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Cómo hacen cosas las palabras

Martín Kohan lee a Sebastián Menegaz y lo cruza con Luis Chitarroni y Héctor Libertella: "Es así, siempre con otros, que un escritor define un lugar muy propio".

Barroco, neobarroco, neobarroso o eventualmente otra cosa: ese punto (que no es un punto) en el que las palabras empiezan a hacer lo suyo como por sí mismas, impulsadas por la propia escritura (por la escritura, y no por el escritor). Es eso y no otra cosa lo que las predispone a abundar, de ahí viene su regodeo (y el regodeo del lector). Por eso de a ratos sueltan la trama o la retoman (y la trama ya no es exactamente una trama), por eso de a ratos encuentran o desencuentran sentido (y las partes de no entender habilitan maravillosamente otra cosa). Ahí donde la comunicación se opaca, empiezan a brillar las palabras, eso es sabido, y deriva en la insuperable formulación que alguna vez propuso Roland Barthes: “Tengo una enfermedad: veo el lenguaje”.


Y así es que eso que una y otra vez nos deslumbró en los libros de Héctor Libertella, eso que una y otra vez nos deslumbró en cada texto de Luis Chitarroni, nos ilusiona como tradición posible en las novelas de Sebastián Menegaz: La liga harapienta, de 2022, y El último moscovita, de 2025. El siglo XIX de La liga harapienta, con sus caudillos y su guerra civil, produce un choque entre lo nuevo y lo antiguo como el que Libertella ensayaba con la reescritura de los exploradores y los cronistas de Indias. Y la evocación en falsa escuadra del mundo escolar de El último moscovita remite dichosamente a El carapálida de Chitarroni.

Menegaz y sus precursores, sí; pero los precursores son precursores porque Menegaz escribe ahora sus novelas. Y eso lo exime de la condición subsidiaria del continuador o del émulo. Ni homenaje ni remedo ni mera recapitulación; es lograr que eso que las palabras hicieron en la lectura, como por sí mismas, pasen a hacerlo en la escritura, sigan haciéndolo en una escritura. Y es que es así, siempre con otros, que un escritor define un lugar muy propio; el de Sebastián Menegaz es muy gozoso, uno sonríe o se ríe en tal parte o en tal otra, y no es sólo por su notable humor (su sentido del humor y su sinsentido del humor), sino por la felicidad que nos da estar viendo eso que vemos: el lenguaje, sí, el lenguaje.

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