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Capote antes de convertirse en Capote

Sus escritos de juventud, por primera vez publicados

"En Los primeros cuentos están los atisbos originarios del Capote futuro. Estos textos revelan una especie de condición innata que ya se hace presente ahí: un afinadísimo oído para captar y extraer materiales literarios de cualquier escucha cotidiana". Matías Moscardi se mete este libro de jóvenes inéditos, traducido por Alan Pauls.

Por Matías Moscardi.

Muchas veces me pregunto cómo hicieron algunos escritores para seguir adelante después de lo que se considera su mejor obra: cómo se las arreglaron, por ejemplo, Céline o Salinger, entre miles de otros, para continuar su producción después de olas tan enormes y arrasadoras como Viaje al fin de la noche o los Nueve cuentos. Lo que quiero decir es que me parece infinitamente más misterioso cómo la escritura sobrevive como un rebrote invencible al eclipse apocalíptico de los grandes hits, que el hecho de comprender cómo un sujeto alcanza su auge creativo, su pico máximo de fiebre.

El caso de Truman Capote es excepcional: A sangre fría (1966) fue la mordida final del vampiro novelesco. Después de este movimiento tectónico, Capote se quedó, paradójicamente, sin sangre. Publicó, es cierto, algunos cuentos cortos reunidos más tarde en Música para camaleones (1980). Sin embargo, nunca pudo terminar de escribir ninguna otra novela. De hecho, dejó inconclusa sus Plegarias atendidas, publicada de manera póstuma –texto que, según confiesa, retomaba constantemente con ánimos de corregir pero abandonaba con la agobiante sensación de que debía «volver a jardín de infantes»–.

Quizás, por eso, siempre me resultó interesante estar en la punta opuesta del proceso, del otro lado del crepúsculo: el momento en que la máquina se enciende por primera vez, la rotación germinal de sus engranajes, el primer rayo de sol. Esta oportunidad subyace en la lectura de Los primeros cuentos de Capote, recientemente editados por Lumen, en traducción de Alan Pauls: se trata de un volumen de trece textos desconocidos hasta el momento, que Truman escribió en su juventud, antes de los veintitrés años.

Ahora bien, sería injusto demandarle al libro algo que por definición no propone; digo: no encontraremos en estos cuentos, por supuesto, la madurez refinada que Capote alcanzó como narrador después de años de entrenamiento y experiencia. En el célebre prólogo a Música para camaleones, apunta con respecto a su temprana escritura juvenil: «fueron simples observaciones cotidianas que asentaba en mi diario. Descripciones de un vecino. Largas transcripciones literales de conversaciones oídas. Chismes locales. Un tipo de reportaje, un estilo de “ver” y “oír” que más adelante influiría seriamente en mí».

Y es cierto: en Los primeros cuentos están los atisbos originarios del Capote futuro. Ante todo, estos textos revelan una especie de condición innata que ya se hace presente ahí: un afinadísimo oído para captar y extraer materiales literarios de cualquier escucha cotidiana. Después, existe una motricidad fina para los detalles, algo que podríamos llamar una sensibilidad imperceptible: el narrador de «El pantano del terror» lo cuenta todo desde arriba de un árbol; una adolescente enamorada advierte, con respecto a su primer amor, que «mientras no le dijera adiós, seguiría teniéndolo»; diminutos trazos como milimétricas punzadas descriptivas: «Eso era lo único malo del maldito cigarrillo; le hacía doler las úlceras de la boca. Inhaló bruscamente; la succión alivió la punzante irritación»; detalles que, en definitiva, adelantan la coloración sensible de la madurez: «Los ojos de Nannie perdieron su violácea chispa de histeria».

Los cuentos suelen tener una leve inclinación genérica: hay varios relatos de terror con apariciones fantasmales, como «La polilla en la llama» o «El extraño familiar» y, a su vez, están los dramas cotidianos de la aristocracia sureña, como en «De parte de Jamie», uno de los mejores cuentos del volumen. Quizás por eso la exigencia del lector no debería poner la mira en cuestiones macroestructurales –el cuento como género, su tensión dramática, la resolución narrativa o la profundidad los personajes– sino en la escritura misma, en los chispazos de prosa, en fraseos que, como esa cáscara de nuez que imaginó Stephen Hawking, contienen todo el universo de Capote en unas pocas palabras: «Yo era tan joven que nunca había pensado que alguna vez sería viejo, que moriría», leemos en «La señorita Belle Rankin», casi como la clausura de un manifiesto punk.

Sabemos que Capote escribió estos cuentos después del divorcio de sus padres, recluido en el campo de su tía, en Alabama. Algo de esa condición tímidamente melancólica que atraviesa toda su obra puede percibirse entre las líneas de estos primeros cuentos, como los acordes de un blues que se escucha de fondo; algo que suena más o menos así: «Sintió que tal vez había nacido para estar sola, igual que cierta gente nacía ciega o sorda». La invención de la soledad, el descubrimiento de la muerte, la primera vez que alguien ve un cadáver, el primer fracaso amoroso, éstas son las experiencias volcadas en Los primeros cuentos de Capote: leña fresca que un adolescente acaba de arrojar al fuego sin saber que, años más tarde, será el carbón al rojo de una de las máquinas más potentes de la literatura universal. Ahora podemos decir que lo conocemos desde chiquito.

 

 

 

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