se puso a pensar en las notas que la madre tiraba a la basura y en que podría darle alguna a su padre. Había traído tantas la semana anterior; tal vez alguna fuera importante. Oyó a su padre hablar de que le preocupaba cuánto le pagaban y de cómo se ganaban la vida sus amigos en ese país. Decía que sus amigos, que habían estudiado y tenían muy buenos trabajos en Laos, ahora estaban juntando lombrices o recibiendo órdenes de adolescentes con acné. Iban a tener que empezar de cero, como si la vida que habían tenido antes no contara.

La nena se levantó, sacó la nota del tacho de basura y se la llevó al padre.

Él la rechazó con un gesto de la mano.

–Más tarde. –Lo dijo en lao. Y después, como si se hubiera acordado de algo importante, agregó–: No hables en lao y no le digas a nadie que eres laosiana. No sirve de nada decirle a la gente de dónde eres.

La nena miró el pecho de su padre, que tenía en el centro cuatro letras cosidas a la remera, una al lado de la otra: LAOS.


Unos días después de eso, hubo un pequeño revuelo en el aula. Todas las chicas llegaron vestidas de distintas tonalidades de rosa, y los chicos se habían puesto trajes oscuros y corbatas. La señorita Choi, la maestra de primer grado, llevaba un vestido morado con un estampado de florcitas blancas y zapatos con tacos. La nena miró para abajo, al conjunto deportivo verde que tenía puesto. El verde era oscuro, como el verde del brócoli, y la tela estaba un poco más clara en las rodillas y conservaba la curvatura aunque ella estuviera parada, con las piernas extendidas. En esa escena de rosa y brillitos y carteras combinadas y moños negros y cuellos de camisa bien planchaditos, ella vio que no era como los demás.

La señorita Choi, que siempre recorría el aula en busca de algo fuera de lugar, vio de lejos el verde que tenía puesto la nena y se le agrandaron los ojos. Se acercó corriendo y le dijo:

–Joy... ¿Lograste que tus papás leyeran la nota que les mandamos?

–No –mintió ella, mirando al piso, donde sus zapatos azules entraban en el espacio de un azulejo cuadrado. No quería mentir, pero no tenía sentido exponer a sus papás.

El día salió de acuerdo a lo planeado. En la foto de la clase, sentaron a la nena un poco afuera, a un costado, sosteniendo el cartel que decía el grado y el año. El cartel siempre iba en el medio de las fotos, pero el fotógrafo tuvo que hacer algo para esconder la suciedad de los zapatos de la nena. Por encima del cartel, ella sonreía.

Cuando la madre fue a buscarla a la escuela, le preguntó por qué el resto de los chicos estaban tan bien vestidos, pero la nena no le contó lo que había pasado. Le mintió; ledijo en lao:

 –No sé. Mira lo elegantes que están. Si es un día común y corriente...


La nena volvió a su casa con un libro. Era para leer sola, para practicar. El libro que le habían dado tenía imágenes y algunas palabras. Se suponía que las imágenes debían explicar lo que pasaba en las palabras, pero había una palabra que no tenía ningún dibujo. Estaba ahí solita, en la página, y cuando ella pronunciaba cada letra, la palabra no se parecía a nada que existiera. No sabía cómo pronunciarla.

Después de la cena, los tres se sentaron a ver televisión juntos, uno al lado del otro en el piso vacío. La nena sabía que, vista desde atrás, se parecía a su papá. Tenía el pelo cortito, con corte taza. La nena tenía los hombros caídos y la columna encorvada, como si cargara con algún peso, como si supiera exactamente cómo era un día de mucho trabajo. Dentro de poco, las imágenes de la tele se iban a convertir en rayas verticales de los colores del arcoíris y sus papás se iban a ir a la cama. Casi todas las noches, la nena los seguía, pero esta vez le molestaba aquello que no sabía y que quería saber. Abrió el libro y se puso a buscar esa palabra. La que no se parecía a nada que ella conociera.


Esa. Era su última oportunidad antes de que su padre se fuera a dormir. Él era el único que sabía leer en la casa. Le llevó el libro y le señaló la palabra, le preguntó qué era. Él se inclinó para mirarla y dijo:

–Cuu-quii-llo. Es cuquillo.

