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Cómo me reí

Leyendo a los malditos

"Naturalmente, el libro no llega a ninguna parte. No es una novela, sino el mejor ejemplo de esa clase de 'periodismo gonzo' que el mismo Thompson inventó", dice el autor de La maestra rural, después de la experiencia de atravesar La maldición de Lono (Sexto Piso) con fiebre.

Por Luciano Lamberti.

No me gustan los escritores malditos. O, para atenuar un poco la frase: ya no me gustan los escritores malditos. Me gustaban, sí, cuando tenía veinte, veintiuno, veintidós años, estudiaba Letras y leía todo lo que quedaba fuera de la carrera como si se tratara de la palabra mecanografiada del mismísimo señor Jesús. A Henry Miller, por ejemplo, lo adoraba en esa época. Amaba sus libros deformes, más parecidos a poemas que a novelas en sí, llenos de sexo parisino, catarsis descontrolada, prosa poética. Me gustaba porque eran el reverso perfecto de lo que veía en Letras, pero también porque planteaban, no solo una estética, sino también una moral, en la época un poco confusa en la que uno busca que los libros te enseñen a vivir. Recuerdo especialmente una escena en la que el protagonista literalmente “ensarta” a una de sus mujeres y la lleva a pasear así por el departamento. Recuerdo que se la leí a mis amigos y que no podía más de la risa. Leía (intentaba leer) a Celine, a Bukowski (que siempre me pareció un autor cómico, nada más que cómico), a Burroughs. Leía a los poetas de la beat generation. No lo hacía en la búsqueda de una buena historia o de una prosa cuidada, sino más bien apoyado en todas las anécdotas que giraban alrededor de sus vidas, y que no solo completaban la imagen de sí mismos construida en sus libros sino que la justificaban. ¿Me aburría leyéndolo? Sí, pero ¡le había disparado a su mujer! ¡Era muy drogadicto! ¡No pagaba sus deudas! ¡Viajó a África dos veces! De una persona tan fascinante y fuera de la ley solo podían surgir libros maravillosos.

Pero a medida que entro pacíficamente en la vejez, el crepúsculo de los lambertianos días, los escritores malditos me aburren cada vez más. Prefiero a esos aburridos señores burgueses que escriben bien y tienen las neuronas suficientes como para corregir un libro. Es una lástima, pero no puedo hacer nada. Hay algo de patológico, incluso: si me acerco a uno de esos libros malditos, para los cuales la vida del autor es más importante incluso que la calidad del libro, sea viejo o contemporáneo, comienza a salirme un sarpullido en la mano, se me revuelve el estómago, los ojos se me ponen en blanco y si el día está nublado es probable incluso que hable en lenguas.

Se imaginarán entonces la disposición con la que abordé la lectura de La maldición de Lono, de Hunter S. Thompson, publicado por Sexto Piso. Era mi prejuicio el que hablaba, por supuesto, porque nunca había leído un libro de Hunter S. Thompson en mi soberana vida, pero a veces el prejuicio es bueno, sí, no se equivoca. Esta vez, lamento consignarlo, se equivocó, y feo. Empecé (y prácticamente terminé) el libro en la cama, presa de un resfrío, una gripe o un principio de cáncer linfático, todavía no lo sé, que me mantuvo un jueves entero en posición horizontal, durmiendo a horas exóticas, con la mente embotada y el cuerpo adolorido. En ese contexto, el libro fue la mejor medicina posible (el Ibuprofeno también, hay que decirlo): me hizo sonreír y reír en voz alta.

Thompson es el típico escritor maldito, y como muchos lo conocí primero por la película de Terry William en la que Jhonny Deep y Benicio del Toro se drogan con todo lo que pueden conseguir en ese mítico viaje a Las Vegas. La película es divertidísima, una precursora de Hangover, pero no me dio ganas de leer a Thompson, a quien imaginaba un mal narrador, demasiado drogado para enhebrar una frase decente. Grande fue mi sorpresa al descubrir que la fuerza de Thompson son, precisamente, sus frases, sus cuidadas escenas, sus momentos de absurdo sin fin. No sé si vivía drogado: sé que escribía bastante sobrio y eso es lo importante.

El argumento del libro es bastante simple: una revista le propone cubrir la ya mítica maratón de Honolulú, y Thompson, asediado por abogados y problemas judiciales, invita al dibujante Ralph Steadman y acude a la cita. Su plan es simple, y así se lo cuenta a Steadman en una carta. La maratón tiene un recorrido de unos cuarenta kilómetros, todos comienzan la carrera con mucha lentitud; lo que propone Thompson es correr como desenfrenados los cinco primeros kilómetros con la sola intención de desanimar a los otros corredores. Ese es, en general, el espíritu del libro: Thompson como un niño pícaro y bastante drogado que hace travesuras. El libro está lleno de grandes momentos, desde el principio, donde uno de los pasajeros se encierra en el baño antes del despegue, hasta la increíble cantidad de dificultades que Thompson y sus amigos tienen que atravesar en ese lugar supuestamente paradisíaco que es Hawai. Porque el maratón pasa sin demasiada pena ni gloria, pero Thompson y sus amigos se quedan allí, salen a pescar (más bien a drogarse en alta mar), oyen de las terribles bandas de coreanos que tiran a las personas de los puentes o soportan lluvias eternas encerrados en una casa alquilada. Todo esto cortado por los libros que Thompson lee para documentarse, y la delirante historia del capitán Cook, confundido con el dios Lono a su llegada al lugar y devorado por los aborígenes.

Naturalmente, el libro no llega a ninguna parte. No es una novela, sino el mejor ejemplo de esa clase de “periodismo gonzo” que el mismo Thompson inventó (aquel donde el periodista es tanto o más importante que el hecho narrado). Pero es divertido de leer, a veces tanto como esa película de Terry Gillian, un buen regalo para la gente que todavía lee a los malditos o una excelente medicina para los que tienen soportar el inviernito que se viene.

 

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