Eso era; así sonaba, según él.

Al día siguiente, la señorita Choi juntó a todos los chicos de la clase y los sentó alrededor de la alfombra verde que había al frente del aula. Hacía eso cuando quería que alguien leyera en voz alta. A veces un alumno se ofrecía para leer y a veces ella elegía a alguien; ese día, la señorita

Choi miró a todos y encontró a la nena.

–Joy, tú no leíste todavía. ¿Por qué no buscas tu libro y nos lees un poco?

La nena empezó a leer y todo salió muy bien hasta que llegó a esa palabra. Tenía apenas ocho letras, pero bien podrían haber sido veinticinco. La dijo como su papá le había enseñado, pero se dio cuenta de que estaba mal porque la señorita Choi no pasó a la página siguiente. En vez de avanzar, le señaló la palabra y tocó la página con el dedo, como si por hacer eso fuera a soplarle el sonido correcto.

Pero la nena no sabía cómo pronunciarla. Tac. Tac. Tac.

Por fin, una chica de pelo amarillo gritó: “¡Es ‘cuchillo’!

La ce y la hache juntas se dicen ‘ch’”, y revoleó los ojos, como si saber eso fuera lo más fácil del mundo.

La chica tenía ojos azules y pecas salpicadas por la nariz.

La mamá de esa chica siempre estaba en el estacionamiento después de que terminaran las clases, tocando la bocina en un auto negro y brillante con una V y una W que se sostenían entre sí dentro de un círculo. La madre tenía un tapado negro de piel y andaba en tacos como si todos los días fueran el Día de la Foto. La chica era como todos los chicos de la clase: leía alto y claro, ganaba premios. La nena era la única que todavía no había ganado un premio. Ese mismo día, la señorita Choi agregó un yoyó rojo a su bolsa. Si la nena hubiera sabido qué quería decir la palabra, ese yoyó rojo habría sido para ella, pero ahora iba a quedar bajo llave, en el cajón superior del escritorio de la señorita Choi.

Más tarde, esa noche, la nena observa a su padre en la cena.

Observa cómo toma cada grano de arroz con los palitos, sin dejar caer ni uno solo. Observa cómo se come todo lo que hay en el plato. Observa lo chiquito y encogido que parece.

La nena no le dice que la h de cuchillo no tiene sonido propio. No le dice que estuvo en la oficina del director, que le hablaron de reglas y de que las cosas son como son.

Era nada más que una letra, le dijeron, pero esa única letra, esa letra sola entre otras letras era el motivo por el que estaba en el despacho. No le cuenta que insistió en que esa h tenía que tener un sonido propio, separado de la c. No podía ser, había repetido y repetido: “¡Está ahí y es una letra diferente! ¡No es la misma letra que la c! ¡Tiene que tener sonido propio!”, y después gritó como si le hubieran sacado algo importante. Nunca se dio por vencida, nunca dejó que le sacaran el sonido que había dicho su papá. Y ninguno de ellos, tan educados y con largas carreras dedicadas a leer, supo explicarle por qué no tenía sonido propio.

Mientras ve a su padre comer la cena, piensa en las otras cosas que él no sabe. Las otras cosas que ella va a tener que aprender sola. Le quiere decir a su padre que algunas letras, aunque están ahí, no tienen sonido propio, pero decide que ese no es el momento para decir una cosa así. Nada más le dice a su padre que ganó algo.

Al final del día escolar, la señorita Choi la había estado esperando en la puerta. Le pidió a la nena que fuera con ella al escritorio y destrabó el cajón superior y sacó la bolsa roja de terciopelo. “Elige algo”, le dijo. Y la nena metió la mano y agarró lo primero que tocaron sus dedos. Era un rompecabezas de un avión volando en el cielo.

Cuando le muestra el premio al padre, él está encantado porque, de alguna manera, él también lo ganó. Toman el premio, cada una de las piezas del premio, y empiezan a formar el borde, el cielo azul, las otras piezas, el centro.

Llenan lo que falta de la imagen más tarde.

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